Henning Mankell - El ojo del leopardo

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Desde la fría región sueca de Norrland, el joven Hans Olofson viaja a Zambia para visitar la tumba de un misionero legendario. Deja atrás una infancia y una adolescencia marcadas por la ausencia de la madre y, después, por la muerte de dos personas muy allegadas. La belleza de Zambia, y sobre todo su misterio, lo hechizan hasta el punto de permanecer en el país durante dieciocho largos años, al principio movido por los valores de la cooperación y la solidaridad. Poco a poco, sin embargo, convertido en granjero, la realidad africana le impone una visión de la vida completamente distinta, mientras el racismo de los blancos y el odio de los negros va consumiéndolo. Un día, tras encontrar cruelmente asesinados a sus vecinos blancos, comprende que sus días están contados. ¿Se quedará a luchar o arrojará la toalla? Hans sabe que quizá pueda escapar de la suerte que han corrido sus vecinos, pero no de su propia desesperación.

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– En tres horas habremos llegado -anuncia a voz en grito David Fischer-. De todos modos, espero que pienses en lo que te he dicho. Naturalmente, soy racista. Pero no un racista tonto. Quiero lo mejor para este país. He nacido aquí y espero poder morir aquí.

Hans Olofson trata de hacer lo que le ha dicho, pero los pensamientos se escurren, se dispersan. «Es como si viajara en mi memoria», piensa. «Ahora ya siento este viaje como algo distante, igual que un recuerdo lejano.»

Es después de mediodía. El sol cae de lleno sobre el parabrisas del coche. David Fischer frena y apaga el motor.

– ¿Otra vez el distribuidor? -pregunta Hans Olofson.

– Hemos llegado -dice David Fischer-. Esto debe de ser Mutshatsha. El río que acabamos de cruzar es el Mujimbeji.

Cuando cesa la polvareda, aparece un grupo de edificios bajos y grises alrededor de un espacio abierto donde hay un pozo. «Por lo tanto, hasta aquí llegó Harry Johanson. Éste era el inicio del viaje de Janine en sus sueños solitarios…» A lo lejos ve acercarse a un anciano blanco que anda a paso lento. Los niños se amontonan alrededor del coche, desnudos o medio tapados con harapos.

El hombre que va hacia él tiene la cara pálida y hundida. Hans Olofson se da cuenta enseguida de que no es bienvenido en absoluto. «Me meto por la fuerza en un mundo cerrado. Un asunto de los negros y los misioneros…» Enseguida decide desvelar al menos una parte de la verdad.

– Voy siguiendo las huellas de Harry Johanson -dice-. Soy de su mismo país, estoy buscando su recuerdo.

El hombre de cara pálida se queda mirándole. Luego indica a Hans Olofson que le acompañe.

– Espero aquí hasta que me digas que puedo marcharme -dice David Fischer-. De todos modos no llegaré antes del anochecer.

A Hans Olofson lo llevan a una habitación en la que hay una cama, un lavabo agrietado y un crucifijo en la pared. Una lagartija desaparece por un agujero que hay en la pared. Un fuerte olor que le resulta imposible definir le produce picor en la nariz.

– El padre LeMarque está de viaje -anuncia el hombre pálido, que ha recuperado la voz-. Se espera que regrese mañana. Le diré a alguien que le traiga sábanas y que le indique dónde puede conseguir comida.

– Me llamo Hans Olofson -dice él.

El hombre le hace un saludo con la cabeza, sin presentarse.

– Bienvenido a Mutshatsha -dice con tono de voz triste antes de marcharse.

Tras la puerta entreabierta hay dos niños que le miran en silencio, con atención.

Se oye de repente el sonido de la campana de una iglesia. Hans Olofson se queda escuchando. Siente que el miedo se desliza por su interior. Aquel olor indefinido le produce mucho picor de nariz.

«Me marcho», piensa agitado. «Si me marcho inmediatamente, es como si nunca hubiera estado aquí.» En ese mismo instante entra David Fischer, que le trae la maleta.

– Veo que vas a quedarte -le dice-. Suerte con lo que vayas a hacer. Si quieres volver, los misioneros tienen coches. Y ya sabes dónde vivo.

– ¿Cómo podré agradecértelo? -dice Hans Olofson.

– ¿Por qué hay que dar siempre las gracias? -pregunta David Fischer y se marcha.

Hans Olofson ve cómo desaparece el coche. Los niños le miran inmóviles.

De pronto se siente mareado a causa del bochorno. Entra en la celda de convento que le han asignado. Se tiende sobre la dura cama y cierra los ojos.

