– ¿Bien? -preguntó Roz a Gary.
– Ponía: «El domingo en el hotel Belvedere en la calle Farraday. Con todo mi amor, P». Es la calle Farraday, en Southampton, por si no lo sabía.
La carretera a Southampton llevó a Roz a lo largo de la calle mayor de Dawlington. Había pasado la boutique Glitzy antes de que el nombre le sonase y casi provocó una colisión por culpa de frenar en seco en medio de la calle. Con un alegre saludo al furioso hombre que tenía detrás, que no paraba de maldecir a las mujeres conductoras, Roz condujo el coche a una calzada lateral donde encontró aparcamiento.
Glitzy no era el nombre adecuado, pensó Roz abriendo la puerta. Esperaba encontrar ropa de diseño o, como mínimo, ropa más bien cara. Pero claro, estaba acostumbrada a las boutiques de Londres. Glitzy vendía género para la clase más baja del mercado, inteligentemente en consonancia con la clientela, mayormente chicas adolescentes sin posibilidades o sin medios de transporte para ir a comprar a tiendas de más estilo en Southampton.
Roz buscó a la encargada, una mujer de unos treinta años con un espléndido peinado con los cabellos hacia atrás formando como un moño sobre su cabeza. Roz le entregó una de sus tarjetas y a continuación insistió con su relato acerca del libro sobre Olive Martin.
– Estoy intentando encontrar a alguien que conociera a la hermana, Amber -dijo-, y me dijeron que trabajó aquí el mes anterior a ser asesinada. ¿Estaba usted aquí por aquel entonces? ¿O conoce usted a alguien que sí estuviera?
– No, querida, lo siento. El personal aguanta muy poco en un lugar así, chicas jóvenes normalmente, haciendo un trabajillo a la espera de que salga algo mejor. Incluso no sé ni quién era el encargado entonces. Se tendrá que dirigir a los propietarios. Le puedo dar la dirección -dijo con ánimos de ayudar.
– Gracias. Vale la pena probarlo, supongo.
La mujer acompañó a Roz a la mesa de la caja y consultó un archivo de tarjetas.
– Es divertido, me acuerdo de esos asesinatos, pero nunca he atado cabos. La hermana había trabajado aquí, ¿sabe?
– No trabajó mucho tiempo aquí y no estoy segura de si se informó a la policía. La prensa estaba más interesada en Olive que en Amber.
– Sí. -La mujer sacó una tarjeta-. Amber. No es un nombre corriente, ¿eh que no?
– Supongo que no. De todas maneras era un apodo. En realidad se llamaba Alison.
La mujer movió la cabeza.
– Hace tres años que estoy aquí y llevo tres años haciendo presión para que redecoren el lavabo del personal. La crisis es la excusa para no hacerlo, lo mismo sucede con cualquier otra cosa miserable, desde recortes salariales hasta género importado barato que incluso no está bien cosido. De todas maneras, el lavabo está alicatado y por lo visto es muy caro el trabajo de sacar los azulejos viejos y colocar unos nuevos. -Roz sonrió educadamente-. No te preocupes, eso es lo que hay. La razón por la que quiero azulejos nuevos es que alguien rayó los viejos con un cincel o algo parecido. Grabaron cosas encima y rellenaron las marcas con tinta imborrable. Lo he intentado todo para borrarlo, lejía, limpiahornos, disolvente, de todo, lo habré usado todo. -La mujer volvió a mover la cabeza-. No lo puedo sacar. ¿Y por qué? Porque quien sea que lo hiciera, lo marcó tan profundamente que atravesó la capa de cerámica, y la loza de debajo sigue chupando la suciedad y queda marcado. Cada vez que lo veo, se me pone la carne de gallina. Puro odio, esto es lo que denota.
– ¿Qué ponen las inscripciones?
– Te lo enseñaré. Está en la parte trasera. -La mujer pasó por un par de puertas, abrió otra y se puso a un lado para dejar pasar a Roz-. Aquí. Impresiona, ¿verdad? Y, sabes, siempre me he preguntado quién era Amber. Pero tiene que ser su hermana, ¿no? Como ya te dije, Amber no es exactamente un nombre corriente.
