Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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– Olive fue muy amable conmigo el otro día. No me la puedo imaginar haciendo algo así.

– Nunca la ha visto en un arranque de ira. Si la hubiera visto, quizás opinaría de otra forma.

– ¿La vio usted?

– No -admitió Hal.

– Pues a mí incluso me parece difícil imaginarlo. Es cierto que durante los seis últimos años ha engordado mucho, pero tiene una complexión fuerte, un aire impasible. Los que suelen perder el control son las personas impacientes, como un muelle. -Notó el escepticismo de él y rió-. Lo sé, lo sé, psicología barata de la peor calaña. Un par de preguntas más y voy a dejarle tranquilo. ¿Qué se hizo con la ropa de Gwen y de Amber?

– Ella la quemó en uno de estos incineradores que tenían en el jardín. Recuperamos algunos jirones entre las cenizas, que se ajustaban a la descripción que había dado Martin sobre los vestidos que llevaban ambas aquella mañana.

– ¿Y por qué lo hizo?

– Supongo que para deshacerse de ellos.

– ¿No se lo preguntó?

Hal frunció el ceño.

– Me imagino que lo hicimos. Ahora no lo recuerdo.

– En su declaración no consta que quemara la ropa.

Hawksley bajó la cabeza reflexionando y apretó sus párpados con los dedos índice y pulgar.

– Le preguntamos por qué las desnudó -murmuró-, y respondió que tenía que desnudarlas para cortar por las articulaciones. Creo que luego Geoff le preguntó qué había hecho con la ropa. -Hizo una pausa.

– ¿Y?

Hal levantó la mirada y se frotó la mandíbula con aire pensativo.

– No creo que respondiera. Y si lo hizo, no lo recuerdo. Tengo la impresión de que la información sobre los restos del incinerador nos llegó a la mañana siguiente, cuando se hizo una investigación a fondo del jardín.

– ¿Así que se lo preguntó entonces?

Negó con la cabeza.

– No, pero supongo que lo hizo Geoff. Gwen llevaba una bata floreada de nailon que se mezcló con una masa de lana y algodón. Tuvimos que aislar los elementos, pero había suficientes como para reconocerlo. Martin identificó los jirones y también lo hizo la vecina. -Alzó un dedo-. También había unos botones. Martin los identificó enseguida como los de la bata que llevaba su esposa aquella mañana.

– ¿Y no le extrañó que Olive tuviera tiempo para quemar la ropa? Podía haberla metido en las maletas con los cadáveres y tirarlo todo al mar.

– Evidentemente, el incinerador no estaba ardiendo aquella tarde a las cinco, pues nos habríamos dado cuenta; es decir, para ella, esto de decidir qué hacía con la ropa fue una de las primeras cuestiones que resolver. No tenía que considerarlo como una pérdida de tiempo porque en aquel momento pudo tener la impresión de que sería relativamente fácil descuartizar los cadáveres. Lo que ella quería era deshacerse de las pruebas. Lo único que la llenó de pánico y la movió a llamarnos fue pensar que su padre volvía a casa. Si en aquella casa hubieran vivido únicamente las tres mujeres, probablemente habría seguido con el plan y a nosotros nos habría tocado identificar algún trozo de carne mutilada que habría flotado en el mar cerca de Southampton. Hasta se podía haber salido con la suya.

– Lo dudo. Los vecinos no eran estúpidos. Se habrían preguntado dónde estaban Gwen y Amber.

– Es cierto -admitió él-. ¿Cuál era la otra pregunta?

– ¿Tenía Olive marcas en las manos y en los brazos de la lucha que mantuvo con Gwen?

Él movió la cabeza.

– Ninguna. Algún moratón, sí, pero ningún arañazo.

Roz le miró fijamente.

– ¿No le pareció raro? Ha dicho que Gwen luchaba por salvar su vida.

– No tenía nada con qué defenderse -respondió Hal casi disculpándose-. Se comía las uñas. Era algo deplorable en una mujer de su edad. No pudo hacer más que agarrar las muñecas de Olive e intentar apartar el cuchillo. Era donde tenía los moratones. Unas señales profundas marcadas con los dedos. Se fotografiaron.

