Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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Roz se mordió la uña del dedo gordo con los ojos fijos en la moqueta.

– En su declaración dijo que nunca había tenido una relación estrecha con su hermana. Podríamos aceptarlo si durante los años posteriores a la escuela sus vidas se hubieran separado, pero no si su propio padre consideró que seguían tan unidas que Olive pudo matar como venganza. -Agitó la cabeza-. Estoy segurísima de que el abogado de Olive jamás oyó tal versión. El pobre intentaba discurrir como fuera un argumento de defensa. -Alzó la mirada-. ¿Por qué abandonó Robert Martin? ¿Cómo le permitió declararse culpable? Según ella, lo hizo para ahorrarle la angustia de un proceso.

El señor Hopwood movió la cabeza.

– Realmente no se lo podría decir. Nosotros no le vimos más. Puede que de una forma u otra se convenciera de la culpabilidad de su hija. -Iba dando masajes a sus artríticos dedos-. El problema que se nos plantea a todos es el de intentar aceptar que una persona a quien conocemos sea capaz de hacer algo tan terrible, quizá porque esto demuestra la falibilidad de nuestro juicio. La conocíamos antes de que sucediera esto. Me imagino que usted la conoció después. En ambos casos, no hemos detectado el fallo en su carácter que pudiera haberla llevado a asesinar a su madre y a su hermana, por eso buscamos excusas. Pero, en definitiva, no creo que haya ninguna. La policía no tuvo que arrancarle la confesión a golpes. Por lo que tengo entendido, fueron ellos los que tuvieron que insistir en que esperara hasta la llegada de su abogado.

Roz frunció el ceño.

– Pero usted sigue preocupado por ello.

El hombre sonrió ligeramente.

– Solamente cuando aparece alguien y agita de nuevo los posos. Por lo general, nos acordamos poco de ello. No hay vuelta de hoja a partir del momento en que firmó la declaración diciendo que lo había hecho.

– Siempre ha habido personas que han confesado delitos que no han cometido -le interrumpió Roz, tajante-. Colgaron a Timothy Evans por su declaración, mientras en el piso de abajo, Christie enterraba a sus víctimas bajo las tablas del entarimado. La hermana Bridget dijo que Olive mentía siempre; usted y su hija han citado algunas de las mentiras que decía. ¿Qué les hace pensar que en este caso dijo la verdad?

La pareja no respondió.

– Me sabe muy mal -dijo Roz con una sonrisa de disculpa-. No tenía ninguna intención de hacer discursos. Tan sólo desearía comprender las cosas. Existen tantas contradicciones… ¿Por qué, por ejemplo, permaneció en la casa Robert Martin después de las muertes? Cualquiera hubiera movido cielo y tierra para salir de allí.

– Creo que tendría que hablar con la policía -dijo el señor Hopwood-. Ellos tienen más información que cualquiera.

– Sí -respondió Roz tranquilamente-. Tendría que hacerlo. -Recogió la taza y el platito del suelo y los puso sobre la mesa-. ¿Puedo preguntarles tres cosas más? Después, les dejaré tranquilos. En primer lugar, ¿se les ocurre alguien más que pueda ayudarme?

La señora Hopwood negó con la cabeza.

– Es que sé muy poco de ella desde que dejó la escuela. Quizás tendría que localizar a las personas con las que trabajó.

– Perfecto. En segundo lugar, ¿sabían que Amber tuvo un bebé cuando tenía trece años?

Roz observó la sorpresa en sus rostros.

– ¡Madre mía! -exclamó la señora Hopwood.

– Pues sí. Y en tercer lugar… -Hizo una pausa recordando la gracia que le hizo a Graham Deedes. ¿Era justo convertir a Olive en objeto de diversión?-. En tercer lugar -repitió con firmeza-, Gwen convenció a Olive para que abortara. ¿Tenían alguna noticia de ello?

La señora Hopwood adoptó una expresión reflexiva.

– ¿Podía haber sido a principios del ochenta y siete?

Roz, no sabiendo qué contestar, asintió.

