Pero por supuesto también roban. Una noche se llevan una botella de aguardiente de un coche sin cerrar que se halla a la puerta del Hotel Turist y pasan su primera borrachera sentados en las piedras a orillas del río.
Uno sigue al otro, uno conduce al otro. No se enfadan nunca.
Pero como es natural, no comparten todos los secretos.
A Hans Olofson le humilla mucho el hecho de que Sture tenga siempre tanto dinero. Cuando la sensación de desventaja es demasiado fuerte, Hans Olofson decide que su propio padre es un inútil que carece del sentido común suficiente para asegurarse ingresos sólidos.
El secreto para Sture es al revés. En Hans Olofson ve a un aliado capaz, pero también a alguien que, afortunadamente, él no tiene que ser.
¿Acaso piensan los dos que su amistad es imposible? Pero ¿cuánto tiempo puede alargarse esta unión sin que se rompa? El precipicio está ahí, ambos suponen que muy cerca, pero ninguno quiere provocar la catástrofe.
En su amistad se desarrolla también una tendencia malvada. Ninguno sabe de dónde proviene, pero de repente está ahí. Y apuntan con sus armas negras contra la mujer sin nariz de Ulvkälla.
La mujer sin nariz contrajo en su juventud mononucleosis, por lo que fue necesario operarla de la nariz. Pero Stierna, el médico de urgencias que hay en ese momento en el hospital, tiene un mal día, la nariz desaparece del todo bajo el corte de sus manos torpes, y la mujer se ve obligada a volver a casa con un agujero en medio de los ojos. En ese momento tiene diecisiete años y en dos ocasiones intenta ahogarse, pero las dos veces sale a flote en la orilla. Vive sola con su madre, que es costurera y que muere antes de que haya transcurrido un año de la catastrófica operación.
Si Harry Persson, el pastor de la Iglesia libre, al que llaman comúnmente Hurrapelle, no se hubiera apiadado de ella, con toda seguridad habría conseguido quitarse la vida. Pero Hurrapelle la llevó a los bancos de madera de la iglesia baptista, que se encontraba entre los dos lugares que se consideraban más pecaminosos, la cervecería y la Casa del Pueblo. En la iglesia se rodeó de unas compañías que no creía que existieran. En la parroquia había dos enfermeras bastante mayores que no se asustaban ante la mujer sin nariz ni del agujero que tenía entre los ojos, en el que introducía un pañuelo. Habían servido como misioneras en África durante muchos años, la mayor parte del tiempo en la cuenca del Congo Belga, y allí habían visto cosas más indignantes que personas sin nariz. Llevan consigo recuerdos de leprosos putrefactos y de los grotescos cuerpos inflados como bolsas a causa de la elefantiasis. Para ellas la mujer sin nariz era un gratificante recuerdo de que la misericordia cristiana debía hacer milagros incluso en un país tan ateo como Suecia.
Hurrapelle envió a la mujer sin nariz a que fuera puerta por puerta con las publicaciones parroquiales en la mano, y nadie se negó a comprarle un ejemplar. De pronto se había convertido en una mina de oro para Hurrapelle y en seis meses ya pudo cambiar su oxidado Vauxhall por un flamante Ford.
La mujer sin nariz vivía en Ulvkälla en una casa apartada, y una noche Sture y Hans Olofson se apostaron junto a su oscura ventana. Escucharon un rato sin moverse y luego regresaron atravesando el puente del río.
A la noche siguiente volvieron y clavaron en la puerta una rata muerta. El fantasma de la costumbre les inducía a hacer sufrir.
En una de esas intensas semanas de verano, una noche desenterraron un hormiguero y lo echaron por la ventana entreabierta de ella. Otra noche untaron de barniz sus groselleros y al final le metieron una corneja sin cabeza en el buzón de correo, junto con algunas páginas rotas de un número pegajoso de la revista Cocktail que habían encontrado en un contenedor de basura. Dos noches después volvieron, esta vez equipados con las tijeras de podar de Nyman, el portero. Planeaban acabar con todas sus flores.
