Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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Roz acercó un pañuelo a sus inundados ojos.

– Perdóname.

– ¿Por qué?

– Por ponerte en un aprieto.

Hal la atrajo hacia su hombro y apoyó la mejilla en el pelo de Roz. ¡Cuan terriblemente acusadora era la sociedad occidental permitiendo que una madre temiera derramar sus lágrimas por la hija que había perdido porque pensaba que podía poner a alguien en un aprieto!

– Gracias. -Roz vio reflejada la pregunta en sus ojos-. Por escucharme -explicó.

– No me has puesto en ningún apuro, Roz. -Notaba la inseguridad de ella-. ¿Vas a estar preocupada por esto toda la noche para despertarte mañana por la mañana arrepintiéndote de lo que me has contado de Alice?

Hal era demasiado perspicaz. Ella apartó la mirada.

– No me gusta sentirme insegura.

– Sí. -Él lo comprendía-. Ven aquí. -Le señaló su regazo-. Voy a hablarte de mis inseguridades. He estado semanas intentando vencerlas. Ahora te toca a ti reír a mis expensas.

– No pienso reír.

– ¡Ah! -murmuró él-. De modo que se trata de esto. O sea que eres superior. Yo me río de las tuyas pero tú no te puedes reír de las mías.

Roz le abrazó.

– ¡Te pareces tanto a Olive!

– Me gustaría que no siguieras comparándome con la loca de Dawlington.

– Es un cumplido. Es una persona encantadora. Como tú.

– Yo no soy encantador, Roz. -Se cubrió el rostro con las manos-. Estoy procesado por incumplimiento de las normas de salud e higiene. El informe de la Inspección Sanitaria describe mi cocina como la peor que se haya visto jamás. El noventa y nueve por ciento de la carne cruda que había en el frigorífico estaba tan podrida que la encontraron cubierta de gusanos. El material fresco tenía que estar en recipientes herméticos, pero no lo estaba, y en todas partes se encontraron excrementos de rata. En la despensa había bolsas de basura abiertas. Las verduras estaban deterioradas hasta tal punto que tuvieron que desecharse, y debajo de la cocina había una rata viva. -Arqueó una ceja con expresión abrumada-. He perdido toda la clientela por ello, la vista es dentro de un mes y medio, y no sé ni por dónde empezar.

Capítulo 17

Roz permaneció un momento en silencio. Se había inventado una serie de historias para explicarse lo que estaba sucediendo en el Poacher, pero aquello no lo había ni soñado. Evidentemente explicaba la falta de clientela. ¿Qué persona que estuviera en su sano juicio comería en un restaurante en el que los gusanos se pasean por encima de la carne? Ella lo había hecho. Dos veces. Pero ignorando lo de los gusanos. Se le ocurrió que Hal habría sido más sincero si se lo hubiera contado al principio, mientras su estómago protestaba por lo que le había podido meter. Notó la mirada de él y reprimió con firmeza los traidores retortijones que estaba notando.

– No lo entiendo -dijo Roz cautelosamente-. ¿Es un juicio de verdad? Es que, por lo que parece, ya te han juzgado. ¿Cómo saben tus clientes lo que encontró el inspector si el caso no ha pasado por los tribunales? ¿Y quiénes son los de los pasamontañas? -Frunció el ceño, desconcertada-. No creo que puedas haber actuado tan a la ligera y burlarte de las normas sobre la higiene. Como mínimo hasta el punto de tener el frigorífico atestado de carne podrida y ratas vivas circulando por la cocina. -De pronto soltó una carcajada de alivio y le dio un suave cachete-. ¡Qué desgraciado eres, Hawksley! ¡Vaya bola me estás contando! ¿Crees que me chupo el dedo?

– Ojalá -respondió él moviendo la cabeza.

Roz le observó pensativa un momento, saltó de su regazo y se dirigió hacia la cocina. Él oyó el sonido de descorchar una botella y el tintineo de unas copas. Roz permaneció allí más tiempo de la cuenta, y Hal recordó que su esposa había hecho siempre lo mismo: desaparecer hacia la cocina siempre que se sentía molesta o decepcionada. Había pensado que Roz era diferente.

