Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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Por fin llegan al hotel. El taxi frena junto a un arbusto florido de jacarandas. Un africano vestido con un uniforme deshilachado y que le va estrecho logra forzar la puerta y le ayuda a ponerse de pie. Hans Olofson paga al conductor lo que le pide a pesar de darse cuenta de que es una cantidad disparatada. En la recepción no tiene que esperar demasiado para que alguien le diga si hay alguna habitación libre. Rellena el interminable formulario de registro y piensa que debe aprenderse de memoria inmediatamente su número de pasaporte, ya que es la cuarta vez que se ve obligado a repetirlo. Ha puesto la maleta entre sus piernas, convencido de que hay ladrones al acecho por todas partes. Luego tiene que hacer cola durante media hora para cambiar dinero, rellena el nuevo formulario y entonces le da la sensación de que ese día ya le han puesto delante el mismo formulario.

Después, un ascensor desvencijado le conduce arriba y un empleado con los zapatos rotos le lleva la maleta. Finalmente, la habitación 212 del Hotel Ridgeway se convierte en su primer respiro en ese nuevo continente y, en un gesto de impotencia y rebelión, se quita la ropa enseguida y se desliza desnudo entre las sábanas.

«El viajero del mundo», piensa, «ahora no es más que un ratón asustado por la ansiedad.»

Llaman a la puerta y él se levanta de modo precipitado, como si hubiera hecho algo ilegal metiéndose en la cama. Se envuelve con la colcha y abre.

Una mujer vieja y demacrada vestida con una bata le pregunta si tiene ropa para lavar. Él niega con la cabeza y responde de modo exageradamente amable, dándose cuenta de pronto de que no sabe cómo debe comportarse con un africano.

Vuelve a acostarse después de correr las cortinas. Hay un ruidoso aparato de aire acondicionado. De repente empieza a estornudar.

«Son los calcetines mojados de Suecia», piensa. «La humedad que llevo encima. Soy un rosario interminable de debilidades», piensa resignado. «En mi vida está la herencia de la angustia.»

Del delirio de la nieve ha surgido una figura que le amenaza sin cesar diciéndole que va a perder todos sus puntos de referencia.

Intentando, pese a todo, no resignarse, trata de actuar, levanta el auricular y llama al servicio de habitaciones.

Hans Olofson observa que el camarero lleva un zapato diferente en cada pie. Uno de ellos no tiene tacón, la suela del otro está abierta como la boca de un pez. Sin saber bien qué dejar de propina, da demasiada y el camarero le mira desconcertado antes de desaparecer silenciosamente por la puerta.

Duerme después de comer y cuando se despierta ya es de noche. Abre la ventana y mira hacia la oscuridad preguntándose si hará tanto calor como por la mañana, a pesar de que el sol ya no se ve.

Las escasas farolas apenas desprenden luz. Se vislumbran las oscuras sombras al pasar. Le llega una carcajada desde la garganta de un desconocido que se encuentra en el aparcamiento bajo su ventana.

Contempla la ropa que tiene en la maleta preguntándose si será adecuada para llevarla en un comedor africano. Sin haber elegido del todo, se viste y después esconde la mitad del dinero que tiene en un agujero en el cemento detrás del inodoro.

En el comedor comprueba sorprendido que casi todos los huéspedes son blancos, rodeados de camareros de color, todos con zapatos de mala calidad. Se sienta junto a una mesa vacía, se hunde en una silla que le recuerda el asiento del taxi e, inmediatamente, se ve rodeado de camareros de color a la espera de que pida algo.

– Ginebra y tónica -dice amablemente.

Uno de los camareros contesta en un tono de voz afligido que no hay tónica.

– ¿Hay alguna otra cosa para mezclar? -pregunta Hans Olofson.

– Hay zumo de naranja -responde el camarero.

– Está bien -dice Hans Olofson.

– Lamentablemente no hay ginebra -dice el camarero.

Hans Olofson percibe que está empezando a sudar.

– ¿Qué tienen? -pregunta con amabilidad.

