Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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– Hola -dijo, echándose el teléfono debajo de la mejilla y sacándose la chaqueta-. Rosalind Leigh. -«Ojalá no sea Rupert.»

– Hola, soy Hal. Te he estado llamando todo el día. ¿Dónde demonios te habías metido? -Sonaba como si Hal estuviera preocupado.

– Persiguiendo pistas. -Roz apoyó la espalda en la pared para sostenerse-. Bueno, ¿y a ti qué te importa?

– No estoy loco, Roz.

– Pues ayer actuaste como tal.

– ¿Simplemente porque no llamé a la policía?

– Entre otras cosas. Es lo que una persona normal hace cuando le han destrozado la propiedad. A menos que lo haya hecho uno mismo, claro.

– ¿Qué otras cosas?

– Te comportaste como un cerdo. Sólo intentaba ayudarte.

El hombre se rió ligeramente.

– Continúo viéndote en la puerta del local con aquella pata de la mesa. Eres una tía atrevida. Muerta de miedo pero atrevida. Te he conseguido las fotos. ¿Las quieres aún?

– Sí.

– ¿Tienes valor suficiente para venirlas a buscar o te las envío por correo?

– No es valor lo que se necesita, Hawksley, sino una cara más dura que el cemento. Estoy harta de que me azucen. -Roz rió para sí ante su juego de palabras-. Lo que me recuerda, ¿fue la señora Clarke la que dijo que Gwen y Amber estaban vivas después de que Robert se fuera a trabajar?

Hubo una pequeña pausa mientras Hal Hawksley intentaba ver la relación. No pudo.

– Sí, si es la de la casa de al lado.

– Mentía. Ahora ella dice que no los vio, lo que significa que la coartada de Robert Martin se esfuma. Lo podía haber hecho antes de marcharse a trabajar.

– ¿Por qué tendría ella que facilitar a Robert Martin una coartada?

– No le sé. Estoy intentando averiguarlo. Primero pensé que la señora Clarke estaba dando una coartada al propio marido, pero eso no se aguanta por ningún lado. Aparte de todo eso, Olive me dijo que el hombre ya estaba jubilado y por lo tanto no podía haber ido a trabajar. ¿Recuerdas si revisaste la declaración de la señora Clarke?

– ¿Era Clarke el contable? ¿Sí? -Hal calló un momento-. Vale, realizaba casi todo el trabajo en su propia casa pero también llevaba los libros de varias empresas de la zona. Aquella semana llevaba la contabilidad de una empresa de calefacción central de Portswood. Estuvo allí todo el día. Lo comprobamos. No volvió a casa hasta después de que nosotros acordonáramos la zona. Me acuerdo del follón que armó por tener que aparcar su coche al otro extremo de la calle. Un hombre mayor, calvo, con gafas. ¿Es ése?

– Sí -dijo Roz-, pero lo que él y Robert hicieran durante el día no influye para nada en el hecho de que Gwen y Amber estuvieran muertas antes de que ninguno de ellos fuera a trabajar.

– ¿Hasta qué punto es de fiar la señora Clarke?

– No mucho -admitió Roz-. ¿Cuál fue la primera estimación del forense en cuanto a la hora de la muerte?

Hal contestó a Roz de una forma inusualmente evasiva.

– No lo recuerdo ahora.

– Inténtalo -le dijo Roz presionándolo-. Sospechaste de Robert lo suficiente como para comprobar su coartada, por lo tanto no pudo haber sido descartado inmediatamente después del resultado de la autopsia.

– No recuerdo -volvió a decir Hal-. Pero si Robert lo hizo, ¿por qué no mató también a Olive? ¿Y por qué no intentó ella detenerlo?

– Debía haber habido un follón tremendo. Es imposible que no oyera algo. La casa tampoco es tan grande.

– A lo mejor ella no estaba.

El capellán hizo su visita semanal a la celda de Olive.

– Está bien -dijo mirando cómo Olive hacía rizos en los cabellos de la imagen de la Madre con la punta de una cerilla-. ¿Son María y Jesús?

Olive miró al hombre divertida.

– La madre está ahogando a su bebé -dijo escuetamente-. ¿Es que parecen Jesús y María?