Por fin apareció con una bandeja.

– De acuerdo -dijo muy seria-. Lo he pensado bien.

Él no respondió.

– No creo que tuvieras la cocina hecha una pocilga -le dijo-. Estás demasiado entregado a ello. El Poacher constituye la realización de un sueño y no una inversión económica de la que hay que sacar un gran rendimiento. -Le sirvió una copa de vino-. La semana pasada me acusaste de intentar jugártela de nuevo, lo que implica que alguien te lo había hecho antes. -Llenó la segunda copa para ella-. Por tanto, alguien puso la rata y la carne podrida. ¿Me equivoco?

– No. -Aspiró el aroma del vino-. Pero yo diría que sí.

Un punto doloroso, pensó ella. No era de extrañar que no confiara en nadie. Se sentó en el borde del sofá.

– Además -continuó, ignorando el comentario-, que yo sepa, te han apaleado un par de veces, te han roto los cristales del coche y asaltaron el Poacher. -Tomó un sorbo de vino-. ¿Qué quieren de ti?

Él se tocó los músculos de la espalda, aún llenos de moratones.

– Probablemente, que me vaya, y deprisa. Pero no tengo la más mínima idea de quién está detrás de esto. Hace un mes y medio, yo era un chef tranquilo al mando de un pequeño negocio boyante sin ningún tipo de preocupación. Y un día llego a casa, del mercado, a las diez de la mañana y me encuentro a un inspector de sanidad pegando una bronca a mi ayudante, la cocina que apestaba a demonios y a mí me manda a los tribunales. -Se desgreñó el pelo-. El restaurante permaneció cerrado tres días mientras lo limpié. Después de estos tres días ya no volvieron mis empleados. Mis clientes, básicamente policías y sus familiares, a través de los cuales, casualmente, se extendió la noticia de la visita de la inspección, desertaron en masa pues creyeron que me había dedicado a economizar a costa de ellos, y los restauradores de la zona me acusan de desprestigiar al ramo con mi falta de profesionalidad. Me han aislado completamente.

– ¿Y por qué demonios no denunciaste el asalto del martes? -preguntó Roz indignada.

Hal suspiró.

– ¿Qué habría sacado con ello? No podía relacionarlo con la visita de Sanidad. Decidí trabajar con un cebo vivito y coleando. -Notó el asombro de ella-. Pesqué a dos de ellos destrozando el local. Creo que fue cuestión de suerte. Se fijaron en que el restaurante estaba vacío y aprovecharon la ocasión. -De pronto soltó una carcajada-. Estaba tan enojado contigo que los llevé arriba y los amordacé y esposé a la reja de la ventana antes de que se dieran cuenta de nada. Pero eran duros de pelar -comentó con auténtica admiración-. No estaban dispuestos a hablar. -Encogió los hombros-. De modo que me senté allí y esperé a que apareciera alguien buscándoles.

Quedaba claro que le habían asustado.

– ¿Cómo es que decidiste que fue la suerte la que los llevó allí a ellos y no a mí? -preguntó ella, intrigada-. Yo creía que pensabas que era yo…

La risa profundizó los pequeños surcos de alrededor de sus ojos.

– Si te hubieras visto con aquella pata de la mesa… Estabas tan aterrorizada cuando se abrió la puerta de la cocina, te alivió tanto comprobar que era yo, y te crispaste tanto cuando te dije que no había llamado a la policía… No seguiste ni una. -Tomó un trago de vino y lo saboreó unos instantes-. Estoy bajo sospecha. La policía no me cree. Creen que soy culpable y que intento remendar el parche o pasarme de listo para librarme del juicio. Incluso Geoff Wyatt, un antiguo colega: que me conoce mejor que nadie, dice que no las tiene todas consigo desde que vio las fotos de la inspección. Todos venían siempre a comer allí, por un lado porque les hacía descuento y por otro por la ilusión de ver cómo triunfaba un ex poli. -Pasó su fatigada mano por delante de la boca-. Ahora soy persona non grata y la verdad es que no puedo echarles la culpa. Se consideran estafados.

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