Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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Del hospital baja al río, percibe el implacable magnetismo del puente y siente el gran peso de la culpa.

Él ha provocado el accidente…

Cuando le dicen que se han llevado a Sture de la aldea por la mañana temprano a un hospital que está lejos de allí, escribe una carta que introduce en una botella y la tira al río, como un mensaje. La ve apuntar en dirección al Parque del Pueblo y luego él se dirige apresuradamente a la casa de Janine.

Esa tarde ella tiene en su parroquia un Encuentro de Primavera, pero cuando ve a Hans Olofson como una sombra blanca en su puerta, se queda en casa. Él se sienta en la silla de siempre en la cocina. Janine se sienta frente a él, observándole.

– No te sientes en esa silla -dice él-. Es la de Sture.

«Un dios que llena la tierra de penas sin sentido», piensa ella. «¿Cómo puede partir la columna vertebral de un muchacho joven cuando empieza a percibirse el verano?»

– Toca algo -le pide él de repente, sin levantar la cabeza para mirarla.

Ella saca el trombón y toca Creóle Love Cali lo mejor que puede.

Cuando ha terminado y saca la saliva del instrumento, él se levanta, coge su chaqueta y se marcha.

«Es una persona demasiado pequeña en un mundo demasiado grande e incomprensible», piensa ella. En un repentino acceso de cólera acerca la boquilla a sus labios y toca el lamento Siam Blues. Los tonos suenan como aullidos de animales heridos y no se da cuenta de que Hurrapelle entra por la puerta y mira estupefacto el balanceo de sus pies descalzos al ritmo de su música. Cuando le descubre, deja de tocar y lanza sobre él una serie de preguntas llenas de rabia. Hurrapelle se ve obligado a escuchar sus dudas sobre el dios conciliador y le da la sensación de que el agujero que ella tiene bajo los ojos amenaza con engullirlo.

Él se agacha en silencio y la deja hablar hasta desahogarse. Luego elige sus palabras cuidadosamente y con mucha ternura la lleva de nuevo al camino correcto. Pero, a pesar de que ella no ofrece resistencia, no está seguro de haber logrado infundirle de nuevo la fuerza de la fe. Al instante toma la decisión de mantenerla en lo sucesivo bajo una observación rigurosa y le pregunta si no va a participar esa tarde en el próximo Encuentro de Primavera. Pero ella no dice nada, sólo mueve negativamente la cabeza y abre la puerta para que salga. El le hace una leve inclinación con la cabeza y se marcha, desapareciendo entre los primeros signos del verano.

Janine está muy apartada de él en sus pensamientos y para que regrese tendrá que transcurrir mucho tiempo…

Hans Olofson vuelve a casa caminando envuelto en olor a diente de león y a hierba húmeda. Cuando está bajo las vigas del puente, aprieta los puños.

– ¿Por qué no esperaste? -grita.

La botella que lleva el mensaje se mece en dirección al mar…

Después de un viaje de dos horas, de camino a la misión Mutshatsha, el distribuidor del coche en el que viaja se llena de lodo.

Han parado en una zona abandonada y árida. Sale del coche, se quita el polvo y el sudor de la cara y se queda mirando hacia el horizonte infinito.

Hans Olofson se hace una idea de la gran soledad que puede llegar a sentirse en el continente negro. «Esto tiene que haberlo visto Harry Johanson», piensa. «Vino por el otro lado, por el oeste, pero el paisaje debía de ser el mismo. El viaje duró cuatro años. Cuando llegó, toda su familia había muerto. La muerte determinó la distancia entre el tiempo y el espacio. Cuatro años, cuatro muertos…

»Hoy en día ya no se viaja. Se nos lanza a través del mundo, como piedras provistas de pasaporte, en catapultas idénticas. Nuestro tiempo no es más largo que el de nuestros antepasados, pero lo hemos ampliado con la tecnología. Vivimos una época en la que el pensamiento se deja engañar cada vez menos ante el espacio y el tiempo…

»Pero sin embargo no es así», rectifica. «A pesar de todo hace diez años que oí hablar a Janine por primera vez de Harry Johanson y de su esposa Emma, y del viaje de ambos a la misión Mutshatsha.