– Aquí no hay nada -responde alguien desde la mesa de al lado, y Hans Olofson se da la vuelta y ve a un hombre hinchado y de rostro enrojecido que lleva un desgastado traje de color caqui.

– Hace una semana que se terminó la cerveza -agrega el hombre-. Hoy hay coñac y jerez por un par de horas más. Después se acabarán también. Se rumorea que mañana habrá whisky. Puede que sea cierto.

El hombre termina sus comentarios lanzando a los camareros una mirada furibunda y luego se hunde de nuevo en su silla.

Hans Olofson pide coñac. Se imagina que África es un continente en el que todo se está acabando.

Mientras bebe su tercera copa de coñac una mujer africana se sienta de repente en la silla de al lado y le sonríe de modo tentador.

– ¿Compañía? -pregunta.

Se siente halagado enseguida, a pesar de darse cuenta de que la mujer es una prostituta. «Pero ha llegado demasiado pronto», piensa. «Todavía no estoy preparado.» Sacude negativamente la cabeza.

– No -dice-. Esta noche no.

Ella le mira y sonríe indiferente.

– ¿Mañana? -pregunta.

– Alguna vez -contesta-. Pero mañana tal vez tenga resaca.

La mujer se levanta y desaparece en la oscuridad de la barra del bar.

– Putas -dice el hombre de la mesa de al lado, que aparentemente quiere cuidar de Hans Olofson como un ángel de la guarda-. Aquí son baratas -agrega-. Pero son mejores en los otros hoteles.

– Entiendo -responde Hans Olofson amablemente.

– Aquí son o demasiado viejas o demasiado jóvenes -continúa el hombre-. Antes había más orden.

Hans Olofson no logra saber en qué consistía ese buen orden anterior, ya que el hombre vuelve a interrumpir la conversación y se hunde de nuevo en su silla cerrando los ojos.

En el restaurante se ve rodeado enseguida de camareros nuevos y comprueba que todos llevan zapatos rotos.

Un camarero que pone una jarra con agua sobre su mesa no lleva zapatos y Hans Olofson se queda mirando sus pies descalzos.

Después de dudarlo mucho pide carne. En el mismo instante en que llega la comida a la mesa nota los síntomas de una fuerte diarrea. Uno de los camareros se da cuenta inmediatamente de que retira el tenedor.

– Tal vez sea buena -dice el camarero preocupado.

– Seguro que es excelente -replica Hans Olofson-. Es mi estómago el que no está como debería.

Ve con impotencia que los camareros se agolpan a su alrededor.

– No hay nada malo en la comida. Es cosa de mi estómago.

Luego ya no puede aguantar más. Los comensales observan atónitos su huida precipitada de la mesa mientras él piensa que no va a llegar a su habitación a tiempo.

Antes de entrar en el ascensor se asombra al ver que la mujer que le había ofrecido antes su compañía deja el hotel junto con el hombre hinchado del traje caqui que aseguraba que las prostitutas de ese hotel no eran buenas.

En el ascensor se hace de vientre. Un violento hedor se esparce a su alrededor y baja por sus piernas. El ascensor lo sube a su piso con infinita lentitud. Tropieza por el pasillo y oye tras una puerta cerrada a un hombre riéndose.

En el cuarto de baño se da cuenta de su miseria. Después se tumba en la cama y piensa que la tarea que se ha impuesto a sí mismo resulta imposible o carece de sentido. ¿Cuál es en realidad su punto de partida?

En la cartera lleva, borrosa, la dirección de una misión que está en el curso superior del río Kafue. No tiene la menor idea de cómo conseguirá llegar. Antes de partir se informó de que hay un tren hasta Copperbelt.

¿Pero saldrá de allí? ¿Doscientos setenta kilómetros de trayecto por una zona árida y sin carreteras?

En la biblioteca de su aldea ha leído sobre el país en el que ahora se encuentra. Durante el periodo de lluvias hay grandes extensiones intransitables. ¿Pero cuándo es el periodo de lluvias?

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