Mientras Hans Olofson vigilaba en la esquina de la casa, Sture cargó contra uno de los cuidados arriates. En ese momento se abre la puerta y la mujer sin nariz está ahí en albornoz claro y les pregunta, totalmente tranquila, sin pena ni enfado, por qué hacen esas cosas.
Siempre habían determinado cuándo era el momento de retirarse. Pero en vez de desaparecer como dos ratones atrapados se quedan inmóviles, bajo el influjo de una presencia que no pueden evitar.
«Un ángel», piensa Hans Olofson mucho tiempo después, muchos años después de que haya desaparecido, en la noche tropical africana. Ahora que está muerta la recuerda como un ángel bajado del cielo, y con este viaje se propone hacer realidad el sueño que ella le ha encargado.
La mujer sin nariz se halla ante la puerta aquella noche estival. Su albornoz blanco brilla entre las luces grises del amanecer. Espera la respuesta de ellos, que no llega nunca.
Entonces se hace a un lado y les pide que entren en la casa. Su ademán es irresistible. Se mueven de forma silenciosa al lado de ella, en la cocina que acaba de limpiar. Hans Olofson reconoce de inmediato el olor a jabón, el de las furiosas limpiezas de su padre, y piensa que tal vez la mujer sin nariz también se pasa destructivas noches en vela restregando.
Su delicadeza los hace débiles, indefensos. Si del hueco en el que una vez tuvo la nariz hubiera salido fuego y azufre, habrían podido manejar la situación. Se vence con más facilidad a un dragón que a un ángel.
El olor a jabón se mezcla con el del cerezo que hay al otro lado de la ventana abierta de la cocina. Un reloj de pared produce un sonido áspero.
Los merodeadores bajan la mirada hasta clavarla en el suelo.
En la cocina está todo tranquilo, como si estuvieran rezando. Y tal vez también la mujer sin nariz se dirige en silencio al dios de Hurrapelle buscando consejo acerca de cómo va a conseguir que los dos frustrados vándalos le expliquen por qué una mañana encontró su cocina llena de hormigas furiosas.
En la cabeza de los dos compañeros de armas no hay absolutamente nada. Los pensamientos están atascados como si se hubieran congelado. ¿Qué hay que explicar en realidad?
El fuerte y turbulento impulso de torturar no tiene en apariencia ningún punto de partida. Las raíces del odio se extienden en el subterráneo mantillo oscuro que apenas se puede percibir y mucho menos explicar.
Los dos se sientan en la cocina de la mujer sin nariz y, después de un buen rato sin que digan nada, la mujer los deja ir.
En el último momento les pide con toda amabilidad que vuelvan cuando crean que pueden explicarle el motivo de sus delitos.
El encuentro con la mujer sin nariz se convierte en un momento crucial. Vuelven a menudo a su cocina y surge entre los tres una gran intimidad. Ese año Hans Olofson cumple trece años y Sture catorce. Siempre son bienvenidos cuando llegan a la casa de ella. Como si lo hubieran acordado previamente, nunca se habla de la corneja decapitada ni del hormiguero. Se ha transmitido la disculpa en silencio, se ha recibido el perdón y se ha pasado página…
Una de las primeras cosas que descubren es que la mujer sin nariz tiene nombre. Y no es un nombre cualquiera, porque se llama Janine, un nombre que suena a perfume extraño y místico.
Ella tiene nombre, voz, cuerpo. Todavía no ha cumplido los treinta años. Aún es joven. Empiezan a imaginarse un vago resplandor de belleza cuando logran desviar su atención y ver más allá del agujero abierto que hay bajo sus ojos. Imaginan latidos del corazón y pensamientos furtivos, deseos y sueños. Y como si fuera la cosa más natural del mundo, los guía a través de la historia de su vida, les describe el espantoso momento en que se dio cuenta de que el cirujano le había cortado toda la nariz, y la siguen en dos ocasiones a las profundidades del oscuro río y sienten cómo se rompe la soga que la arrastra en el descenso precisamente cuando sus pulmones están a punto de explotar. La siguen como sombras invisibles hasta el banco de penitencia de Hurrapelle, escuchan el místico abrazo de redención y al final se quedan junto a ella cuando ve las hormigas arrastrándose por el suelo de la cocina.
Читать дальше