»Ahora ya estoy llegando y Janine ha muerto. Era el sueño de ella, no el mío. Soy un peregrino disfrazado que sigue las huellas de otro. Algunas personas amables me ayudan a vivir y a viajar, como si mi tarea fuera importante.

»Como ese David Fischer que se inclina sobre el distribuidor de su coche.»

Por la mañana temprano, Werner Masterton ha entrado en el patio de David Fischer. Unas horas después salen de camino a Mutshatsha. David Fischer es de su edad, delgado y con poco pelo. A Hans Olofson le recuerda a un pájaro inquieto. Mira continuamente a su alrededor, como si todo el tiempo sospechara que alguien le persiguiera. Pero, por supuesto, quiere ayudar a Hans Olofson a llegar a Mutshatsha.

– Las misiones de Mujimbeji -dice-. No he estado nunca allí. Pero conozco el camino.

«¿Por qué no pregunta nadie?», piensa Hans Olofson. «¿Por qué no quieren saber qué voy a hacer en Mutshatsha?»

Viajan a través de los montes en el oxidado jeep militar de David Fischer. La lona del techo está desplegada, pero el polvo entra por los orificios. El coche de tracción en las cuatro ruedas patina y derrapa en la arena profunda.

– ¡El distribuidor se va a llenar de barro! -grita David Fischer en medio del estruendo del motor.

Hans Olofson está rodeado de monte. De vez en cuando se vislumbran personas entre la alta hierba. «¿Es posible que tan sólo sean sombras?», piensa. «¿Que tal vez no los vea realmente?»

Luego, el distribuidor vuelve a llenarse de barro y Hans Olofson está de pie en el agobiante bochorno escuchando el silencio de la noche africana.

«Como una noche de invierno en la aldea», piensa. «El mismo silencio, el mismo abandono. Allí era el frío, aquí es el calor. Aun así, una recuerda a la otra. Yo podía vivir allí, lo soportaba. Por lo tanto, debería poder vivir aquí también. Haber crecido en el interior de la sueca Norrland podría ser un buen antecedente para vivir en África…»

David Fischer cierra el capó del coche, echa una ojeada por encima del hombro y se pone a orinar.

– ¿Qué saben los suecos de África? -pregunta de repente.

– Nada -contesta Hans Olofson.

– Los que vivimos aquí no lo entendemos -dice David Fischer-. Ese nuevo interés de Europa por África cuando ya nos abandonasteis una vez. Ahora volvéis con mala conciencia, como salvadores modernos.

En ese momento, Hans Olofson se siente responsable personalmente.

– Mi visita es del todo inútil -contesta-. Lo último que se me ocurriría hacer aquí sería salvar a alguien.

– ¿Qué país de África recibe más ayuda económica de Europa? -pregunta David Fischer-. Es un enigma. Si lo adivinas serás el primero que lo haga.

– Tanzania -propone Hans Olofson.

– Te equivocas -dice David Fischer-. Es Suiza. Hay números de cuentas anónimas que se llenan con dinero de las ayudas que sólo hacen un viaje rápido a África y vuelven. Y Suiza no es un país africano…

De forma inesperada el camino desciende en picado hacia un río y un desvencijado puente de madera. Grupos de niños se bañan en el agua verde. Mujeres de rodillas lavan la ropa.

– El noventa por ciento de estos niños va a morir de bilharzia -grita David Fischer.

– ¿Qué se puede hacer? -pregunta Hans Olofson.

– ¿Quién quiere ver morir a un niño inútilmente? -grita David Fischer-. Debes entender que por eso estamos tan amargados. Si hubiéramos tenido permiso para continuar como antes, seguro que habríamos dominado también los parásitos intestinales. Pero ahora es demasiado tarde. Al abandonarnos abandonasteis también la posibilidad de que este continente creara un futuro soportable.

David Fischer da un frenazo porque un africano se pone en medio del camino indicando con las manos que quiere viajar con ellos. David Fischer toca el claxon furioso y al pasar le grita algo al hombre.

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