Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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Roz se preguntaba si su cara reflejaba tanta idiotez como la que sentía. Volvió a conectar el contestador automático y se fue a la cama. Se quedó dormida en seguida.

El teléfono volvió a sonar a las nueve de la mañana siguiente.

– ¿Roz? -preguntó Hal con la voz sobria y comedida.

– Sí, yo misma.

– Soy Hal Hawksley.

– Hola -dijo Roz de buen humor-. No sabía que tuvieras mi número.

– Me diste una tarjeta, ¿recuerdas?

– Ah, sí. ¿Que hay de nuevo?

– Intenté localizarte ayer, te dejé un mensaje en el contestador. ¿No lo has oído?

Roz sonrió para sí.

– Perdona -le dijo-, tengo la cinta hecha polvo. Todo lo que he conseguido es destrozar mis oídos escuchando ruidos ensordecedores. ¿Ha pasado algo?

El alivio de Hal fue evidente.

– No. -Hubo una pequeña pausa-. Simplemente me preguntaba cómo te fue con los O'Brien.

– Vi a la señora O'Brien. Me costó 50 papeles pero valió la pena. ¿Estás ocupado hoy o puedo ir a darte el coñazo otra vez? Necesito un par de favores, una foto del padre de Olive y el historial médico de ella.

Hal estaba aliviado de poder hablar de pormenores.

– Olvídate de lo último -dijo-. Olive puede pedirlo, pero tú no tienes ninguna posibilidad de entrar en los archivos; sería más fácil ir a robar a Parkhurst. De todas maneras podría conseguir una foto de él si pudiese persuadir a Geoff Wyatt para que hiciese una fotocopia de la del archivo.

– ¿Y qué me dices de conseguir fotos de Gwen y Amber? ¿Podrían hacerse fotocopias también?

– Depende del estómago que tengas. Las únicas que recuerdo son las post mortem. Si te interesan las de ellas en vida, tendrás que recurrir a los testamentarios de Martin.

– De acuerdo, pero si es posible, quisiera ver también las post mortem. No voy a publicarlas sin la adecuada autorización -prometió Roz.

– Menudo trabajo te espera. Las fotografías de la policía suelen ser de lo peorcito. Si tu editor consigue un negativo decente de ellas, tal vez tengamos que concederle una medalla. Veré qué puedo hacer. ¿A qué hora pasarás?

– ¿A primera hora de la tarde? Primero tengo que ver a alguien. ¿Puedes prepararme también una copia de Olive?

– Quizá. -Permaneció un momento en silencio-. Una estridente interferencia. ¿Estás segura de que esto es todo lo que oíste?

Capítulo 12

La Agencia Inmobiliaria Peterson, de High Street en Dawlington, mantenía una espléndida fachada, con brillantes fotografías girando tentadoramente en el escaparate y resplandecientes luces que invitaban a entrar a los clientes. Igual que a los demás agentes de la propiedad del centro de Southampton, la crisis también había pasado su factura aquí, y un elegante joven atendía cuatro mostradores con la desalentadora certeza de que pasaría otro día sin vender una casa. Se levantó de un salto con una alegría de robot al abrirse la puerta, los dientes brillando en una sonrisa de vendedor.

Roz movió la cabeza para evitar levantar falsas esperanzas.

– Lo siento -dijo a modo de disculpa-. No vengo a comprar nada.

El joven esbozó una sonrisa fácil.

– Bien, ¿quizás vende algo?

– No, de ningún modo.

– Muy sensato. -Le acercó una silla-. Continuamos estando en un mercado de vendedores. Sólo se vende cuando se está desesperado y se quiere cambiar. -Volvió a coger su silla al otro lado de la mesa-. ¿En qué puedo servirle?

Roz le alargó una tarjeta.

– Estoy tratando de localizar a una familia llamada Clarke que vendió su casa a través de esta agencia y se mudó a otro lugar. Ninguno de sus vecinos sabe dónde fueron. Espero que usted pueda decirme algo.

El joven hizo una mueca.

– Antes de que yo me hiciera cargo, lo siento. ¿Cuál es la dirección de la casa?

– Leven Road, número veinte.