– Por aquella época yo tenía molestias con la menopausia -dijo la señora Hopwood como aquél que no quiere la cosa-. Tropecé con ella y con Gwen por casualidad en el hospital. Fue la última vez que las vi. Gwen estaba muy nerviosa. Hizo como que estaban allí por un problema ginecológico de ella, pero yo vi claramente que quien tenía el problema era Olive. La pobre muchacha lloraba. -Chasqueó con la lengua con mal humor-. ¡Qué error no haberle permitido que lo tuviera! Por supuesto, esto explica los asesinatos. El bebé tenía que haber nacido aproximadamente en la época en que éstos se produjeron. Queda clarísimo que estaba trastornada.

Roz volvió con el coche a Leven Road. En esta ocasión, la puerta del número veintidós estaba abierta y en el jardín delantero había una joven podando el seto que lo rodeaba. Roz aparcó junto a la acera y salió del coche.

– Hola -dijo, alargando la mano y dando un apretón a la joven. Un contacto directo y amistoso pensaba que podía evitar que la mujer le impidiera entrar en la casa, como había hecho su vecino-. Soy Rosalind Leigh. Pasé por aquí el otro día pero usted no estaba. Veo que aprovecha el tiempo, no voy a interrumpirla, pero, ¿podríamos hablar un momento mientras tanto?

La joven encogió los hombros y siguió podando.

– Si vende algo, aunque sea religión, está perdiendo el tiempo.

– Quería hablarle de su casa.

– ¡Por favor! -exclamó la otra, malhumorada-. A veces me arrepiento de haber comprado la maldita choza. ¿Quién es usted? ¿Se dedica a alguna investigación psíquica? Están todos chalados. Parece que piensan que esta cocina rezuma ectoplasma o algo igual de asqueroso.

– No. Me dedico a algo mucho más directo. Estoy escribiendo un informe complementario sobre el caso de Olive Martin.

– ¿Por qué?

– Hay una serie de cuestiones sin respuesta. Como por ejemplo, ¿por qué Robert Martin permaneció aquí después de los asesinatos?

– ¿Y espera que yo se lo responda? -saltó la otra-. No le he visto en mi vida. Cuando nos trasladamos aquí, hacía mucho tiempo que había muerto. Tendría que hablar con Hayes -señaló con la cabeza los garajes contiguos-, es el único que conoció a la familia.

– Ya he hablado con él. Tampoco lo sabe. -Lanzó una mirada hacia la puerta abierta, pero todo lo que pudo ver fue un trozo de pared de color naranja y un triángulo de moqueta rojiza-. Me imagino que vaciaron la casa y la decoraron de nuevo. ¿Lo hicieron ustedes o ya estaba hecho cuando la compraron?

– Lo hicimos nosotros. Mi marido se dedica a la construcción. Mejor dicho, se dedicaba -puntualizó-. Hace unos doce meses que hubo reducción de plantilla en su empresa. Tuvimos suerte, pudimos vender la otra casa sin perder demasiado y compramos ésta por cuatro cuartos. Y además, sin hipoteca, ya ve, no tenemos que batallar tanto como otros pobres desgraciados.

– ¿Ha encontrado otro trabajo? -preguntó Roz con aire comprensivo.

La joven movió la cabeza.

– Ya se lo puede imaginar. Lo suyo es la.construcción y en este momento no se construye nada. Y no es que no lo intente. ¿Qué más puede hacer? -Descansó del trabajo con las tijeras-. Usted se debe preguntar si encontramos algo cuando remodelamos la casa.

Roz asintió:

– Algo así.

– Si hubiéramos encontrado algo lo hubiéramos dicho a alguien.

– Desde luego, pero no me refería a encontrar alguna prueba incriminatoria. Me refería más bien a impresiones. ¿Usted diría, por ejemplo, que era un lugar para sentirse a gusto? ¿Que por ello él permaneció aquí? ¿Porque apreciaba la casa?

La mujer negó con la cabeza.

– Más bien era algo así como una cárcel. No pondría la mano en el fuego, porque no estoy segura, pero yo diría que tan sólo utilizaba la habitación que está abajo, al fondo, junto a la cocina y el lavabo, que tenía una puerta que daba al jardín. Quizá fuera a la cocina a prepararse algo de comer, pero lo dudo. La puerta que daba allí estaba cerrada y no encontramos la llave. Además, había un antiguo hornillo conectado a uno de los enchufes de la habitación, que no sacaron los que limpiaron la casa, y yo tengo la impresión de que preparaba su comida allí. El jardín era bonito. Me imagino que vivía entre esta habitación y el jardín y que no pisaba para nada el resto de la casa.

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