Minette Walters - La Escultora

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Rosalind Leigh, una periodista en plena crisis creativa y de identidad, se ve forzada a abordar una obra de investigación sobre un caso que conmocionó al país años antes: el de Olive Martin, condenada a veinticinco años de prisión por el asesinato y descuartizamiento de su madre y hermana. Olive se habia declarado culpable.
Olive, -gorda, desmañada, infatigable autora de muñecos de cera de carácter mágico, por lo que en la prisión es llamada La Escultora -, lo tiene todo para resultar antipática. Sin embargo, desde el principio Rosalind es capaz de intuir bajo tan poco favorecedora superficie el desamor y el desamparo. Comienza a sospechar que las protestas de culpabilidad de Olive son falsas.
Se trata de una posibilidad remota y hasta inquietante: ¿Podria ser inocente Olive? Y si así fuera, ¿a quién protege autoinculpándose? Rosalind empieza a bucear en un pasado bajo cuya apariencia de normalidad detecta un turbio remolino de pasiones, odios y desencuentros, tan brutal que sólo podía resolverse en la violencia.

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– No te veo nunca -dijo Roz con una sonrisa forzada-, ¿cómo quieres que te castigue? Estás borracho y haces el ridículo. Y tanto lo uno como lo otro son circunstancias que se van repitiendo. -Él le lanzó una mirada enfermiza y hostil que alentó su desprecio y la impacientó-. ¡Por el amor de Dios! -gritó-. Haz el favor de salir. Ya no siento nada por ti y, francamente, creo que jamás he sentido nada. -Pero aquello no era cierto, por lo menos no del todo. «No puede odiarse lo que nunca se ha amado», había dicho Olive.

Las lágrimas discurrían por aquel rostro empapado de bebida.

– No sé si sabes que cada día lloro por ella.

– ¿Eso haces, Rupert? Pues yo no. No tengo fuerzas para ello.

– Pues no la querías tanto como yo -dijo él entre sollozos, moviendo el cuerpo en un intento de no perder el control.

Los labios de Roz se fruncieron en un gesto despectivo.

– ¿De verdad? Entonces, ¿a qué vino la repugnante prisa de buscarle un sustituto? Lo tengo muy calculado. Seguro que embarazaste a tu preciosa Jessica cuando no hacía ni una semana que habías salido ileso del… accidente. -Alargó la palabra con sarcasmo-. ¿Es el sustituto ideal Sam, Rupert? ¿También te hace tirabuzones con el dedo como hacía Alice? ¿Ríe como ella? ¿Te espera en la puerta, se agarra a tus rodillas y dice: «Mamá, mamá, papá está en casa»? -El odio le quebraba la voz-. ¿Hace eso, Rupert? ¿Te da lo que te proporcionaba Alice y más? ¿O es que no tiene nada que ver con ella y por eso tienes que llorarla día tras día?

– Es un crío, por el amor de Dios. -Apretó los puños; el odio de ella se reflejó en sus ojos-. Eres una zorra, Roz. Jamás se me ocurrió sustituirla. ¿Cómo podía hacerlo? Alice era Alice. No podía hacerla volver.

Ella se volvió para mirar por la ventana.

– No.

– Entonces, ¿por qué echas la culpa a Sam? Él tampoco tuvo la culpa. Ni siquiera sabe que tuvo una hermanastra.

– No le echo la culpa. -Observó a una pareja, iluminados por una luz anaranjada, que paseaba por el otro lado de la calle. Se abrazaban tiernamente, se acariciaban el pelo, los brazos, se besaban. ¡Qué ingenuos eran! Creían que el amor era algo magnífico-. Le guardo rencor.

Oyó que Rupert tropezaba con la mesa del salón.

– Esto no es más que ojeriza -acertó a decir Rupert.

– Sí -respondió ella tranquilamente, más para sí misma que dirigiéndose a él, empañando el cristal con el aliento-. Pero no veo por qué tú tienes que ser feliz cuando yo no lo soy. Mataste a mi hija pero te libraste de todo porque la justicia consideró que habías sufrido lo suficiente. Yo he sufrido mucho más que tú y mi único crimen fue permitir que mi adúltero marido pudiera ver a su hija porque sabía que ella le quería y por nada del mundo la hubiera hecho desgraciada.

– Si hubieras sido más comprensiva -dijo él entre sollozos-, esto no habría sucedido. Fue culpa tuya, Roz. En realidad la mataste tú.

