Joseph se acerca a la entrada de una de las chozas y grita algo en voz baja. Dos hombres y tres mujeres salen afuera, todos borrachos. A Hans Olofson le resulta difícil distinguirlos en la oscuridad. Joseph le indica con un gesto que entre con él en la cabaña. En la oscuridad interior percibe un fuerte hedor a orina y a sudor.
«Debería tener miedo», piensa enseguida. «Sin embargo, me siento totalmente seguro en compañía de Joseph…»
En ese mismo instante tropieza con algo que hay en el suelo y cuando lo palpa se da cuenta de que es un niño dormido. Las sombras bailan sobre las paredes y Joseph le indica con el dedo que se siente. Se deja caer en una estera y una mujer le da un tazón. Lo que bebe sabe a pan quemado, está muy fuerte.
– ¿Qué estoy bebiendo? -pregunta a Joseph.
– Whisky africano, Bwana.
– Sabe muy mal.
– Estamos acostumbrados, Bwana. Hacemos el lituku destilando restos de maíz, raíces, agua y azúcar. Cuando se termina, hacemos más. A veces bebemos también cerveza de miel.
Hans Olofson siente que está borracho.
– ¿Por qué se han ido? -pregunta.
– No están acostumbrados a que venga un mzungu, Bwana. En esta choza nunca ha estado un mzungu.
– Diles que vuelvan. Yo no soy misionero.
– Pero eres blanco, Bwana. Eres un mzungu.
– Díselo de todos modos.
Joseph les grita en la oscuridad y las tres mujeres y los tres hombres vuelven y se ponen en cuclillas. Son jóvenes.
– Mis hermanas y mis hermanos, Bwana. Magdalena, Sara y Salomo. Abraham y Kennedy.
– Salomo es un nombre de hombre.
– Mi hermana se llama Salomo, Bwana. Por lo tanto es también un nombre de mujer.
– No quiero molestar. Díselo a ellos. Diles que no quiero molestar.
Joseph traduce y una de las mujeres, Sara, dice algo mientras mira a Hans Olofson.
– ¿Qué quiere? -pregunta.
– Se pregunta por qué visita un wakakwitau una choza africana, Bwana. Se pregunta por qué bebes, ya que aquí todos los blancos dicen que está prohibido.
– No para mí. Aclárale que yo no soy misionero.
Joseph traduce y estalla una violenta discusión. Hans Olofson mira a las mujeres, sus cuerpos oscuros que se perfilan bajo sus chitengen. Tal vez Janine vuelva a mí con formas de africana.
Hans Olofson bebe hasta emborracharse esa bebida que sabe a pan quemado mientras escucha una discusión que no entiende.
– ¿Por qué estáis tan indignados? -le pregunta a Joseph.
– ¿Por qué no beben todos los mzunguz, Bwana? ¿En especial los que predican sobre su dios? ¿Por qué no entienden que la revelación sería mucho más intensa con whisky africano? Eso lo sabemos los africanos desde los tiempos de nuestros primeros antepasados.
– Diles que estoy de acuerdo con ellos. Pregúntales qué piensan realmente de los misioneros.
Cuando Joseph termina de traducir se produce un silencio general.
– No saben qué contestar, Bwana. No están acostumbrados a que un mzungu les haga este tipo de preguntas. Temen no contestar del modo correcto.
– ¿Qué podría pasar?
– Vivir en una misión significa ropa y comida, Bwana. No quieren perderlas por no contestar del modo correcto.
– ¿Qué podría pasar?
– Los misioneros podrían disgustarse, Bwana. Quizá todos nosotros fuéramos expulsados de aquí.
– ¿Suele ocurrir? ¿Se expulsa a los que no obedecen?
– Los misioneros son como los otros blancos, Bwana. Exigen el mismo sometimiento.
– ¿Por qué no contestas con más claridad? ¿Qué ocurre?
– Los mzunguz siempre piensan que los negros somos desobedientes, Bwana.
– Hablas de un modo misterioso, Joseph.
