Sabe los pasos, le ha enseñado Janine. Pero no le ha podido enseñar a atreverse a invitar a una chica a bailar.
Tiene que pasar la prueba de fuego él solo y se pisa a sí mismo los dedos de los pies con rabia por no conseguir invitar a ninguna de las muchas jóvenes que esperan en el borde de la pista de baile, temblando de deseo y temor por bailar. Encima de la pista, como flotando, se mueven Los Envidiables, Las Bellas y Las Buenas Voluntades. A las que siempre invitan a bailar y apenas les da tiempo de llegar al borde de la pista pues ya las han vuelto a sacar. Bailan con los hombres de paso seguro, coche propio y buena presencia. Hans Olofson ve deslizarse a la que fue elegida Lucía [1]el año anterior, en brazos del conductor Juhlin, que lleva uno de los grandes vehículos de la Administración de Carreteras. Huele a sudor, los cuerpos despiden vaho y Hans Olofson se dice que tiene que estar allí, como sea…
«La próxima vez», piensa. «La próxima vez me tiro a la piscina…»
Pero cuando se ha decidido por la hija de la enfermera del distrito, y ha adoptado la postura y la dirección del pie que corresponden, es demasiado tarde. Como ángeles salvadores, los hermanos Holmström llegan dando gritos, rebosando energía y calor después de despotricar violentamente en la pista. En el servicio de caballeros se refrescan con aguardiente templado e historias impúdicas. Detrás de una de las puertas cerradas se oye a alguien vomitando.
Después salen otra vez y ahora Hans Olofson tiene prisa. Ahora va a cruzar la línea pase lo que pase, de lo contrario se hundirá en el desprecio a sí mismo. Se mete en la pista con piernas temblorosas en el mismo momento en que Kringström inicia una variante sumamente lenta de All of me. Se queda ante una de las damas de honor de la fiesta de santa Lucía del año anterior. Ella va detrás de él, en medio del gentío, y después se abren paso hasta la abarrotada pista de baile…
Muchos años después, en su casa junto a la orilla del Kafue, con una pistola cargada debajo de su almohada, recordará All of me, el calor del humo de la estufa y a la dama de honor con la que se abría paso en la pista de baile. Cuando se despierta de repente en la noche africana, empapado en sudor, asustado por algo que ha oído o cree haber oído en la oscuridad, recuerda esos momentos. Puede verlo todo como era.
Kringström interpreta ahora otra canción. La Paloma o Twilight Time, no recuerda cuál de las dos. La ha bailado con la dama de honor, ha tomado un trago más de la botella de los hermanos Holmström, y ahora va a bailar de nuevo. Pero cuando se pone delante de ella, le tiemblan las piernas, ella sacude la cabeza y mira hacia otro lado. Cuando extiende el brazo para alcanzar el suyo, lo rechaza. Ella hace muecas diciendo algo, pero suenan los tambores y cuando se inclina hacia ella para oír lo que dice pierde el equilibrio. Sin saber cómo, se encuentra de pronto con la cabeza en un maremagno pies y zapatos. Cuando intenta incorporarse, siente que una recia mano lo levanta por el cuello. Es el portero Gullberg, que ha estado atento y ha descubierto al muchacho que, borracho, se arrastra por el suelo, y decide expulsarlo inmediatamente.
En la noche africana recuerda la humillación, y el malestar es tan fuerte como en el momento en que ocurrió…
Aquella tarde de otoño se aleja tambaleándose de la Casa del Pueblo y sabe que Janine es la única persona a la que puede contarle su desdicha. La despierta cuando golpea su puerta. La saca de repente de un sueño en el que había vuelto a ser una niña. Pero cuando abre la puerta medio dormida, Hans Olofson está ahí con los ojos muy abiertos.
Lentamente, él va saliendo de su reserva y ella espera paciente, como siempre. Se da cuenta de que está borracho y molesto, pero espera, lo deja libre en su silencio. Cuando se sienta en la cocina de Janine y ve nítida la imagen de su derrota, la amplía a proporciones grotescas. Nadie puede haberse expuesto a mayor ignominia que él, ni los locos que intentan quemarse a sí mismos ni los que en las noches de invierno deciden echar abajo la iglesia con una fría palanca.