Con un movimiento brusco, Roz puso bien los papeles y los colocó en el portafolios.

– No queda espacio para la más mínima duda, ¿verdad? -dijo, levantando la taza de café.

– Por supuesto. No habría cambiado nada, por otra parte, si no hubiera abierto la boca o se hubiera declarado inocente. La habrían condenado igual. Las pruebas contra ella eran abrumadoras. Al final, incluso su padre tuvo que aceptarlo. Me supo mal por él entonces. De la noche a la mañana, se convirtió en un viejo.

Roz miró la grabadora, que seguía en funcionamiento.

– ¿La apreciaba él?

– No lo sé. Era la persona más reservada que he conocido. Tuve la sensación de que no apreciaba a ninguna de ellas, pero -hizo un gesto de indiferencia- lo cierto es que le sentó muy mal la culpabilidad de Olive.

Roz tomó el café.

– Supongo que el post mortem reveló que Amber había tenido un hijo a los trece años.

Él asintió.

– ¿No siguieron esta pista? ¿Intentar localizar al niño?

– No vimos la necesidad. Había sucedido ocho años antes. Difícilmente podía haber tenido algo que ver con el caso. -Hal esperó pero ella no dijo nada-. ¿Y ahora qué? ¿Va a seguir con el libro?

– Claro que sí -respondió Roz.

Él pareció sorprendido.

– ¿Por qué?

– Porque ahora veo más contradicciones que antes. -Levantó la mano y fue tocándose cada uno de los dedos-. ¿Por qué llamó a la policía tan deshecha en lágrimas que ni el sargento de turno pudo entender lo que decía? ¿Por qué no llevaba su vestido preferido para ir a Londres? ¿Por qué quemó la ropa? ¿Por qué creía su padre que Olive era inocente? ¿Por qué no estaba perturbado él por las muertes de Gwen y Amber? ¿Por qué dijo Olive que no apreciaba a Amber? ¿Por qué no habló de la lucha con su madre si pretendía confesarse culpable? ¿Por qué asestó unos golpes relativamente flojos con el rodillo? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? -Puso las manos sobre la mesa y esbozó una irónica sonrisa-. Es posible que esté siguiendo pistas falsas, pero en el fondo algo me dice que hay alguna cosa que no se aguanta. En definitiva, tal vez no me cuadra su afirmación y la del abogado de ella de que Olive está loca, con las afirmaciones de cinco psiquiatras que han dicho que es normal.

Él la observó unos minutos en los que permaneció en silencio.

– Usted me ha acusado de considerarla culpable antes de tener confirmación de ello, pero usted está haciendo algo peor. La considera inocente a pesar de las pruebas de lo contrario. Suponiendo que con su libro consiguiera apoyo suficiente para ella, y teniendo en cuenta las vacilaciones del sistema judicial en la actualidad, tampoco sería tan improbable, ¿no tendría remordimientos a la hora de devolver una persona como ésta a la sociedad?

– Si es inocente, ninguno.

– ¿Y si no lo es pero a pesar de todo la libera?

– Será que la ley es inútil.

– De acuerdo, si no lo hizo ella, ¿quién lo hizo?

– Alguien a quien quiere proteger. -Terminó la taza de café y desconectó la grabadora-. Todo lo demás me parece ilógico. -Puso la grabadora en la cartera y se levantó-. Ha sido muy amable al dedicarme tanto tiempo. Muchas gracias por esto y también por la comida. -Le tendió la mano.

Él respondió con aire serio.

– Ha sido un placer, señorita Leigh.

Los dedos de Roz, suaves y cálidos en los de él, se movieron inquietos cuando Hal los sujetó demasiado tiempo; a él le dio la sensación de que de pronto la había asustado. Quizás era lo mejor. De una forma u otra, con la chica aparecían los problemas.

Roz se fue hacia la puerta.

– Adiós, sargento Hawksley. Espero que el negocio se anime.

Él le dedicó una sonrisa algo cruel.

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