– ¿Realmente has venido hasta aquí sólo para visitar su tumba?
– Cuando era muy joven seguí su destino. No acabaré hasta que vea su tumba.
– Harry Johanson, cuando quería estar solo y meditar, se sentaba a la sombra de este árbol, solía refugiarse aquí. Entonces, nadie podía molestarle. He visto también una fotografía suya sentado aquí. Era bajo de estatura, pero tenía mucha fuerza física. Además era muy vehemente. Todavía hay africanos que le recuerdan. Cuando se enfadaba podía levantar una cría de elefante por encima de su cabeza. Obviamente, esto no es cierto, pero sirve para que te hagas una idea de su fuerza.
Deja la taza de café.
– Voy a enseñarte su tumba -dice-. Por desgracia, después tengo que dedicarme a mi trabajo. No funciona nuestra bomba de agua.
Van cuesta arriba a lo largo de una senda sinuosa hacia una colina. De vez en cuando se vislumbra el espejo del río a través de los tupidos matorrales.
– No vayas allí sin Joseph -le advierte Patrice LeMarque-. Hay muchos cocodrilos.
El terreno se nivela y forma un rellano en el alto cerro. De repente, Hans Olofson está ante una simple cruz de madera.
– Es la tumba de Harry Johanson -dice Patrice LeMarque-. Tenemos que cambiar la cruz cada cuatro años porque se la comen las termitas. Pero él quería tener una cruz de madera sobre su tumba. Hacemos su voluntad.
– ¿Qué sueños tenía Harry Johanson en realidad? -pregunta Hans Olofson.
– No creo que tuviera mucho tiempo para soñar. Una misión en África implica un trabajo práctico continuo. Era mecánico, artesano, agricultor, comerciante. Harry Johanson tenía futuro en todos esos campos.
– ¿Pero la religión?
– Nuestro mensaje está plantado en el maizal. El evangelio es algo imposible si no se rodea de la vida cotidiana. La conversión es una cuestión de pan y salud.
– ¿Pero es a pesar de todo la conversión lo decisivo? ¿La conversión de qué?
– Superstición, pobreza y magia.
– Puedo entender la superstición, pero ¿cómo puede sacarse a alguien de la pobreza?
– El mensaje inspira esperanza. Los conocimientos dan ánimo.
Hans Olofson piensa en Janine.
– ¿Harry Johanson era feliz? -pregunta.
– ¿Quién conoce los pensamientos más íntimos de otra persona? -pregunta a su vez Patrice LeMarque.
Vuelven al mismo sitio del que partieron.
– No conocí a Harry Johanson -dice Patrice LeMarque-. Pero debe de haber sido una persona original y obstinada. Cuanto más viejo se hacía, menos parecía entender. Aceptaba que África siguiera siendo un país desconocido.
– ¿Se puede vivir por tiempo indeterminado en un mundo desconocido, sin intentar transformarlo para que nos recuerde el mundo que hemos dejado en algún momento?
– Una vez tuvimos un sacerdote joven de Holanda. Valiente y fuerte, abnegado. Pero un día, sin previo aviso, se levantó de la mesa cuando estábamos cenando y se fue directamente al monte. Decidido, como si supiera hacia dónde iba.
– ¿Qué ocurrió?
– Nunca lo encontraron. Parecía que su meta era ser absorbido, no regresar. Algo se rompió.
Hans Olofson piensa en Joseph y sus hermanas y hermanos.
– ¿Qué piensan los negros en realidad? -pregunta.
– Aprenden a conocernos a través del dios que les mostramos.
– ¿Pero no tienen sus propios dioses? ¿Qué hacen con ellos?
– Dejan que desaparezcan por sí mismos.
«Es un error», piensa Hans Olofson. «Pero para aguantar, tal vez un misionero debe dejar de ver ciertas cosas.»
– Voy a buscar a alguien que pueda enseñarte los alrededores -dice Patrice LeMarque-. Lamentablemente, casi todos los que trabajan aquí están en este momento en la campiña. Visitan las aldeas apartadas. Le voy a pedir a Amanda que te enseñe los alrededores.
