Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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– Entiendo que tengan ustedes que intervenir -dice Hans Olofson.

– Comunicaré a mis superiores su complacencia -contesta el oficial de policía haciéndole el saludo militar.

– Se lo agradeceré -dice Hans Olofson-. Vuelva cuando quiera.

– ¡Me encantan los huevos! -grita el oficial de policía, y Hans Olofson ve desaparecer el coche en una nube de polvo.

De repente entiende algo de África. Comprende a la África joven, la angustia de los estados independientes.

«Debería reírme de este desvalido registro domiciliario», piensa. «De este joven oficial de policía que seguramente no entiende nada. Pero entonces cometería un error, ya que esa indefensión es peligrosa. En este país se cuelga a las personas, policías jóvenes torturan a personas, matan a personas con látigos y mazos. Reírse de esa indefensión puede ser lo mismo que exponerme a un peligro de muerte…»

El arco del tiempo crece. Hans Olofson continúa viviendo en África.

Cuando lleva nueve años en Kalulushi, llega una carta que le cuenta que su padre ha fallecido en un incendio. Una fría noche de enero de 1978, la casa junto al río ha quedado destruida por las llamas.

«Nunca se ha aclarado el motivo. Se te buscó en el entierro, pero no te hemos localizado hasta ahora. En el incendio murió además otra persona, una vieja viuda de apellido Wesflund. Se cree que el incendio empezó en el apartamento de ella. Pero seguramente nunca se aclarará del todo. No quedó nada, las llamas destruyeron la casa hasta los cimientos. Respecto a lo que se haga con el inventario de los bienes de tu padre, yo no soy la persona adecuada para dar semejante información…»

El nombre de la persona que firma la carta le recuerda vagamente a uno de los capataces de su padre cuando trabajaba en el bosque.

Lentamente, va cargando la pena sobre sí.

Se ve en la cocina, frente al padre sentado a la mesa. El fuerte olor a algodón mojado. Céléstine está en su vitrina, pero ahora es un trozo de carbón, un pedazo humeante. Ahí está, también carbonizada, la carta de navegación de la ruta marítima al estrecho de Malaca.

Al padre se lo imagina en una camilla bajo una sábana.

«Ahora estoy solo», piensa. «Si elijo no volver, mi madre va a continuar siendo un enigma, igual que el incendio.»

La muerte del padre se convierte en una deuda pendiente, tiene la sensación de haber cometido una traición, de haber abandonado.

«Ahora estoy solo», piensa de nuevo. «Voy a tener que soportar esta soledad mientras viva.»

Sin saber bien por qué, se sienta en el coche y va a la cabaña de Joyce Lufuma. Ella está de pie machacando maíz y se pone a reír y a mover los brazos cuando lo ve llegar.

– Mi padre ha muerto -dice.

Inmediatamente, ella comparte su pena y empieza a gemir, se tira al suelo aullando por una pena que en realidad es de él.

Se acercan otras mujeres, comprenden que en un país lejano ha muerto el padre del hombre blanco y enseguida forman parte del coro de gemidos. Hans Olofson se sienta bajo un árbol y se obliga a escuchar los atroces quejidos de las mujeres. Su propio dolor no tiene palabras, es una angustia que le clava las uñas en la carne.

Vuelve a su coche, oye por detrás los gritos de las mujeres y piensa que África rinde su homenaje a Erik Olofson. Un marinero que se ha ahogado en el mar de los bosques de Norrland…

A modo de peregrinación hace un viaje a los manantiales del río Zambezi, en el extremo noroeste del país. Viaja a Mwinilunga y a Ikelenge, duerme una noche en su coche, a la puerta del hospital de la misión en Kalene Hill, y continúa después a lo largo del casi intransitable camino de arena que conduce a la cuenca en la que nace el río Zambezi. Para llegar tiene que atravesar una amplia extensión de espeso y desértico monte.

Un sencillo túmulo de piedra marca el lugar. Se pone en cuclillas y ve que de vez en cuando caen gotas del bloque de piedra hecho pedazos. Un reguero, no más ancho que su mano, serpentea entre piedras y matorrales. Ahueca una de sus manos en el reguero y de este modo interrumpe el caudal del río Zambezi.

