Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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Olive Martin, con los ojos enrojecidos de haber estado llorando, le abrió la puerta. El olor corporal era insoportable; la joven encogía aquellos voluminosos hombros presa de una desesperación que la hacía aún más repulsiva. La holgada camiseta y los pantalones que llevaba puestos estaban tan manchados de sangre que apenas se distinguía lo uno de lo otro; los ojos de Hawksley apenas vieron más que eso. ¿En qué podían fijarse si no? No sospechó la horrible escena que le aguardaba.

– Soy el sargento Hawksley -dijo con una sonrisa alentadora, mostrándole la placa-. Usted ha llamado a la comisaría.

Dio un paso hacia atrás aguantando la puerta abierta.

– Están en la cocina. -Señaló hacia el pasillo-. En el suelo.

– De acuerdo. Vamos a verlo. ¿Cómo se llama usted?

– Olive.

– Muy bien, Olive, usted primero. Vamos a ver qué es lo que le inquieta.

¿Habría sido mejor estar al corriente de lo que encontraría? Probablemente no. Tiempo después, en muchas ocasiones, pensó que, de haber sabido que tendría que meter los pies en un matadero humano, no habría dado el paso. Contempló horrorizado los cadáveres troceados, el hacha, la sangre que corría a ríos por el suelo, y su conmoción fue tan descomunal que el puño de acero que le oprimía el diafragma y le sujetaba el aire de los pulmones apenas le dejaba respirar. La cocina apestaba a sangre. Se apoyó en la jamba de la puerta y aspiró desesperadamente aquel aire enrarecido y repugnante antes de darse la vuelta, coger el pasillo y lanzarse, conteniendo la náusea, hacia el pequeño jardín delantero.

Olive se sentó en uno de los escalones, mirándole; aquel rostro redondo como la luna estaba tan pálido como el suyo.

– Tenía que haber traído a un compañero -le dijo como compadeciéndole-. Si hubieran sido dos, la cosa no sería tan terrible.

Hawksley, con un pañuelo frente a los labios, cogió la radio para reclamar ayuda. Mientras hablaba, iba observando con cautela a la muchacha fijándose en la sangre que cubría toda la ropa que llevaba. La náusea casi le ahogaba. ¡Señor, Señor! ¿Qué grado de locura era aquél? ¿El suficiente como para coger el hacha contra él?

– ¡Por el amor de Dios, rápido! -gritó por el auricular-. Es un caso urgente.

Permaneció fuera, pues estaba demasiado asustado para entrar. Ella le miraba impasible.

– No voy a hacerle daño. No tiene nada que temer.

Hawksley se secó la frente.

– ¿Quiénes son, Olive?

– Mi madre y mi hermana. -Se cubrió los ojos con las manos-. Tuvimos una pelea.

Él tenía la boca seca por la conmoción y el terror.

– Mejor no hablemos de ello -dijo.

Las lágrimas descendían por aquellas gordas mejillas.

– No tenía intención de que sucediera. Tuvimos una pelea. Mi madre se enfadó mucho conmigo. ¿Quiere que haga la declaración ahora?

Él negó con la cabeza.

– No hay prisa.

Olive siguió mirándole sin parpadear; sus lágrimas se iban secando y formaban unos sucios canalillos en su rostro.

– ¿Podría llevárselos de aquí antes de que llegue mi padre? -preguntó por fin-. Creo que sería mejor.

La bilis ascendió por la garganta de Hawksley.

– ¿A qué hora suele volver?

– Sale a las tres del trabajo. Hace media jornada.

Hal, con un gesto mecánico, miró el reloj. Tenía la mente entumecida.

– Faltan veinte minutos.

Olive estaba bastante sosegada.

– Pues quizá podrían mandar allí a un policía para que le explique lo que ha sucedido. Sería lo mejor -dijo de nuevo. Oyeron el sonido de unas sirenas que se acercaban-. Por favor -dijo insistiendo.

Él asintió.

– Ya lo arreglaremos. ¿Dónde trabaja?

– En Transportes Carters. En el puerto.

