Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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– ¡Ya lo he dicho! ¿No vas a preguntarme qué pienso hacer ahora?

– Por supuesto.

– Entonces, ¡pregunta!

– No creo que haya nada que preguntar. Si tienes algo que decir, adelante. Esta culata nunca queda limpia del todo.

– Yo la veo reluciente.

– ¿Tú qué sabes de culatas de nácar? ¿Sabes lo que es el nácar?

– No.

– Entonces.

– Voy a empezar el bachillerato. Ya me he informado y tengo calificaciones suficientes.

– Ya veo.

– ¿Es todo lo que tienes que decir?

– ¿Qué quieres que diga?

– ¿Te parece bien?

– Yo no soy el que va a estudiar.

– ¡Mierda!

– No seas mal hablado.

– ¿Por qué?

– Eres demasiado joven.

– ¿Cuántos años hay que tener para hablar mal?

– Dímelo tú…

– ¿Tú qué crees?

– Creo que te tendrías que haber quedado en el almacén. Es lo que siempre he dicho…

La primavera, el verano, tan corto, tan fugaz, y enseguida llega la época de las bayas de serba, y Hans Olofson va a hacer su entrada en el instituto. ¿Qué ambiciona en realidad? No ser el mejor, pero tampoco el peor. Estar en algún sitio en medio de la corriente, siempre lejos de los precipicios. No tiene intención de ponerse a la cabeza y alejarse nadando…

Hans Olofson se convierte en un alumno que los profesores olvidan. A veces puede parecer tranquilo, casi lento. Es de los que cuando se les pregunta contestan en general, y no del todo erróneamente. Pero ¿por qué no levanta nunca la mano cuando, al fin y al cabo, sabe las cosas? Y en geografía tiene amplios conocimientos de la mayor parte de los sitios extraños. Puede hablar de Pamplemousse como si hubiera estado allí. Y de Lourenco Marques, donde quiera que se encuentre…

Hans Olofson nunca se ahoga en el río del saber, en el que nada durante cuatro largos años. Se vuelve inaccesible y pasa lo más inadvertido posible en medio de la clase. Allí marca su territorio y crea su escondrijo. Se convierte en una capa de protección contra la indecisión.

¿Qué espera realmente de esos cuatro años? No tiene proyectos de futuro. Sus sueños van por otros derroteros.

Con serena obsesión espera que cada lección le descubra el Objetivo de su vida. Sueña con ese momento decisivo, cuando pueda cerrar los libros, levantarse y marcharse para no volver nunca más. Mira a los profesores con atención, busca su guía…

Pero la vida es como es y hay muchos otros fuegos que también arden en su interior durante esos últimos años que vive junto al río. Se adentra en la edad en que hay un pirómano en cada persona, equipado con su propia piedra de mechero en un mundo generalmente incomprensible. Son las pasiones que se inflaman y se apagan, que vuelven a empujarlo con velocidad, lo consumen, pero una vez más logra salir con vida de las cenizas.

Las pasiones liberan unas fuerzas que le dejan asombrado. En ese momento cree que está rasgando las últimas capas que lo mantienen unido a su infancia, a ese tiempo que tal vez empezó y terminó de forma simultánea en las ruinas de la fábrica de ladrillos, cuando descubrió que él era precisamente él y no otra persona, nadie más.

