– ¡Chitón! -murmuró Hal en su oreja, estremeciéndose de risa-. Soy yo. -Le dio un beso en la nariz-. ¡Ay! -exclamó él, soltándola e inclinándose para mantener el equilibrio.
– Te está bien empleado -respondió ella, tanteando el suelo en busca de las llaves-. Has tenido suerte de que no llevara mi alfiler. Ah, aquí están. -Siguió buscando la cerradura y dio con ella-: ¡Menos mal! -Probó las luces del piso pero la oscuridad seguía impenetrable-. Pasa-dijo, agarrándole por la chaqueta y obligándole a entrar-. Creo que tengo una vela en la cocina.
– ¿Sucede algo? -gritó una voz femenina temblorosa desde el piso de arriba.
– No, gracias -respondió Roz-. He tropezado con algo. ¿Hace mucho que se ha ido la luz?
– Media hora. Ya he llamado. Se ha fundido un fusible. Tres horas, han dicho. Les he contestado que si era un minuto más no pagaba el recibo. Tendríamos que plantarles cara. ¿No le parece?
– Totalmente de acuerdo -dijo Roz sin saber con quién estaba hablando. Con la señora Barrett, quizá. Conocía los nombres por los buzones, pero casi nunca veía a nadie-. Hasta luego.-Cerró la puerta-. Voy a buscar una vela -murmuró.
– ¿Por qué me hablas en voz baja? -murmuró también Hal.
Ella rió.
– Porque es lo que siempre se hace en la oscuridad.
Hal tropezó con algo.
– Esto es ridículo. ¿También se ha ido la luz de la calle? Habrás corrido las cortinas.
– Tal vez. -Abrió el cajón de la cocina-. Esta mañana he salido a primera hora-. Tanteó por entre bobinas de cordel y destornilladores-. Creo que ya la tengo. ¿Tienes cerillas?
– No -respondió él pacientemente-, si tuviera, ya habría encendido una. No tendrás serpientes por aquí…
– No digas bobadas. Tengo un gato. -¿Pero dónde estaba La señora Antrobus? Tenía que haber oído sus alegres maullidos cuando puso la llave en la cerradura. Roz se dirigió de nuevo hacia la puerta para buscar en la cartera la caja de cerillas que solía llevar a la cárcel. La abrió y buscó por entre los papeles-. Si eres capaz de encontrar el sofá -le dijo-, las cortinas están detrás. El cordón, a la izquierda.
– He encontrado algo -respondió él-, pero queda claro que no es un sofá.
– ¿Qué es?
– No lo sé -dijo Hal con cautela-, sea lo que sea, es bastante desagradable. Está húmedo, baboso y se me ha enroscado al cuello. ¿Seguro que no tienes serpientes?
Ella soltó una risita nerviosa.
– No seas idiota. -Sus dedos dieron con una caja de cerillas, que cogió con alivio. Encendió una de ellas y la mantuvo en alto. Hal estaba en medio de la sala con la cabeza y los hombros tapados con la blusa húmeda que Roz había lavado aquella mañana y colgado en un percha junto a la lámpara de pie. Le dio un ataque de risa-. Ya sabías que no era una serpiente -le dijo, acercando la vela a la llama de la cerilla.
Hal encontró el cordón y corrió las cortinas para que entrara en la habitación el resplandor anaranjado de los faroles de la calle. Con aquello y la vela, la sala cobró vida y salió de la negra penumbra. Él echó un vistazo a la estancia. Toallas, ropa, bolsas de la compra y fotos se amontonaban en sillas y mesas; un edredón de plumas colgaba del sofá, y en el suelo había esparcidas tazas sucias y bolsas de patatas vacías.
– Bien, esto está bien -dijo levantando la pierna por encima de los restos a medio comer de un pastel de carne-. Ya no recordaba la sensación de estar en casa.
– No te esperaba -respondió ella, cogiendo con dignidad los restos del pastel y echándolos a la papelera-. Pensaba que como mínimo tendrías la delicadeza de avisarme por teléfono.
Hal se agachó un poco para acariciar la mullida bola de pelo blanco que se desperezaba voluptuosamente en su cálido nido del edredón, la señora Antrobus relamió la mano con gesto de aprobación antes de dedicarse de lleno a su acicalamiento.