Ahí estaba él, tirado entre todos aquellos pies y zapatos. Levantado en el aire como un gato al que agarran por el pescuezo.
Extiende una colcha y una manta en la habitación en la que está el gramófono y le dice que se tumbe. Sin decir una palabra, él se tambalea y cae en el sofá. Ella cierra la puerta y luego se acuesta en su cama, sin poder dormir. Se revuelve inquieta, esperando algo que nunca va a ocurrir…
Cuando Hans Olofson se despierta por la mañana, con las sienes palpitándole y la boca reseca, un sueño permanece en su inconsciente. Se abre la puerta, Janine entra en su habitación y se tumba en el suelo mirándolo desnuda.
El sueño es como un prisma tallado, claro como una imagen fuera de la realidad. Se introduce entre la niebla del arrepentimiento… «Tiene que haber ocurrido», piensa. «Tiene que haber entrado esta noche aquí, sin ropa…»
Se levanta del sofá y va sigilosamente a la cocina a beber agua. La puerta de la habitación de ella está cerrada, se para a escuchar y oye sus leves ronquidos. Las manecillas del reloj señalan las cinco menos cuarto y vuelve a deslizarse en el sofá, para dormirse otra vez y soñar, o para olvidar que existe…
Cuando se despierta varias horas después, ya amanece y Janine está sentada a la mesa de la cocina, con su bata de andar por casa, haciendo punto. Al verla, quiere quitarle de las manos lo que está haciendo, desatarle la bata y enterrarse en su cuerpo. Hasta que la puerta de esta casa al sur del río se cierre para siempre. Nunca volverá a dejar esta casa.
– ¿En qué piensas? -pregunta ella.
«Lo sabe ya», se le ocurre enseguida. «No vale la pena mentir, nada vale la pena.» Las dificultades de la vida se amontonan ante él como inmensos icebergs. ¿Qué se imagina en realidad? ¿Que va a encontrar una contraseña con la que podrá controlar esta maldita vida?
– Estás pensando -dice ella de nuevo-. Lo noto. Tus labios se mueven como si hablaras con alguien. Pero no oigo lo que dices.
– No estoy pensando -contesta-. ¿En qué iba a pensar? ¡Tal vez no soy capaz de pensar!
– Sólo hablas de ti mismo -replica ella.
Una vez más, imagina que va hacia ella y le quita el cinturón de la bata. Después le pide que le preste un suéter y desaparece en el escarchado paisaje otoñal.
En la Casa del Pueblo, la esposa del portero Gullberg está limpiando. Cuando llama, ella abre la puerta trasera malhumorada. Su abrigo cuelga todavía de la percha como un trozo de cuero abandonado. Le da la ficha con el número.
– ¿Cómo puede olvidar uno la ropa? -pregunta ella.
– Se puede -contesta Hans Olofson y se va…
Poco a poco se da cuenta de que el olvido puede ser enorme.
Las estaciones del año cambian, el río se congela para volver a desbordarse de nuevo. Por mucho que tale su padre, los bosques de abetos se mantienen inmóviles en el horizonte. El tren de cercanías traquetea encima del puente y, dejando atrás las estaciones del año, Hans Olofson va y viene de casa de Janine. El río del conocimiento por el que transita lentamente, año tras año, no le descubre ningún Objetivo. Pero sigue transitándolo y esperando.
Se encuentra fuera de la casa de Janine. Los sonidos de su trombón se escapan a través de una ventana entreabierta. Cada día está allí, y cada día decide quitarle el cinturón de la bata. Cada vez con más frecuencia decide visitarla cuando piensa que no va a estar vestida. Llama a su puerta los domingos por la mañana temprano, otras veces se planta en su escalera a altas horas de la madrugada. El cinturón que está atado alrededor de su bata brilla como fuego.
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