Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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– No lo sé -contesta él-. Algo saldrá.

– Nosotros también nos iremos a mediados del próximo invierno -dicen los hermanos cambiándose las botas llenas de estiércol por unos zapatos de baile negros.

Quieren invitarlo a un trago de aguardiente.

– Maldito tratante de caballos -dicen mientras comparten la botella-. ¡Si ves un Saab, somos nosotros! No lo olvides…

Aquella tarde de primavera cruza rápidamente el puente para comunicarle a Janine su decisión. Ella todavía no ha vuelto de uno de los gloriosos Encuentros de Primavera de Hurrapelle, por lo que da un paseo alrededor del jardín recordando el momento en que él y Sture untaron de barniz sus groselleros. Deja atrás el recuerdo, prefiere no acordarse de la irreflexiva hazaña.

«¿Quién puede entender aquello? ¿No es la vida lo realmente difícil de manejar, con todas esas cosas incomprensibles que nos engañan acechándonos tras las esquinas por las que hemos de pasar? ¿Quién puede controlar en verdad los oscuros impulsos de origen desconocido que se esconden en nuestro interior?

»Espacios secretos y caballos salvajes», piensa. «Eso es lo que se lleva dentro.»

Baja las escaleras y piensa en Sture. «Tiene que encontrarse en algún sitio. ¿Estará en un hospital apartado o en una de las estrellas más lejanas del universo?» Ha pensado muchas veces en preguntar por él a Nyman, el conserje del juzgado. Pero nunca lo ha hecho.

Ya tiene demasiado. Prefiere no estar totalmente seguro de nada. Sin embargo, puede ver ante sí lo desagradable, casi con excesiva claridad. Un tubo de metal, grueso como la boquilla de una cafetera, metido en la garganta. ¿Y el pulmón artificial? ¿Qué puede ser? Ve un gran escarabajo que abre su cuerpo y rodea a Sture bajo las alas brillantes.

¿Pero no poder moverse, un día tras otro, es una vida completa? Intenta imaginárselo sentándose totalmente rígido en la escalera de Janine, pero no funciona. No puede entenderlo. Por eso es mejor no estar seguro al cien por cien de nada. Así hay una puerta pequeña que tal vez se pueda abrir. Una puerta pequeña a la idea de que Sture puede haberse curado, o que el puente de hierro, el río y el chándal rojo sólo han sido un sueño…

Se oyen crujidos en el camino de gravilla y es Janine, que llega. Está tan absorto en sus pensamientos que no la oye abrir la verja. Se levanta de golpe, como si hubiera estado haciendo algo prohibido.

Janine aparece con un abrigo blanco y un vestido azul claro. Al atardecer, la luz cae de tal modo que el pañuelo blanco que se pone bajo los ojos parece del mismo color que su piel.

Algo sucede, un estremecimiento. Algo más importante que todos los malvados tratantes de ganado…

¿Cuánto tiempo hace de eso? Dos meses ya. Una mañana, Under llevó a una empleada joven y asustada a la cuadra, entre los caballos. Alguien que había encontrado en una mansión solitaria en la profundidad de los bosques de Halsinge. Alguien que quería salir de allí, que entendía de caballos, y que él metió en el asiento de atrás de su Buick…

Hans Olofson la había amado sin límites. Durante el mes que estuvo en la cuadra había dado vueltas alrededor de ella como una mariposa vigilante, y cada tarde había retrasado la salida para quedarse a solas con ella.

Pero un día ella desapareció. Under la había llevado de vuelta a su casa y no paraba de refunfuñar algo acerca de que los padres llamaban a todas horas para saber cómo se las arreglaba.

La había amado y al anochecer, cuando el pañuelo no se ve, también ama a Janine. Pero le asusta la capacidad que tiene ella para leerle las ideas. Por eso se levanta deprisa, escupe en la gravilla y le pregunta dónde demonios ha estado.

– Hemos tenido Encuentro de Primavera -dice ella.

Se sienta a su lado en la escalera y miran un gorrión que salta alrededor de la huella de un pie que ha quedado marcada en la gravilla.