Y las pasiones se inflaman hasta llegar a las notas monótonas de la orquesta Kringström. Ahí hay bajos y trompetas, clarinete, guitarra y acordeón. Dando un suspiro, empiezan con Velas rojas al atardecer, cansados hasta que no pueden más después de miles de años de incesante interpretación en la pista de baile de la Casa del Pueblo, donde siempre hay corriente de aire. Kringström, que ya ni siquiera recuerda su nombre de pila, padece bronquitis crónica después de haber estado continuamente expuesto al humo de los cigarrillos, al calor de las estufas y a las corrientes de aire de las puertas que se abren y se cierran por el constante trasiego de gente. Cierta vez, durante su juventud, deseó ser compositor. No de los graves y pesados que componen para la posteridad, sino ligero y popular, un compositor especializado en canciones pegadizas. ¿Pero qué le pasó? ¿Qué le queda de la pálida sonrisa de la vida? Las melodías no aparecieron, no salieron nunca del acordeón por mucho que buscara inspiración, por mucho que intentara tocarlas con los dedos. Todo estaba ya escrito y formó su orquesta para sobrevivir. La gente patalea ahora en las pistas de baile mientras ellos siguen tocando hasta el momento en que la eternidad los empuje al último precipicio. La música que una vez fue un sueño se ha convertido en un suplicio. Kringström tose y ve ante sí un espantoso muerto por cáncer de pulmón. Pero sigue tocando y, cuando suena la última nota, agradece los aplausos. Bajo la tarima de la orquesta hay, como siempre, jóvenes vociferantes y borrachos, incapaces de bailar, pero dispuestos a insultar si no les gusta la música. Hace tiempo que la orquesta Kringström ha dejado de intentar complacer al público, su música es algo monótono que sale de los instrumentos. Amortigua el sonido todo lo que puede con tapones para los oídos y sólo oye lo necesario para no perder el ritmo. Siempre que pueden hacen una pausa e intentan prolongarla al máximo. Beben café con licor en la desolada habitación trasera, donde una solitaria bombilla se balancea colgada del techo y en la pared hay un póster roto con un encantador de serpientes, se sientan en silencio y se turnan para entreabrir la puerta y echar un ojo a los instrumentos, por si a alguno de los jóvenes borrachos se le ocurre meterse titubeando en el escenario y posar los dientes en un clarinete…

Después de Velas rojas al atardecer viene Diana, y luego han de interpretar piezas más rápidas porque el público empieza a quejarse. Y la orquesta arremete con el fuerte sonido de Alligator Rock, mientras Kringström piensa que un ser perverso detrás de él le golpea la cabeza con un mazo. En la pista de baile, los jóvenes saltan y giran como locos, y Kringström a veces se imagina que está en un manicomio. Después de este estallido musical vienen otras dos piezas lentas y, a veces, Kringström se venga de la exigencia de los jóvenes interpretando un vals. Entonces la afluencia de gente en la pista disminuye y la ruidosa muchedumbre se encamina hacia las puertas giratorias que conducen al café, donde se puede mezclar perfectamente el aguardiente que cada uno trae con zumo de naranja. Hans Olofson llega a entrar incluso en ese mundo.

A menudo va en compañía de los hermanos Holmström. Aún no han encontrado a sus elegidas y han dejado al tratante de caballos abandonado a su suerte. El patrimonio, el proyecto que tenían de ser agrimensores, puede esperar un año más, y cuando las tardes en otoño empiezan a ser frías, se encaminan hacia los bailes del sábado de la Casa del Pueblo. Acaban de aparcar su Saab y tropiezan con Hans Olofson, que está apoyado en la pared sin saber si entrar o no. Le cogen enseguida del brazo, se lo llevan detrás de la peluquería de señoras y le invitan a aguardiente. Les ha afectado mucho el hecho de que se enfrentara al tratante de caballos y le comunicara que se iba. Casi todos los que abandonan el trabajo de Under son despedidos en toda regla. Pero Hans Olofson se plantó ante él y por eso se merece un trago y un abrazo protector.

Hans Olofson nota cómo el aguardiente le calienta la sangre y sigue a los dos hermanos en medio de la aglomeración. Gullberg, el portero, está al lado de la taquilla mirando con recelo el alboroto. No permite la entrada a los que van demasiado borrachos y eso suele provocar débiles protestas. Pero sabe que por delante de sus narices entra un litro tras otro de aguardiente y coñac, en bolsos y abrigos amplios. Pero pasan a través del ojo de la aguja, entran en el calor y el olor de las nubes de tabaco, en el mundo de las bombillas rotas. Los hermanos Holmström son jóvenes inexpertos en el baile, pero con suficiente aguardiente en el cuerpo son capaces hasta de invitar a bailar un decente foxtrot y hacerlo bien. Enseguida se encuentran con chicas que conocen de algún lejano verano y Hans Olofson se siente de repente desamparado.

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