Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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»He aprendido a sobrellevar la difícil y particular situación de ser amado y odiado a la vez. Cada día me encuentro frente a frente con doscientas personas negras que quisieran matarme, cortarme el cuello, ofrecer mis órganos sexuales, comerse mi corazón.

»Cada mañana, al despertar, me asombro de estar vivo todavía después de dieciocho años. Cada tarde reviso mi revólver, hago girar el cargador entre mis dedos, controlo que nadie haya sustituido los cartuchos por casquillos vacíos.

»Yo, Hans Olofson, he aprendido a soportar la soledad más absoluta. Nunca había estado rodeado de tantas personas que exigen mi atención, esperan que tome una decisión pero a la vez me vigilan en la oscuridad, ojos invisibles que me vigilan, que están al acecho.

»Sin embargo, lo que recuerdo con más claridad es cuando salí del avión en el Aeropuerto Internacional de Lusaka, hace dieciocho años.

«Retrocedo constantemente a ese momento en busca de coraje, de fuerza para soportar, retrocedo a ese punto en el que yo todavía conocía mis propias intenciones…

»Mi vida es ahora un continuo deambular por días teñidos de irrealidad. Llevo una vida que no es mía ni de nadie. No siento el éxito ni el fracaso por lo que hago.

»La duda constante de qué habrá pasado en realidad me domina. ¿Qué fue realmente lo que me trajo aquí, lo que me impulsó a realizar ese largo viaje desde el interior de la lejana Norrland, siempre cubierta de nieve, hasta África, donde nadie me ha llamado? ¿Qué hay en mi vida que no he entendido nunca?

»Lo más misterioso, sin embargo, es que haya estado aquí dieciocho años. Tenía veinticinco cuando abandoné Suecia y ahora tengo cuarenta y tres. Desde hace tiempo el pelo se me está empezando a poner gris, y la barba, que nunca me decido a afeitar, ya es del todo blanca. He perdido tres dientes, dos de la mandíbula inferior y uno de la izquierda superior. El dedo anular de mi mano derecha está amputado a la altura de la primera falange. Periódicamente también sufro dolor de riñones y con regularidad tengo que quitarme unos gusanos blancos que se me incrustan debajo de la piel en los pies. Los primeros años apenas podía llevar a cabo esas operaciones con unas pinzas esterilizadas y unas tijeras para uñas. Ahora cojo un clavo oxidado o cualquier cuchillo que encuentre a mano y escarbo hasta sacar los parásitos que viven en mis talones.

»A veces intento ver todos estos años en África como un paréntesis en mi vida que algún día se demostrará que en realidad no ha existido. ¿Es tal vez un sueño demencial que se desvanecerá como un hechizo cuando por fin sea capaz de salir de esta vida que llevo aquí? Este paréntesis en mi vida tendrá que rectificarse alguna vez…»

En el acceso febril, Hans Olofson es lanzado contra invisibles y escarpados arrecifes que arañan su cuerpo. Durante unos breves segundos la tormenta amaina y él se mece sobre las olas sintiendo que se convierte enseguida en un bloque de hielo. Pero justo en el momento en que cree que el frío ha llegado a su corazón y helado su palpitar hasta pararlo vuelve la tormenta y la fiebre lo lanza de nuevo contra los candentes arrecifes.

En esos agitados y demoledores sueños que causan estragos en su interior como demonios, él regresa constantemente al día en que llegó a África. A ese sol blanco, a ese largo viaje que lo llevó a Kalulushi, hasta esta noche, dieciocho años después.

El golpe de fiebre se halla frente a él como una silueta malvada. Con mano temblorosa saca el revólver en un intento extremo de salvación.

El ataque de malaria va y viene.

Hans Olofson, que creció en una desanimada casa de madera a la orilla del río Ljusnan, tiembla tiritando de frío bajo la sábana húmeda.

Los sueños le conducen al pasado reflejando una historia que espera llegar a comprender algún día…

El delirio de la nieve le hace retroceder a la infancia.

Están a mediados del invierno de 1956, son las cuatro de la mañana y el frío hace crujir las vigas de la vieja casa de madera. Pero no lo despierta ese ruido, sino un chirrido terco y un murmullo en la cocina. En su pijama de rayas azules siempre manchado de rapé, con calcetines de lana en los pies, calados por la cantidad de agua que derrama enfurecido por el suelo, el padre persigue a sus demonios en la noche invernal. Medio desnudo en la fría noche ha atado los dos perros grises junto a la leñera, ajustando las heladas cadenas, mientras que poco a poco en el fuego de la chimenea el agua hierve.