Uno de los muslos de ella tropieza con su pierna.

«La chica del establo», piensa él. Marie o Rimma, como la llamaban. Una vez se quedó, se escondió detrás del heno y la vio desnudarse y lavarse al lado del grifo de agua. Estaban tan cerca que a él poco le faltó para lanzarse sobre ella, para penetrarla, para dejarse absorber por ese Misterio incomprensible…

El gorrión se agazapa en la huella de la gravilla. Janine roza y empuja su pierna. ¿No sabe lo que está haciendo? Los caballos salvajes tiran y tratan de soltarse cuando están encadenados en sus cuadras. ¿Qué pasa si se sueltan? ¿Qué puede hacer?

De repente, ella se levanta, como si le hubiera leído los pensamientos.

– Tengo frío -dice-. En la iglesia había corriente de aire y él ha hablado hoy mucho tiempo.

– ¿Hurrapelle?

Ella se ríe de él.

– Sin duda, es el único que no sabe cómo le llamamos -dice ella-. Seguramente se enfadaría si lo supiera.

En la cocina le cuenta que se ha despedido del tratante de caballos. ¿Pero qué pasó en realidad? ¿Cómo ocurrió? Se describe a sí mismo indignado y levantando la voz; al tratante de caballos, en cambio, pequeño como un enano tembloroso. Pero ¿no era su voz la que apenas se oía y mascullaba las palabras de tal modo que apenas se le podía entender? ¿Es él demasiado pequeño o el mundo demasiado grande?

– ¿Qué vas a hacer? -pregunta ella.

– Creo que voy a empezar el bachillerato y pensar un poco -contesta él.

Y eso es también lo que ha decidido. Tiene calificaciones suficientes para ello, lo sabe, se lo ha confirmado el jefe de estudios Gottfried. Quizá sea más difícil convencer a Erik Olofson de la utilidad de volver a un banco de escuela roto por el uso.

– Hazlo -dice ella-. Seguro que te las arreglarás bien.

Pero él se defiende.

– Si no me va bien me marcho de viaje -dice-. Está el mar. Pero al tratante de caballos no vuelvo más. Que torturen otros a los caballos…

Cuando regresa de la casa de Janine, baja a sentarse en su pedrusco. Corre el agua del deshielo primaveral y un tronco muy grande se ha quedado atascado en el cabo del Parque del Pueblo. «Las complicaciones de la vida», piensa.

Esa tarde puede contarle a su padre la decisión que ha tomado, da igual un día que otro. Permanece sentado hasta que el tren de cercanías tiembla encima del puente y desaparece luego en el bosque. El agua del deshielo baja danzando…

Al llegar a casa, Erik Olofson está sentado puliendo el pequeño revólver con empuñadura de nácar. El revólver que compró una vez a un chino que encontró en Newport News, el revólver que le costó nueve dólares y una chaqueta. Se sienta al otro lado de la mesa de la cocina y observa al padre que, con mucho cuidado, frota la reluciente culata.

– ¿Se puede disparar con ella? -pregunta.

– Naturalmente que se puede -contesta Erik Olofson-. ¿Piensas que compraría un arma que no pudiera utilizar?

– ¿Cómo se supone que iba a saberlo?

– No, cómo ibas a saberlo.

– Exactamente.

– ¿A qué te refieres?

– A nada. Pero he dejado de trabajar con ese asqueroso tratante de caballos.

– Nunca deberías haber empezado a trabajar con él. ¿Qué te dije?

– ¿Me dijiste algo?

– Te dije que te quedaras en el almacén de la Asociación de Comerciantes.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– No escuchas lo que te digo.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Luego llegas a casa y dices que no he dicho nada.

– No debería haber empezado a trabajar en ese almacén. Y también he terminado con el maldito tratante de caballos.

– ¿Qué te dije?

– No me dijiste nada.

– ¿No te dije que te quedaras en el almacén?

– ¡Tendrías que haberme dicho que no empezara a trabajar allí!

– ¿Por qué tendría que habértelo dicho?

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