El capellán se encogió de hombros.

– He visto tantas cosas raras que pasan por ser arte religioso… ¿Quién es?

– Es la mujer -dijo Olive-. Eva con todas sus caras.

El capellán se interesó.

– Sí, pero no le has puesto ninguna cara.

Olive giró la escultura sobre su base y él pudo ver que lo que había interpretado que eran rizos a un lado de la cabeza de la madre, en realidad era una vaga delineación de los ojos, nariz y boca. Olive giró la escultura del otro lado y también por allí se podía observar la tosca reproducción de los rasgos.

– Dos caras -dijo Olive-. E incapaz de mirarte a los ojos. -Ella tomó un lápiz y lo metió entre los muslos de la Madre -. Pero no importa. Al HOMBRE, no -dijo sonriendo maliciosa y desagradablemente-. Para el HOMBRE, cualquier agujero vale.

Hal había arreglado la puerta trasera y la mesa de la cocina, la cual volvía a estar en el lugar de costumbre en el centro de la habitación. El suelo estaba limpio, todo ordenado, la nevera en su sitio, incluso algunas sillas habían sido trasladadas desde el restaurante y colocadas impecablemente alrededor de la mesa. A Hal se le veía totalmente exhausto.

– ¿No has dormido? -le preguntó Roz.

– No mucho. No he parado de trabajar.

– Bien, has hecho verdaderos rnilagros- dijo sorprendida por lo que veía-. O sea, ¿quién viene a comer, la Reina? Pues casi podría comer en el suelo.

Para su sorpresa, él le cogió su mano y se la acercó a los labios girándola para besarle la palma. Fue un gesto delicado, inesperado, tratándose de un hombre tan basto.

– Gracias.

Ella no entendía nada.

– ¿Por qué? -preguntó dubitativa. Él soltó su mano con una sonrisa.

– Por decir las cosas que se han de decir.

Por un momento ella pensó que él continuaría hablando, pero todo lo que dijo fue:

– Las fotografías están en la mesa.

La de Olive era una de la ficha policial, escueta y poco favorecedora. La de Gwen y la de Amber impresionaron a Roz tal como él le había dicho que lo harían. Eran personajes de pesadilla, y ella, por primera vez, entendió por qué todo el mundo había dicho que Olive era una psicópata. Las repasó y se detuvo en la de la cabeza y hombros de Robert Martin. Los ojos y la boca eran los de Olive, y Roz por un instante vio lo que aquellas capas de grasa ocultaban y cómo sería Olive si algún día encontrase la fuerza de voluntad para adelgazar. Su padre era un hombre muy guapo.

– ¿Qué vas a hacer con ellas?

Ella le habló del hombre que enviaba cartas a Olive.

– La descripción es la del padre -dijo ella-. La mujer de la Wells-Fargo dijo que le reconocería si lo viese en una foto.

– ¿Por qué tendría el padre que enviarle cartas secretas?

– Para usarla como cabeza de turco de los asesinatos.

Hal, escéptico, dijo:

– Estás haciendo suposiciones en voz alta. ¿Y qué hay acerca de las de Gwen y Amber?

– No lo sé todavía. Estoy tentada de enseñárselas a Olive para ver si la saco de su apatía.

Frunciendo una ceja, Hal le dijo:

– Yo, de ti, me lo pensaría dos veces. Ve a saber cómo es y tú probablemente no la conoces tanto como te piensas. Ella por el mismo precio se puede poner desagradable si te presentas allá con su propia obra.

Roz, con una breve sonrisa, le dijo:

– La conozco mejor de lo que te conozco a ti. -Se metió las fotos en el bolso y salió hacia el callejón-. Lo malo es que tú y Olive sois iguales. Pedís que la gente os crea pero vosotros no lo hacéis.

Hal se pasó la fatigada mano por la incipiente barba de dos días.

– La confianza es un arma de doble filo, Roz. Te puede hacer extremadamente vulnerable. Desearía que lo recordases de vez en cuando.

Capítulo 14

Marnie estudió la fotografía de Robert Martin durante varios segundos y negó con la cabeza.

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