Eran las mismas dos palabras, repetidas diez u once veces a lo largo de los azulejos, una violenta sustitución de los corazones y flechas que normalmente adornan las paredes de los lavabos. Odia a Amber… Odia a Amber… Odia a Amber… Odia a Amber.
– Me pregunto quién habrá sido -murmuró Roz.
– Alguien muy tarado, digo yo. No querían que lo supiera ella, ya que no dejaron sus nombres.
– Depende de cómo se lea -dijo Roz pensativamente-. Si se pone bien puesto en un círculo diría: Amber odia a Amber odia a Amber, indefinidamente.
El Belvedere era el típico hotel situado en un callejón, dos casas unidas, con una escalera en la entrada y columnas a los lados de la puerta. El sitio tenía un aspecto descuidado, como si los clientes, en su mayoría representantes, lo hubieran abandonado. Roz tocó el timbre de encima de la mesa de la recepción y esperó.
Una mujer de unos cincuenta años salió de una habitación de la parte trasera con una amplia sonrisa.
– Buenas tardes, señora. Bienvenida al Belvedere. -Cogió el Libro de registro-. ¿Quiere una habitación?
«Qué cosas más horribles son las crisis -pensó Roz-. ¿Durante cuánto tiempo se puede llevar esa triste máscara de optimismo mientras la realidad mantiene vacíos los libros de registro?»
– Lo siento -dijo Roz-, no es lo que busco. -Le dio una tarjeta a la mujer-. Soy una periodista independiente y creo que la persona sobre la cual estoy escribiendo pudo haber estado aquí. En realidad esperaba que usted podría identificar su fotografía.
La mujer tamborileó con los dedos sobre el libro y lo apartó decididamente.
– ¿Va a publicar lo que escribe?
Roz movió la cabeza afirmativamente.
– ¿Y mencionará el Belvedere si esta persona se alojaba aquí?
– Si lo prefiere, no.
– Qué poco sabe del negocio de los hoteles. Cualquier forma de publicidad es bienvenida en estos momentos.
Roz rió mientras ponía la fotografía de Olive sobre el escritorio.
– Si esta chica vino, fue en el verano del ochenta y siete. ¿Estaba usted aquí, entonces?
– Sí. -La mujer se mostró arrepentida-. Lo compramos en el ochenta y seis cuando la economía iba bien. -Cogió las gafas y se las puso sobre la nariz, inclinándose hacia delante para poder examinar la fotografía-. Ah, sí, la recuerdo muy bien. Una chica corpulenta. Ella y su marido vinieron casi todos los domingos durante aquel verano. Reservaban la habitación para el día y se marchaban por la noche. -La mujer suspiró-. Era un arreglo estupendo. Siempre podíamos volver a alquilar la habitación el domingo por la noche. Sacábamos el doble por un período de veinticuatro horas. -Volvió a suspirar profundamente-. Nos iría bien ahora, ojalá pudiéramos venderlo, de verdad, pero con todos estos pequeños hoteles que se están cerrando, no nos darían siquiera lo que pagamos nosotros. Continuar a pesar de todo, no podemos hacer nada más.
Roz llevó a la mujer a volver a hablar de Olive señalando la fotografía.
– ¿Cómo se llamaban ella y su marido?
A la mujer le hizo gracia la pregunta.
– Lo usual, supongo. Smith o Brown.
– ¿Firmaban en el libro de registro?
– Ya lo creo, somos muy meticulosos con el registro.
– ¿Me dejaría echar una mirada?
– Claro que sí. -La mujer abrió un armario bajo el escritorio y sacó el libro de registro de 1987-. Vamos a ver. Ajá, ya lo tengo. El señor y la señora Lewis. Vaya, vaya, tenían más imaginación que los demás. -Dio la vuelta al libro de manera que Roz lo pudiera ver.
Roz miró la nítida escritura y pensó: «Ya te tengo, cabrón».
– Es la letra del hombre. -Ya lo sabía.
– Sí -dijo la otra mujer-. Siempre firmaba él. Ella era mucho más joven que él y muy tímida, especialmente al principio. Con el tiempo se mostró más segura, pero nunca llamaba la atención. ¿Quién es ella?
Читать дальше