– De hecho, sí. Problemas de liquidez en su negocio y en definitiva se trata de una casa para los fines de semana. Están dispuestos a hacer una reducción del veinte por ciento si alguien puede ofrecerles dinero contante y sonante. ¿Puede usted?
Roz cerró los ojos y pensó en el cincuenta por ciento que tenía que compartir del proceso del divorcio, dejándolo en depósito. Sí, pensó, sí puedo.
– Esto es absurdo -replicó con impaciencia-. No he venido a comprar nada. No tengo ningunas ganas. Para mí, sería una caja de cerillas. No entiendo ni por qué consta en sus catálogos. Está a kilómetros de aquí.
– Tenemos un acuerdo mutuo en otros ramos. -Había enganchado con el anzuelo a su pez. Ahora le dejó nadar un poco-. Déjeme ver el fichero de que me habla. -Se lo acercó y lo abrió-. Leven Road, veinte. Propietarios: señor y señora Clarke. Instrucciones: se solicita una venta rápida; alfombras y cortinas incluidas en el precio fijado. Comprado por señor y señora Blair. Fecha de for-malización: veinticinco de febrero del ochenta y nueve. -Se mostró sorprendido-. No pagaron mucho por ella.
– Estuvo en venta un año -dijo Roz-, lo que muy probablemente explica su bajo precio. ¿Tiene una dirección de los Clarke?
– Aquí dice -leyó-: «Los vendedores han solicitado a Peterson que no divulgue ninguna información sobre su nuevo paradero». No entiendo por qué.
– Cortaron con sus vecinos -dijo Roz, parca como siempre con la verdad-. Pero tenían que dejar una dirección de contacto -apuntó razonablemente-, aunque insistieran en que se mantuviera oculta.
Hojeó unas cuantas páginas y después cerró cuidadosamente el archivo, dejando que su dedo marcara un punto.
– Estamos hablando de ética profesional, señorita Leigh. Soy un empleado de Peterson y Peterson nos pide que respetemos la confidencia de los Clarke. Está muy mal abusar de la confianza de un cliente.
Roz pensó un momento.
– ¿Hay alguna anotación de Peterson que manifieste la voluntad de respetar la petición de los Clarke?
– No.
– Pues no veo que esté ligado por nada. Las confidencias no pueden heredarse. De lo contrario, ya no serían confidencias.
Él sonrió.
– Es una distinción muy sutil.
– Sí. -Prestó atención a los detalles de Bayview-. Supongamos que digo que deseo ver este chalet a las tres de la tarde… ¿Puede arreglármelo utilizando este teléfono -señaló la mesa más alejada- mientras estoy aquí hojeando los detalles de estas otras casas?
– Sí puedo, pero estaría muy mal que faltara a la cita.
– Mi palabra es la garantía -aseguró ella-. Si digo que voy a hacer algo siempre lo hago.
Él se levantó, dejando el fichero abierto en la mesa.
– Voy a llamar a nuestra sucursal de Swanage -dijo-. Tendrá que recoger las llaves allí.
– Gracias. -Esperó hasta que él se hubiera vuelto de espaldas, después giró la ficha y apuntó la dirección de los Clarke en su bloc. Salisbury, anotó.
Un momento después Matt apartó la silla y le entregó un mapa de Swanage con la agencia inmobiliaria Peterson marcada con una cruz.
– El señor Richard le espera a las tres. -Con un toque descuidado de lá mano cerró el fichero de los Clarke-. Confío en que sus relaciones con ellos sean tan mutuamente satisfactorias como lo han sido conmigo.
Roz rió.
– Y yo espero que no, o bien esta tarde seré considerablemente más pobre.
Roz se acercó al Poacher por el callejón trasero y llamó a la puerta de la cocina.
– Llegas temprano -dijo Hal, al abrirle.
– Ya lo sé, pero tengo que estar en Swanage a las tres y si no me marcho lo suficientemente pronto no podré hacerlo. ¿Tienes algún cliente?
Hal le dirigió una sonrisa poco contagiosa.
– Ni siquiera me he molestado en abrir.
Roz decidió no tener en cuenta el sarcasmo.