Al caer la tarde le enseñan a Hans Olofson el hospital. El hombre pálido, que se llama Dieter, le comunica que Amanda Reinhardt, a quien Patrice LeMarque ha designado para que le acompañe, está ocupada y le pide disculpas por no poder hacerlo.
Cuando vuelve de visitar la tumba de Harry Johanson, Joseph se sienta al lado de su puerta. Rápidamente se da cuenta de que Joseph está asustado.
– No voy a desvelar nada -dice.
– Bwana es un buen Bwana -dice Joseph.
– ¡Deja de llamarme Bwana!
– Sí, Bwana.
Bajan al río y buscan cocodrilos, no ven ninguno. Joseph le muestra los extensos cultivos de maíz de Mutshatsha. Ve por todas partes mujeres con azadas en las manos, inclinadas sobre la tierra.
– ¿Dónde están los hombres? -pregunta.
– Los hombres toman decisiones importantes, Bwana. También puede ser que estén preparando el whisky africano.
– ¿Decisiones importantes?
– Decisiones importantes, Bwana.
Después de tomar la comida que le ha servido el hombre cojo, se sienta a la sombra del árbol de Harry Johanson.
No comprende a qué se debe el vacío que caracteriza la misión. Trata de pensar que Janine realmente había llevado a cabo su largo viaje.
El ocio le incomoda. «Tengo que volver a casa», piensa. «Volver a lo que tengo pendiente por hacer, sea lo que sea…»
Al anochecer, Amanda se presenta en su puerta. Él duerme tumbado en la cama. Ella lleva un farol de queroseno. Es baja y regordeta. Habla inglés con acento alemán.
– Lamento que te hayas quedado solo -dice-. Pero en estos momentos somos muy pocos aquí y hay mucho por hacer.
– He estado pensando en Harry Johanson -dice Hans Olofson.
– ¿En quién? -pregunta ella.
En ese mismo instante aparece entre las sombras un africano muy alterado. Intercambia algunas frases con Amanda Reinhardt en el idioma que Hans Olofson no entiende.
– Un niño se está muriendo -le informa ella-. Tengo que irme.
Cuando está saliendo, se da la vuelta repentinamente.
– Acompáñame -le dice-. Acompáñame a conocer cómo es África.
Se levanta de la cama y emprenden enseguida el camino al hospital, que se halla al pie de la colina de Harry Johanson. Hans Olofson retrocede en cuanto entra en una habitación llena de camas de hierro, ve que hay personas enfermas tumbadas por todas partes. En las camas, entre las camas, debajo de las camas. En algunas camas las madres están junto a sus hijos enfermos. Cacerolas y fardos de ropa le impiden abrirse paso en la habitación y un fuerte olor a sudor, orín y excrementos le aturde. En una cama hecha con tubos de hierro retorcidos unidos con alambre hay un niño de sólo tres o cuatro años. Alrededor de la cama hay varias mujeres en cuclillas.
Hans Olofson descubre que incluso una cara negra puede irradiar palidez.
Amanda Reinhardt se inclina sobre el niño, le toca la frente mientras habla con las mujeres.
«La sala de espera de la muerte», piensa él.
Las lámparas de queroseno son las llamas de la vida…
De repente, las mujeres que están sentadas en cuclillas alrededor de la cama empiezan a gritar todas a la vez. Una de las mujeres, de apenas dieciocho años, se lanza sobre el niño que está en la cama, y su queja es tan aguda y estridente que Hans Olofson siente la necesidad de huir. Se queda paralizado por los gemidos y aullidos de dolor que llenan la habitación. Quisiera dejar África tras de sí dando un gran salto.
– Así es la muerte -le dice Amanda Reinhardt al oído-. El niño ha muerto.
– ¿De qué? -pregunta Hans Olofson.
– De sarampión -responde Amanda Reinhardt.
El grito de las mujeres sube y baja. Nunca ha oído el sonido del dolor como en esa habitación sucia, con su luz irreal. Unos mazazos retumban en sus tímpanos.
– Van a gritar toda la noche -advierte Amanda Reinhardt-. Con este calor, el entierro tiene que hacerse mañana mismo. Después, las mujeres se quejan algunos días más. Continúan aunque se desmayen de inanición.
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