Roz no oyó cómo él se le acercaba. Iba a darse la vuelta cuando el puño de él dio de lleno en su cara. Fue una lucha mezquina y sórdida. Cuando les faltaron las palabras -la propia previsibilidad de sus palabras comportaba que estuvieran siempre prevenidos-, utilizaron los golpes y los arañazos en un brutal deseo de hacer daño. Fue un ejercicio curiosamente falto de pasión, motivado más por unos sentimientos de culpabilidad que por el odio o la venganza, pues en el fondo de la mente de uno y otro había el convencimiento de que había sido el fracaso de su matrimonio, la guerra que había estallado entre ellos, lo que llevó a Rupert a pisar fuerte el acelerador, presa de la frustración y la rabia, llevando a su hija, sin ningún tipo de protección, en el asiento de atrás. ¿Y quién podía prever que el coche se precipitaría sin control a través de la protección central de la autovía y que la fuerza del impacto lanzaría a una indefensa niña de cinco años contra el cristal que aplastaría su frágil cráneo? Un accidente fortuito, según la compañía de seguros. Pero para Roz como mínimo había sido un accidente provocado. Él y Alice habían muerto juntos.

Rupert fue el primero en detener la mano, consciente, tal vez, de que la lucha era desigual o porque, simplemente, se le había pasado la borrachera. Se alejó a gatas y se quedó acurrucado en un rincón. Roz se rozó con el dedo la carne viva de alrededor de los labios, pasó la lengua por encima de estos para cortar la sangre que fluía, cerró los ojos y permaneció unos minutos sentada tranquila y en silencio; había aplacado su odio mortífero. Tenían que haber hecho aquello mucho antes. Por primera vez en muchos meses, se sintió en paz, como si de alguna forma hubiera conjurado su propio sentimiento de culpabilidad. Era consciente de que aquel día tenía que haber ido hasta el coche a sujetar a Alice en el asiento, pero en lugar de ello les había dado con la puerta en las narices y se había retirado a la cocina a calmar su orgullo herido con una botella de ginebra y una orgía de hacer pedazos las fotografías. Quizás, en definitiva, también necesitaba que la castigaran. Nunca había expiado su culpa. Su propia reparación, una forma particular de rendirse, le había traído más que redención, desintegración.

Ahora veía que cuando basta, basta. «Todos somos dueños de nuestro destino, Roz, incluyéndote a ti.»

Con gran cautela se puso de pie, localizó el enchufe y lo colocó de nuevo. Miró un momento a Rupert y luego marcó el número de Jessica.

– Soy Roz -dijo-. Rupert está aquí y creo que deberías pasar a recogerle. -Oyó un suspiro al otro lado del hilo-. Es la última vez, Jessica, te lo prometo. -Hizo un amago de risita-. Hemos establecido una tregua. Se acabaron las recriminaciones. ¿Media hora? De acuerdo. Te esperará abajo. -Colgó el teléfono-. Hablaba en serio, Rupert. Se acabó. Fue un accidente. Acabemos con lo de echarnos la culpa mutuamente y vamos a intentar encontrar un poco de paz.

La falta de sensibilidad de Iris Fielding era célebre, pero al día siguiente incluso ella quedó asombrada al ver el magullado rostro de Roz.

– ¡Jesús, qué horror! -exclamó sin rodeos, dirigiéndose directamente al mueble bar para servirse un brandy. Mientras lo hacía, se le ocurrió que podía preparar otro para Roz-. ¿Quién ha sido?

Roz cerró la puerta y se acercó a duras penas al sofá. Iris apuró su copa.

– ¿Fue Rupert?

Ofreció una segunda copa a Roz, la cual hizo un gesto de negativa al brandy y a la pregunta.

– Claro que no fue Rupert. -Se acomodó con gran tiento en el sofá, medio tendida medio sentada, mientras La señora Antrobus hurgaba en su mullida bata para situarse junto a la barbilla de Roz-. ¿Me harás el favor de dar la comida a La señora A? Hay una lata abierta en el frigorífico.

Iris lanzó una mirada furiosa a La señora Antrobus.

– Tú, asquerosa bestia cargada de pulgas, ¿dónde estabas cuando tu dueña te necesitaba? -Pero la otra se fue a la cocina y se puso a rascar su plato-. ¿De verdad que no fue Rupert? -preguntó de nuevo cuando volvió a la sala.

– No. Esto no va con él. Las peleas que mantenemos no pasan de lo verbal y hacen muchísimo más daño.

Iris se quedó pensativa.

– Siempre me has dicho que te ha apoyado en todo.

– Mentía.

Iris se quedó más pensativa aún.

– Entonces, ¿quién fue?

– Un desgraciado que me encontré en un bar. Me pareció mucho más atractivo vestido que desnudo, total, que le dije que se fuera a hacer gárgaras y se lo tomó fatal. -Notó un aire interrogativo en la mirada de Iris, y sonrió con aire cínico a través del labio partido-. No, no me violó. Mi virtud sigue intacta. La defendí con la cara.

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