– ¿Siempre duermes en el sofá? -preguntó a Roz.
– En mi habitación no hay teléfono.
Él movió la cabeza con un gesto de aprobación pero no respondió.
Roz se le acercó con la vela algo inclinada para no quemarse los dedos.
– ¡Jesús, qué contenta estoy de verte! No te lo puedes imaginar. ¿Adónde fuiste? Estaba preocupadísima.
Hal se agachó un poquito y acercó su fatigada frente hacia el fragante pelo de ella.
– De acá para allá -respondió, apoyando las manos en los hombros de Roz y acariciándole levemente el cuello.
– Existe una orden de busca y captura contra ti -comentó ella en voz baja.
– Ya lo sé.
Los labios de Hal rozaron su mejilla, con tanta suavidad que ella casi no pudo soportarlo.
– Voy a prender fuego en alguna parte -se quejó.
Hal estiró el brazo y apagó la vela.
– Ya lo has hecho. -Sus fuertes manos la agarraron por las nalgas y la situaron contra su miembro erecto-. Lo que me pregunto es -murmuró él con los labios contra la nuca de Roz- si tendría que tomarme un ducha fría antes de que prenda más. ¿Tú qué crees?
– ¿Lo preguntas en serio? -¿Podía detenerse él? Ella no.
– No, cuestión de educación.
– Estoy que no me aguanto.
– Me lo imagino -dijo él, los ojos brillantes en la anaranjada luz-. ¡Caray, chica, yo hace semanas que estoy así!.
La señora Antrobus, expulsada del edredón, se fue con paso majestuoso y aire indignado hacia la cocina.
Más tarde, llegó la luz, que venció a la diminuta llama de la vela que, reanimada, empezó a chisporrotear en el platito que la sostenía sobre la mesa.
Hal acariciaba el pelo de Roz.
– Creo que eres la mujer más bonita que he visto en mi vida -dijo.
Ella sonrió con aire picaro.
– ¿No me encontrabas demasiado delgada?
Los oscuros ojos de él se enternecieron.
– Sabía que dormías junto al maldito contestador. -Pasó las manos por aquellos sedosos brazos y de pronto los agarró con dedos ávidos. Aquello era una adicción. La levantó y la sentó a horcajadas en su regazo.
– He estado soñando con esto.
– ¿Sueños agradables?
– Ni punto de comparación con la realidad.
– Ya basta -dijo ella más tarde deslizándose de su lado y poniéndose la ropa-. ¿Qué piensas hacer con la orden de busca y captura?
Hal ignoró la pregunta y revolvió las fotos que había en la mesita.
– ¿Es tu marido?
– Ex marido. -Roz le pasó los pantalones.
Él se los puso suspirando y apartó una de las instantáneas de Alice.
– Y ésta tiene que ser tu hija -dijo Hal despacio-. Es idéntica a ti.
– Era -le corrigió Roz-. Está muerta.
Ella esperó una disculpa y el cambio de tema, pero Hal sonrió pasando el dedo por aquel rostro sonriente.
– Es preciosa.
– Sí.
– ¿Cómo se llamaba?
– Alice.
Hal observó un rato la foto.
– Recuerdo que cuando tenía seis años me enamoré de una niña muy parecida a ella. Yo era muy inseguro y cada día le preguntaba cuánto me amaba. Ella siempre me respondía de la misma forma. Extendía los brazos así -separó sus brazos como hace un pescador para demostrar el tamaño de un pez- y decía: «Así».
– Sí -dijo Roz recordando-, Alice siempre medía su amor con las manos. Lo había olvidado.
Ella intentó coger la foto pero Hal se lo impidió en un rápido ademán y la acercó a la luz.
– Hay un brillo de gran determinación en sus ojos.
– Le gustaba ir a su aire.
– Una mujer sensata. ¿Lo conseguía siempre?
– La mayoría de las veces. Tenía unas opiniones muy claras, muy firmes. Me acuerdo una vez… -Pero se quedó en silencio y no continuó.
Hal encogió los hombros y empezó a abrocharse la camisa.
– De tal madre, tal hija. Seguro que te manejaba a su antojo antes de que aprendiera a hablar. Me habría gustado ver a alguien capaz de vencerte.
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