– La vida está llena de misterios, Bwana.
– No me creo ni una palabra de lo que dices, Joseph. ¡Los misioneros no os expulsan!
– Es natural que no me creas, Bwana. Sólo digo las cosas como son.
– No dices nada.
Hans Olofson sigue bebiendo.
– Las mujeres -pregunta-. ¿Son tus hermanas?
– Es correcto, Bwana.
– ¿Están casadas?
– Se casarían contigo de buena gana, Bwana.
– ¿Por qué?
– Lamentablemente, un hombre blanco no es negro, Bwana. Pero un Bwana tiene dinero.
– ¿Me han visto antes alguna vez?
– Te vieron cuando llegaste, Bwana.
– ¿No me conocen?
– Si se casaran contigo aprenderían a conocerte, Bwana.
– ¿Por qué no se casan con los misioneros?
– Los misioneros no se casan con negras, Bwana. A los misioneros no les gustan las personas negras.
– ¿Qué demonios estás diciendo?
– Sólo digo las cosas como son, Bwana.
– ¡Deja de llamarme Bwana!
– Sí, Bwana.
– ¡Claro que les gustan los negros a los misioneros! ¿Acaso no están aquí por vuestro bien?
– Los negros pensamos que los misioneros están aquí como un castigo, Bwana. Por el hombre que ellos clavaron en una cruz.
– ¿Por qué os quedáis aquí?
– Llevamos una buena vida, Bwana. Creemos con mucho gusto en un dios extranjero si nos dan comida y ropa.
– ¿Sólo por eso?
– Claro, Bwana. Nosotros ya tenemos a nuestros dioses de verdad. No les importa que crucemos las manos varias veces al día. Cuando nos dirigimos a ellos, tocamos nuestros tambores y bailamos.
– ¿Supongo que eso no podéis hacerlo aquí?
– A veces nos adentramos en el bosque, Bwana. Allí nos están esperando nuestros dioses.
– ¿Eso no lo saben los misioneros?
– Claro que no, Bwana. Se enfadarían mucho si lo supieran. No sería bueno. Especialmente ahora que van a darme una bicicleta.
Hans Olofson se levanta tambaleándose. «Estoy borracho», piensa. «Mañana volverán los misioneros. Tengo que dormir.»
– Ayúdame a volver, Joseph.
– Sí, Bwana.
– ¡Deja de llamarme Bwana!
– Sí, Bwana. Dejaré de llamarte Bwana cuando te hayas ido.
Hans Olofson da unos billetes a Joseph.
– Tus hermanas son muy bonitas.
– Se casarían contigo de buena gana, Bwana.
Hans Olofson se mete en la dura cama. Antes de dormir oye que Joseph ya está roncando en la puerta.
Se despierta de pronto con la impresión de que el hombre pálido le está mirando.
– El padre LeMarque ha vuelto -anuncia en voz baja-. Dice que quiere verle.
Hans Olofson se viste rápidamente. Se encuentra mal y la cabeza está a punto de estallarle a consecuencia del whisky africano. En el temprano amanecer, sigue al hombre pálido por la tierra roja.
«Los misioneros viajan por la noche», piensa. «¿Qué voy a decir del motivo por el que he venido en realidad?»
Entra en una de las dos casas grises. Un hombre joven de barba espesa está sentado a una modesta mesa de madera. Va vestido con una camiseta hecha pedazos y unos pantalones cortos sucios.
– Nuestro invitado -dice sonriendo-. Bienvenido.
Patrice LeMarque es de Canadá, según le informa a Hans Olofson. El hombre cojo ha traído dos tazas de café y se sientan en la parte trasera de la casa a la sombra de un árbol. En la misión Mutshatsha hay misioneros y personal sanitario de distintos países.
– ¿No hay nadie de Suecia? -pregunta Hans Olofson.
– No en este momento -contesta Patrice LeMarque-. La última fue hace aproximadamente diez años. Una enfermera que procedía de una ciudad que creo que se llamaba Kalmar.
– El primero era de Röstånga. Harry Johanson.
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