– Pues acompáñame-dijo-. Deja unas horas el local.
A Hal no le hizo muy feliz la invitación.
– ¿Qué ocurre en Swanage?
Ella le explicó los detalles de Bayview:
– Una residencia de descanso con vistas al mar. Me he comprometido en ir a verla y necesito cierto apoyo porque soy capaz de comprar esa ruina.
– Pues no vayas.
– Tengo que ir. Es algo así como un intercambio -dijo a modo de indirecta-. Acompáñame -insistió-, y repite que no cada vez que veas que estoy a punto de ceder. Soy bastante boba para estas cosas y siempre he soñado con vivir en un acantilado junto al mar, tener un perro y pasear junto a las olas con él.
Hal se fijó en el precio.
– ¿Puedes permitírtelo? -preguntó con curiosidad.
– Más o menos.
– Una dama adinerada -respondió él-. Esto de escribir es un buen negocio.
– Ni lo sueñes. Esto fue una especie de recompensa.
– Recompensa, ¿por qué? -preguntó Hal con los ojos medio velados.
– No tiene importancia.
– Al parecer, en tu vida nada la tiene.
– Y en la tuya tampoco.
Ella se encogió de hombros.
– ¿Así que no me acompañas? Pues nada, se me había ocurrido así. Iré sola -dijo adoptando de pronto un aire desprotegido.
Él echó una ojeada al restaurante y con gesto rápido cogió la chaqueta que tenía colgada en la puerta.
– Te acompañaré -le dijo-, pero no creo que insista en que no te la quedes. Esto tiene una pinta paradisíaca, y el segundo consejo extraordinario en que siempre insistió mi madre fue el de que nunca hay que interponerse entre una mujer y lo que ésta desea -sentenció mientras cerraba la puerta.
– ¿Y cuál era el primero?
Como quien no quiere la cosa, Hal puso su mano en el hombro de Roz. «¿Era posible que se sintiera tan desprotegida como parecía?» Aquel pensamiento le entristecía. Andaron así por el callejón.
– Que la felicidad no es algo que haya que tomarse a broma en ningún caso.
Ella soltó una risita gutural.
– ¿Y esto que significa?
– Significa, muchachita, que hay que calibrar muchísimo esto de la búsqueda de la felicidad. Es el todo y el objetivo de la existencia. ¿Qué sentido tiene la vida si no se disfruta de ella?
– Earning Brownie se inclina por el más allá, con aquello de que el sufrimiento es bueno para el alma y tal.
– Si tú lo dices… -comentó él, animado-. ¿Vamos en mi coche? Tendrás oportunidad de comprobar tu teoría -dijo, abriendo la puerta del acompañante de su viejo Ford Cortina, que chirriaba.
– ¿Qué teoría? -preguntó Roz, metiéndose con gesto poco airoso en el coche.
Hal cerró la puerta.
– Enseguida lo descubrirás -murmuró.
Llegaron media hora antes de la cita. Hal dejó el coche en un aparcamiento cerca del mar y se frotó las manos.
– Vamos a comprar pescado frito y patatas. Hace un momento que hemos pasado por un tenderete donde he visto que había y me apetece. Tal vez sea por este aire fresco.
La cabeza de Roz despuntaba a modo de tortuga del cuello de su chaqueta; intentaba desentumecerse la helada mandíbula mientras observaba a Hal con ojos penetrantes.
– ¿Ha pasado la ITV este vejestorio? -dijo para chincharle.
– Claro que ha pasado la ITV -respondió el otro golpeando el volante-. Va como una seda, aunque le falten un par de cristales. Te acostumbrarás enseguida.
– ¡Un par de cristales! -exclamó ella-. Yo diría que tiene sólo el delantero. Creo que he cogido una pulmonía.
– Cuesta complacer a las mujeres. No te quejarías si te hubiera llevado a toda velocidad hasta el mar en un bonito día soleado en un descapotable. Me das la lata porque esto es un Cortina. -Le dirigió una sonrisa maliciosa-. ¿No decías que él sufrimiento es bueno para el alma? A la tuya le habrá sentado de perlas.
Ella abrió hasta donde pudo la chirriante puerta y salió del coche.
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