Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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– ¿Qué es lo que sientes?

– Hacerte enfadar. Últimamente parece que tengo la virtud de hacer enfadar a la gente.

Se acercó hacia ella para coger el billete, pero se detuvo de pronto al ver su expresión alarmada.

– ¡Caray, chica! ¿Tú crees que yo he hecho esto?

Pero estaba hablando a las paredes. Roz se había ido a todo correr y el billete de veinte libras, de nuevo, voló hasta el suelo.

Capítulo 13

Roz no durmió seguido aquella noche, fueron más bien cabezadas entre turbulentos sueños. Olive con un hacha convirtiendo en astillas mesas de cocina. No creí que hubieras…, no es tan fácil como parece en la tele… Los dedos de Hal en su muñeca pero su cara, la alegre cara de su hermano, torturándola; cuando era pequeña. Maldita sea, tía, tú crees que lo hice… Olive colgada de la horca, su cara del gris viscoso del barro mojado. No tienes remordimientos por haber dejado volver a la sociedad? a alguien como ella… Un cura con los ojos de la hermana Bridget… Es una lástima que no seas católica… Podrías confesarte y te encontrarías mejor inmedia-tamente… Continúas ofreciéndome dinero… La ley es una mierda… Has llamado a la policía…

Le despertó por la mañana el sonido del teléfono de la sala de estar. Tenía un dolor de cabeza terrible. Agarró el teléfono para acallar el ruido.

– ¿Quién es?

– Menuda manera de saludar, digo yo -dijo Iris-. ¿Qué mosca te ha picado?

– Ninguna ¿Qué quieres?

– Oye, ¿cuelgo y te vuelvo a llamar de aquí a media hora, cuando te hayas ya acordado de que yo soy tu amiga y no una caca de perro que te acabas de sacar de la suela?

– Perdona, Iris, lo siento, me has despertado. No he dormido bien.

– Bueno, vale, acabo de hablar por teléfono con tu editor exigiéndome una fecha, y no digo… invitándome a comer. Quiere tener una idea aproximada de cuándo estará listo el libro.

Roz hizo una mueca mirando al teléfono.

– Si aún no he empezado a escribirlo.

– Pues más vale que despabiles, porque le he dicho que estaría listo en Navidad.

– Oh, Iris, por el amor de Dios. Esto significa de aquí a seis meses tan sólo, y no he conseguido nada más desde la última vez que hablamos. Olive calla como un muerto a la que llegamos a lo de los asesinatos, yo…

– Siete meses -interrumpió Iris-. Ve a interrogar de nuevo a aquel policía que se las sabe todas. Él parece totalmente asustado y te apuesto lo que quieras que la enredó. Todos lo hacen. Les ayuda a ganar puntos. Lo que priva es la productividad, cariño, algo que está temporalmente ausente en tu vocabulario.

La señora Clarke escuchó con una expresión de completo horror el discurso de presentación de Roz de su libro sobre Olive.

– ¿Cómo nos encontró? -le preguntó con voz temblorosa.

Sin un motivo concreto, Roz se la había imaginado de unos cincuenta o sesenta y pocos años. No estaba preparada para una mujer tan mayor, más cercana a la edad del señor Hayes que a la que Robert y Gwen Martin habrían tenido si hubieran estado vivos.

– No ha sido difícil -musitó Roz.

– He tenido tanto miedo… Fue una reacción extraña pero Roz no la obvió.

– ¿Puedo entrar? No le robaré mucho tiempo, se lo prometo.

– Me es imposible hablar con usted. Estoy sola. Edward ha ido de compras.

– Por favor, señora Clarke -le suplicó Roz con voz que demostraba su agotamiento. Había costado dos horas y media conducir desde Salisbury y encontrar la casa-. He hecho tantos kilómetros para verla…

De repente la mujer sonrió y abrió la puerta de par en par.

– Entre, entre. Edward ha hecho unos pasteles expresamente. Se pondrá tan contento de que nos haya encontrado…

Con el ceño perplejo, Roz entró.

– Gracias.