– Supongo que puedo mirarlo. La ficha debe estar atrás, si no se ha tirado a la basura. -Miró hacia las mesas vacías-. Desgraciadamente yo no me encargaba de ninguna de ellas en aquel momento y no puedo buscarla hasta esta noche. A menos que -volvió a mirar la tarjeta de Roz-… Veo que vive en Londres. ¿Quizás ha pensado comprar una segunda residencia en la costa sur, señora Leigh? Tenemos un montón de escritores por aquí. Les gusta escaparse a la paz y tranquilidad del campo.

Los labios de ella murmuraron:

– Señorita Leigh. Y no tengo ni una primera propiedad. Vivo en un piso alquilado.

El vendedor hizo girar su silla y abrió un cajón del archivador que tenía detrás.

– Permítame sugerirle un arreglo en mutuo beneficio. -Sus dedos corrieron rápidos por las fichas, seleccionando unas cuantas páginas impresas-. Lea esto mientras busco esta información para usted. Si entra un cliente, ofrézcale asiento y llámeme. Lo mismo si suena el teléfono. -Señaló con la cabeza hacia la puerta de atrás-. La dejo abierta. Sólo diga «Matt» y la oiré. ¿Queda claro?

– Me gustaría ayudarle -dijo ella-, pero no tengo intención de comprar nada.

– Muy bien. -Se acercó a la puerta-. Piense que tengo una casa que le puede ir como anillo al dedo. Se llama Bayview, pero podemos cambiarle el nombre. No costaría mucho.

Roz hojeó las páginas de mala gana como si el solo hecho de tocarlas pudiera persuadirla de separarse de su dinero. Le causaba cierta irritación la seguridad de un vendedor. De todos modos, se dijo para sus adentros, era imposible que ella viviera en una casa que se llamara Bayview. Evocó también muchas imágenes de cortinas de ganchillo en casas de alquiler, con señoras con la nariz ganchuda con batas de nailon y rótulos sin brillo con las palabras SE ALQUILA apoyadas en las ventanas de la planta.

Llegó al final del montón y la realidad, naturalmente, era muy diferente. Un pequeño chalet en la costa pintado de blanco, el último de un grupo de cuatro, encaramado en el acantilado cerca de Swanage, en la isla de Purbeck. Dos arriba, dos abajo. Sin pretensiones, encantador. Al lado del mar. Miró el precio.

– ¿Qué tal? -preguntó Matt, al volver unos minutos después con una carpeta bajo el brazo-. ¿Qué le parece?

– Aunque pudiera permitírmelo, cosa que no puedo hacer, pienso que en invierno me helaría de frío con los vientos marinos azotando la casa, y en verano me volvería loca con las oleadas de turistas vagando a lo largo de la senda de la costa. Según su propaganda pasa a sólo unos cuantos metros de la cerca del jardín. Y esto sin tener en cuenta los roces con los ocupantes de los otros tres chalets, día sí, día no, además de la horrible perspectiva de saber que más pronto o más tarde el acantilado puede desprenderse y llevarse mi caro chalet con él.

Él rió entre dientes con buen humor.

– La comprendo. La hubiera comprado yo mismo si no tuviera que caminar tanto trecho cada día. El chalet del otro extremo es de una pareja de jubilados de setenta años y los dos del medio son para los fines de semana. Están situados en el centro de un pequeño promontorio, a una buena distancia del borde del acantilado, y, francamente, los ladrillos aguantarán tanto como los cimientos. En cuanto al viento, está lo suficientemente al este de Swanage como protegida de los que soplan con más insistencia, y el tipo de turistas que caminan por la senda costera no son de los que alteran la tranquilidad, simplemente porque no hay ningún acceso público a las proximidades de los chalets. El más cercano está a unos seis kilómetros y no tendrá chiquillos ruidosos o patanes borrachos de cerveza que practiquen algún tipo de excursionismo para distraerse. Lo que nos conduce -su cara juvenil dibujó una atrayente sonrisa- al problema del precio.

Roz sonrió.

– No me diga. Los propietarios están tan desesperados para librarse de ella que están dispuestos a regalarla.

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