Las campanas de la iglesia ya no se oyen y todo está en silencio. Cuando abre los ojos, los niños siguen mirándole inmóviles por la abertura de la puerta. Estira la mano y les hace señas. Desaparecen de inmediato.

Necesita ir al baño. Se levanta y sale. Siente el golpe de calor como una bofetada en el rostro. La gran superficie de arena está desierta, hasta los niños se han ido. Da la vuelta alrededor de la casa buscando un retrete. En la parte trasera ve una puerta. Al intentar mover la manivela, la puerta se abre. Entra en la oscuridad como un ciego. Un olor penetrante le provoca malestar. Cuando se ha acostumbrado a la oscuridad, se da cuenta de que está en un depósito de cadáveres. En la oscuridad distingue los cuerpos de dos africanos muertos extendidos en bancos de madera. Sus cuerpos desnudos apenas están cubiertos por sábanas sucias.

Se da la vuelta, sale y cierra la puerta tras de sí. Enseguida vuelve a sentir el mareo.

Un africano que está sentado en la escalera que conduce a su habitación le mira al pasar.

– Soy Joseph, Bwana -se presenta-. Voy a vigilar junto a tu puerta.

– ¿Quién te ha dicho que te sientes aquí?

– Los misioneros, Bwana.

– ¿Por qué?

– Por si ocurre algo, Bwana.

– ¿Qué iba a ocurrir?

– En la oscuridad pueden ocurrir muchas cosas, Bwana.

– ¿Qué puede ocurrir?

– Eso se sabe cuando ocurre, Bwana.

– ¿Ha pasado algo antes?

– Siempre pasan muchas cosas, Bwana.

– ¿Cuánto tiempo vas a estar aquí sentado?

– Estaré aquí mientras Bwana esté, Bwana.

– ¿Cuándo duermes?

– Cuando hay tiempo, Bwana.

– Sólo hay noche y día.

– A veces se producen otros tiempos, Bwana.

– ¿Qué haces mientras estás aquí sentado?

– Espero a que ocurra algo, Bwana.

– ¿Qué puede ocurrir?

– Eso se sabe cuando ocurre, Bwana.

Joseph le indica dónde hay un retrete y dónde puede ducharse debajo de un bidón de gasolina con una manguera goteando. Cuando se ha cambiado de ropa, Joseph le acompaña al comedor de la misión. Un africano cojo recorre las mesas vacías y las seca con un trapo sucio.

– ¿No hay nadie? -pregunta Hans Olofson a Joseph.

– Los misioneros están de viaje, Bwana. Pero tal vez regresen mañana.

Joseph se queda al otro lado de la puerta. Hans Olofson se sienta a una mesa. El africano cojo llega con un plato de sopa. Empieza a comer y se sacude algunas moscas que zumban alrededor de su boca. De repente siente que un insecto le pica en la espalda y, sobresaltado, derrama la sopa encima de la mesa. El hombre cojo viene inmediatamente con su trapo.

«En este continente hay algo que marcha al revés», piensa. «Cuando alguien limpia, la suciedad se extiende aún más.»

El breve crepúsculo casi ha pasado de lejos cuando sale del comedor. A la salida, Joseph le está esperando en la puerta. Las hogueras resplandecen a lo lejos. Cuando están fuera, se da cuenta de que Joseph se tambalea y apenas puede mantener el equilibrio.

– Estás borracho, Joseph -le dice.

– No estoy borracho, Bwana.

– ¡Claro que estás borracho!

– No estoy borracho, Bwana. Por lo menos no mucho. Sólo bebo agua, Bwana.

– Nadie se emborracha con agua. ¿Qué has bebido?

– Whisky africano, Bwana. Pero no está permitido. Si alguno de los mzunguz lo supiera no podría estar aquí.

– ¿Qué pasaría si alguno de los mzunguz viera que estás borracho?

– A veces tenemos que ponernos en fila por la mañana y echar el aliento en un wakakwitau, Bwana. Si alguien huele a algo que no sea agua, es castigado.

– ¿Cómo?

– En el peor de los casos, tiene que dejar Mutshatsha con su familia, Bwana.

– Yo no diré nada, Joseph. No soy ningún misionero.

Estoy aquí solamente de visita. Quiero comprar un poco de whisky africano.

Se da cuenta de que Joseph intenta pensar cómo debe actuar y tomar una decisión.

– Voy a pagar bien por tu whisky -le dice.

Sigue la silueta de Joseph, que se tambalea en las sombras pegado a las paredes de las casas, hasta llegar a una zona de chozas de hierba. Oye risas en la oscuridad procedentes de caras que no ve. Una mujer discute con un hombre invisible, ojos de niños brillan al lado de una hoguera.

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