Estaba transmitiendo el mensaje cuando dos coches, con las sirenas funcionando, doblaron la esquina y aparcaron frente al número veintidós. Se abrieron una serie de puertas en toda la calle y un montón de rostros curiosos asomaron por ellas. Hal desconectó la radio y la miró.

– Ya está arreglado -dijo-. No se preocupe por su padre.

Una lagrimota resbaló por aquella cara tan sucia.

– ¿Preparo té?

Hal pensó en la cocina.

– Será mejor que no.

Las sirenas enmudecieron cuando los policías saltaron de los coches.

– Me sabe mal crearle tantos problemas -dijo Olive rompiendo el silencio.

A partir de aquel momento, Olive habló muy poco, pero ello se debió, pensaba más tarde Hal, a que nadie se dirigió a ella. La llevaron a la sala de estar, vigilada por una agente atónita, y allí permaneció, inmóvil, con aire bovino, observando las idas y venidas de la puerta, que permaneció abierta. Suponiendo que se diera cuenta del terror que crecía por momentos a su alrededor, no lo demostró. Tampoco dio muestras, a medida que fue pasando el tiempo y se fue borrando de su cara cualquier señal de emoción, de dolor o arrepentimiento por lo que había hecho. Ante aquella indiferencia tan total, la impresión general fue la de que estaba loca.

– Pero, ante usted, lloró -le interrumpió Roz-. ¿Usted pensó que estaba loca?

– Pasé dos horas en aquella cocina con el forense, intentando establecer el orden de los acontecimientos a partir de las manchas de sangre en el suelo, en la mesa y en los muebles de la cocina. Y luego, en cuanto se hubieron tomado las fotografías pertinentes, nos dedicamos al espantoso rompecabezas de decidir cómo encajaban los trozos en cada uno de los cuerpos. Por supuesto que pensé que estaba loca. Una persona normal no podía haber hecho aquello.

Roz iba mordiendo su lápiz.

– Es mucho decir. Lo que usted está diciendo en realidad es que la acción era una locura. Y yo le he preguntado, por la experiencia que tuvo con ella, si creyó que Olive estaba loca.

– Y esto es hilar muy fino. Yo considero que ambas cosas van estrechamente ligadas. Pues sí, pensé que Olive estaba loca. Justamente por esto insistimos tanto en que tuviera a su abogado en el momento de hacer la declaración. La sola idea de inclinarnos por los detalles técnicos y pensar que podía pasar un año en un hospital psiquiátrico, tras el cual cualquier imbécil de psiquiatra decidiera que respondía lo suficiente al tratamiento y la soltara, nos ponía la carne de gallina.

– ¿Así que le sorprendió que cuando la juzgaron se declarara culpable?

– Sí -admitió él-. Me sorprendió.

Hacia las seis de la tarde, centraron la atención en Olive. Empezaron limpiándole con sumo cuidado las manchas de sangre seca que tenía en los brazos y restregaron una a una sus uñas antes de llevarla arriba a que se bañara y se cambiara la ropa. Todas las piezas que había llevado encima fueron colocadas en bolsas de plástico y guardadas en la furgoneta policial. Uno de los inspectores condujo a Hal hacia un rincón.

– Por lo que parece, ya ha admitido que lo hizo ella.

Hal asintió.

– Más o menos.

Roz le interrumpió de nuevo.

– Yo más bien diría menos. Si es cierto lo que ha dicho antes, Olive no admitió nada. Ella dijo que tuvieron una pelea, que su madre se enfadó y que ella no tenía intención de que sucediera. No dijo que las había matado.

– Se lo acepto. Pero una cosa tenía que ver con la otra, por ello le dije que lo dejáramos. No quería que luego dijera que no se la había advertido. -Tomó un sorbo de café-. Por la misma razón, no negó que las hubiera matado, que es lo primero que hubiera hecho una persona inocente, sobre todo teniendo en cuenta la sangre que llevaba encima.

– La cuestión es que usted decidió que era culpable antes de corroborarlo.

– Evidentemente era nuestro principal sospechoso -respondió él secamente.

El inspector ordenó a Hal que llevara a Olive a la comisaría.

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