– Naturalmente se acuerda de Pussy -la anciana señaló a un viejo gato hecho un ovillo bajo un radiador-, ¿o era después de entonces? Olvido las cosas, ¿sabe? Nos sentaremos en el salón. Edward -llamó la anciana-, Mary está aquí.

No hubo respuesta.

– Edward ha salido a comprar -dijo Roz.

– Ah, sí. -La mujer miró a Roz confundida-. ¿La conozco?

– Soy una amiga de Olive.

– Soy una amiga de Olive -imitó la vieja dama-. Soy una amiga de Olive. -Se meció en el sofá-. Siéntese. Edward ha preparado algunas pastas expresamente. Recuerdo a Olive. Íbamos a la escuela juntas. Olive tenía unas largas trenzas que los chicos solían estirarle. Aquellos chicos tan malos. Me pregunto qué fue de ellos. -La mujer miró a Roz otra vez-. ¿La conozco?

Roz estaba incómoda en su sillón, sopesando lo ético de interrogar a una vulnerable anciana con demencia senil.

– Soy una amiga de Olive Martin -apuntó-. La hija de Gwen y Robert. -Roz estudió los distraídos ojos azules pero no hubo reacción. Se quedó más tranquila. La ética era irrelevante cuando preguntar era inútil. Roz sonrió animosamente-. Cuénteme sobre Salisbury. ¿Le gusta vivir aquí?

La conversación fue exasperante, repleta de silencios, continuas repeticiones y extrañas incongruencias que dejaron a Roz en una situación difícil para seguir el hilo. Por dos veces tuvo que disuadir a la señora Clarke de la súbita idea de que era una extraña temiendo que si ella se iba sería imposible volver a hablar con Edward. Parte de ella se preguntaba cómo podía Edward aguantarla. ¿Puede alguien seguir queriendo a un cuerpo vacío cuando el amor no es ni apreciado ni recíproco? ¿Existían momentos de lucidez suficientes para compensar la soledad de cuidarla?

La mirada de Roz no cesaba de observar la foto de boda que había sobre la repisa de la chimenea. Se habían casado relativamente tarde a juzgar por la edad. Él aparentaba unos cuarenta años y ya le había caído casi todo el cabello. Ella se veía un poco mayor. Pero aparecían hombro con hombro, riendo desde la foto, los dos felices, rebosantes de salud, totalmente despreocupados e ignorantes -¿y cómo si no?- de que ella llevaba la semilla de la demencia. Era cruel hacer la comparación, pero Roz no lo pudo evitar. Al lado de la mujer de la foto, tan despierta, vivida y fuerte, la auténtica señora Clarke era una descolorida y trémula sombra. ¿Fue por eso, se preguntaba Roz, que Edward y Robert Martin habían sido amantes? Estaba considerando lo inmensamente deprimente que resultaba todo el asunto cuando, por fin, el ruido de una llave en la cerradura llegó como el agradable sonido de la lluvia cayendo sobre la sedienta tierra.

– Mary ha venido a vernos -dijo la señora Clarke alegremente así que su marido entró en la sala-. Estábamos esperando las pastas.

Roz se levantó y entregó al señor Clarke una de sus tarjetas.

– Le he explicado quién soy -dijo Roz en voz baja-, pero insiste en que soy Mary.

El hombre era viejo, como su mujer, y completamente calvo, pero aún mantenía el porte erecto. Era mucho más alto que la mujer sentada en el sofá y ésta se apartó de él con un súbito temor murmurando para sus adentros. Roz se preguntó si Edward no perdía nunca la paciencia con ella.

– En realidad la dejo sola muy pocas veces -respondió el hombre defendiéndose, como si Roz le hubiera acusado-, pero alguien ha de hacer la compra. Todo el mundo está tan ocupado y tampoco no sería justo pedírselo siempre a los vecinos. -Edward pasó la mano por su desnuda cabeza y leyó la tarjeta-. Creí que era de la asistencia social -dijo, esta vez acusándole a ella-. Escritora. No queremos una escritora. ¿De qué nos sirve a nosotros una escritora?

– Esperaba que me pudieran ayudar.

– No tengo ni idea sobre escribir. ¿Quién le dio mi nombre?

– Olive -dijo la señora Clarke-. Es una amiga de Olive.

El hombre se sobresaltó.

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