Pasado el mediodía se marcha de allí para que le dé tiempo a llegar a su coche antes de que oscurezca.

En ese momento decide quedarse en África. Ya no le espera nada. También saca fuerzas de la pena para ser sincero consigo mismo. Nunca va a poder transformar su granja en el modelo político que ha soñado. A pesar de que una vez estuvo firmemente decidido a no perderse nunca en laberintos ideológicos, lo ha hecho.

«Un blanco no puede nunca ayudar a los africanos a desarrollar su país partiendo de una posición de superioridad», piensa. «Desde abajo, desde dentro, seguramente se puede contribuir con conocimientos y nuevos modelos de trabajo. Pero nunca como un bwana. Nunca como alguien que tiene todo el poder en sus propias manos. Los africanos ven a través de las palabras y las medidas que se adoptan, ven al blanco como dueño y aceptan agradecidos los aumentos de sueldo que les hace, o la escuela que construye, o los sacos de cemento de los que él libremente quiera prescindir. Sus ideas sobre influencia y responsabilidad las perciben como caprichos sin importancia, gestos inesperados que aumentan la posibilidad de que el capataz pueda, por su cuenta, guardarse más huevos o piezas de repuesto que luego podrá vender.

»Un prolongado pasado colonial ha eximido a los africanos de todas las ilusiones. Conocen el mal carácter de los blancos, su continuo cambio de ideas, de lo que exigen en cuanto el negro se muestre entusiasmado. Un hombre blanco no pregunta nunca por las tradiciones, menos aún por las opiniones de los antepasados. El hombre blanco trabaja mucho y rápido, y la prisa y la impaciencia el hombre negro las relaciona con la poca inteligencia.

»La sabiduría del hombre negro es pensar mucho y detenidamente…»

Acude al manantial del río Zambezi en busca de un punto muerto inimaginable y confuso. «He construido mi granja con el impulso capitalista y con una capa de sueños socialistas», piensa. «Me he entretenido haciendo algo imposible, he sido tan inmaduro que ni siquiera he percibido las contradicciones más elementales que existen. Siempre he tenido en cuenta mi punto de partida, mis propias ideas, nunca las de los africanos, nunca África.

»Doy a los trabajadores negros una parte de las ganancias, más de lo que les daría Judith Fillington o cualquier otro granjero. La escuela que he edificado, los uniformes que pago son obra de ellos, no mía. Mi misión fundamental es mantener la granja unida, no permitir demasiados robos ni que los trabajadores dejen de ir. Nada más. Lo único que puedo hacer es, una vez entregada la granja a un colectivo de trabajadores, cederles la propiedad de la misma.

»Pero incluso eso es una ilusión. Porque no ha llegado el momento. La granja se vendría abajo, algunos se enriquecerían, otros quedarían excluidos y serían más pobres aún.

»Lo que puedo hacer es seguir llevando la granja como hasta ahora, pero sin romper la tranquilidad con ideas repentinas que, al fin y al cabo, nunca significarán nada para los africanos. Su futuro es obra de ellos mismos. Colaboro en la producción de comida, y eso siempre es tiempo bien invertido. Realmente, no sé nada acerca de lo que piensan los africanos de mí. Tengo que preguntárselo a Peter Motombwane y tal vez también pedirle que lo averigüe sondeando a mis trabajadores. ¿Qué pensarán Joyce Lufuma y sus hijas?»

Vuelve a Kalulushi con una sensación de sosiego.

Se da cuenta de que nunca va a llegar a entender por completo los ocultos entresijos de la vida. «A veces hay que evitar plantearse ciertas preguntas», piensa. «Hay respuestas que simplemente no existen.»

Mientras atraviesa la verja de la granja, se acuerda del huevero Karlsson, que aparentemente ha sobrevivido al incendio. «En mi infancia tuve de vecino a un vendedor de huevos», piensa. «Si en aquel momento me hubieran dicho que un día sería vendedor de huevos en África, no me lo hubiera creído. Creérselo habría sido una insensatez.

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