Y ahora friega embistiendo furiosamente contra esa suciedad que sólo él ve. Arroja el agua hirviendo hacia las telarañas que de repente se inflaman en las paredes, lanza un cubo entero a la chimenea porque está convencido de que ahí se esconde una madeja de serpientes moteadas.

Todo esto lo ve él desde la cama, un chico de doce años que se tapa estirando de la manta de lana hasta la cabeza. No tiene que levantarse y andar con sigilo por los fríos tablones de madera para mirar lo que está ocurriendo. Lo sabe de todos modos. Y, a través de la puerta, oye la risa entrecortada y nerviosa de su padre, sus desesperados arrebatos de cólera.

Siempre ocurre por la noche.

La primera vez que se despertó y que se acercó con sigilo a la cocina tenía cinco o seis años. A la pálida luz de la lámpara de cocina con la pantalla empañada, había visto a su padre chapoteando en el agua, con el pelo castaño totalmente revuelto. Y lo que había entendido, sin poder formulárselo, era que él mismo era invisible.

Se trataba de una visión distinta de cuando vio al padre intentando cazar con el cepillo de fregar. Ahora iba tras algo que solamente él podía ver y eso le dio más miedo que si le hubiera puesto un hacha encima de la cabeza.

Mientras se halla tumbado en la cama escuchando, sabe también que los próximos días van a ser tranquilos. Su padre se quedará inmóvil en la cama hasta que por fin se levante, coja su tosca ropa de trabajo y de nuevo se encamine hacia el bosque, a cortar leña para Iggesund o para Marma Långrör.

Ninguno de los dos, ni el padre ni el hijo, va a hacer la más mínima mención acerca del fregado nocturno. Porque el muchacho, en su cama, lo rechaza como un espejismo desagradable, hasta que vuelva a despertarse otra vez cuando el padre empiece a fregar para echar afuera sus demonios.

Pero ahora es febrero de 1956. Hans Olofson tiene doce años y dentro de unas horas deberá vestirse, comer a bocados algunas rebanadas de pan, coger su macuto y, en medio del frío, salir hacia la escuela.

La oscuridad nocturna es una figura ambivalente, amiga y enemiga a la vez. En la oscuridad pueden levantarse pesadillas y terrores imperceptibles. Los crujidos de las vigas de madera en medio del frío intenso se convierten en dedos que intentan atraparle. Pero la oscuridad también puede ser una amiga, una oportunidad para tejer pensamientos ante lo que está por llegar, eso a lo que se le llama futuro.

Se imagina abandonando por última vez esta cabaña solitaria a orillas del río, corriendo hasta el otro lado del puente, desapareciendo bajo sus arqueados tramos, fuera, en el mundo, aproximándose a Orsa Finnmark.

«¿Por qué estoy precisamente aquí?», se pregunta.

«¿Por qué yo y no otra persona?»

Sabe con exactitud cuándo fue la primera vez que reflexionó acerca de esta decisiva cuestión.

Sucedió después de una luminosa tarde de verano. Había estado jugando en la fábrica de ladrillos abandonada que hay más allá del hospital. Se habían dividido en grupos de buenos y malos, sin precisar mucho más acerca de cómo jugarían, y unas veces había habido tormenta, y otras defendían el edificio medio derruido y sin ventanas. Solían jugar allí, no sólo porque estaba prohibido, sino también porque una casa en ruinas era como una sucesión interminable de decorados que se adaptaban a todo. La identidad de la casa se había perdido y, a través del juego, le daban una apariencia que cambiaba continuamente. La ruinosa fábrica de ladrillos se hallaba indefensa. Las sombras de las personas que habían trabajado allí ya no estaban para defender el edificio. Los que jugaban la dominaban. Sólo muy de vez en cuando venía algún padre rugiendo y sacaba a su hijo del juego salvaje. Había pozos en los que podían caerse, escaleras podridas por las que rodar, puertas de horno oxidadas que podían pillar manos y piernas. Pero los que jugaban conocían los riesgos y los evitaban, habían explorado los caminos seguros que podían tomar en el inmenso edificio.

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