– Es la verdad.
– Está bien… ¿y ese golpe que dijiste que él le había propinado? ¿Por qué en el examen post mortem no se encontró ningún hematoma?
– ¿Y cómo voy a saberlo? Quizás ella murió antes de que pudiera formarse. -Irritada, extendió el cubrecama y lo alisó con las manos-. De todas maneras, ¿para qué llamaste a James? Pensé que habíamos acordado tomar partido por Ailsa.
Dick miró el suelo.
– ¿Desde cuándo?
– Fuiste tú quien me dijo que acudiera a la policía.
– Dije que no tenías muchas opciones. Eso no es un acuerdo para tomar partido. -Volvió a frotarse los ojos con fuerza-. El abogado dijo que había elementos para acusarte por calumnias. Según él, has incitado a otras personas a que tilden de asesino a James.
Prue no se mostró impresionada.
– Entonces, ¿por qué no me acusa? Eleanor Bartlett dice que ésa es la mejor prueba de su culpabilidad. Deberías oír lo que dice de él. -Sus ojos brillaron con algún recuerdo que la divertía-. Además, si alguien está haciendo llamadas injuriosas ésa es ella. Estuve presente en una ocasión. Ella lo llama «hacerlo salir de la guarida».
Dick evaluó a su esposa por primera vez en años. Era más regordeta que la chica con la que se había casado, pero mucho más segura de sí misma. A los veinte tenía modales delicados y era muy poquita cosa. A los cincuenta y cuatro era un dragón.
Apenas podía reconocerla ahora, sólo era la mujer que dormía en su cama. No habían hecho el amor o hablado de algún asunto personal desde hacía años. Él se pasaba el día fuera, en la granja, mientras ella jugaba al golf o al bridge con Eleanor y sus otras amigas esnobs. Las noches transcurrían en silencio delante del televisor y él siempre se quedaba dormido antes de que ella subiera al dormitorio.
Prue suspiró con impaciencia al ver la expresión escandalizada de su marido.
– Es lo justo. Ailsa era amiga de Ellie… y mía también. ¿Qué esperabas que hiciéramos? ¿Dejar que James siguiera impune? Si hubieras mostrado una pizca de interés en cualquier cosa que no fuera la granja sabrías que en esa historia hay muchas más cosas que ese estúpido veredicto al que llegó el juez de instrucción. James es un salvaje y la única razón por la que estás armando todo este lío es porque has prestado atención a su abogado… A quien pagan para que se ponga de parte de su cliente. A veces eres muy lento.
No había forma de refutar eso. Dick siempre se tomaba su tiempo para pensar las cosas con detenimiento. Lo único que se reprochaba era su indiferencia.
– Ailsa no pudo morir tan rápido -protestó-. Dijiste que la razón por la cual no interviniste fue porque ella habló con él tras el golpe. Bien, no soy patólogo, pero estoy seguro de que la circulación debe cesar de inmediato para evitar que los vasos sanguíneos rotos sangren bajo la piel. Pero incluso así, yo no estaría seguro.
– No tiene sentido que me intimides; no voy a cambiar de idea -anunció Prue, de nuevo irritada-. Creo que el frío pudo tener algo que ver con eso. Oí un portazo después, sin duda James pasó el pestillo y la dejó fuera para que muriera. Si estás tan interesado, ¿por qué no llamas al patólogo y hablas con él? Aunque es probable que no saques nada en claro. Eleanor dice que todos pertenecen a la brigada del saludo extraño [9], y ésa es la razón por la que no han arrestado a James.
– Eso es ridículo. ¿Por qué tomas tan en cuenta lo que dice esa estúpida? ¿Y desde cuándo alguna de vosotras era amiga de Ailsa? La única vez que ella habló contigo fue cuando recaudaba dinero para sus obras de caridad. Eleanor se quejaba de que fuera tan pedigüeña. Recuerdo la rabieta que os entró cuando el periódico dijo que había donado más de un millón de libras. Dijisteis: «¿Por qué nos pidió dinero si nadaba en él?».
Prue hizo caso omiso del comentario.
– Aún no me has explicado por qué llamaste a James.
– Unos nómadas han invadido el Soto -gruñó Dick-, y necesitamos un abogado para librarnos de ellos. Esperaba que James me pusiera en contacto con el suyo.
– ¿Y qué tiene el nuestro de malo?
– Está de vacaciones hasta el día dos.
Prue movió la cabeza en gesto de incredulidad.
– Entonces, ¿por qué razón no llamaste a los Bartlett? Tienen un abogado. ¿Por qué motivo llamaste a James? Eres un idiota, Dick.
– Porque Julian ya me había pasado el problema a mí -masculló Dick entre dientes-. Se fue a la cacería de Compton Newton con el traje de perrero y pensó que se trataba de saboteadores. No quería que le ensuciaran la ropa, como siempre. Sabes cómo es… vago como el demonio y huyó de un posible enfrentamiento con unos matones… Así que eludió el maldito asunto. Francamente, eso me pone furioso. Trabajo más duro que nadie en este valle pero siempre esperan que sea yo quien se ocupe del trabajo sucio.
Prue hizo una mueca despectiva.
– Debiste decírmelo. Se lo habría contado a Ellie. Ella puede ponernos en contacto con su abogado… aunque Julian no quiera.
– Estabas en la cama -soltó Dick-. Pero muy bien, acepto tu ayuda. El problema es todo tuyo. Eleanor y tú sois las personas más indicadas para tratar con invasores. Se morirán de miedo si ven a dos señoras de mediana edad escupiéndoles insultos por un megáfono.
Y, enojado, se marchó de la habitación.
Mark Ankerton respondió al repique de la vieja campana de bronce que colgaba de un muelle en el pasillo de la mansión y que se accionaba por un alambre que daba al portal. James y él estaban sentados delante de unos troncos que ardían en el salón panelado y el sonido inesperado hizo que ambos dieran un salto. La reacción de Mark fue de alivio. El silencio se había vuelto opresivo y cualquier distracción era bienvenida, incluso una desagradable.
– ¿Dick Weldon? -sugirió.
El anciano sacudió la cabeza.
– Sabe que nunca utilizamos esa entrada. Hubiera venido por detrás.
– ¿Debo responder?
James se encogió de hombros.
– ¿Qué sentido tiene? Seguramente vienen a incordiar, por lo general son los hijos de los Woodgate. Antes les amonestaba… ahora ni me molesto. Si no les hacemos caso, se cansarán.
– ¿Lo hacen a menudo?
– Cuatro o cinco veces por semana. Es muy aburrido.
Mark se puso de pie.
– Al menos, déjeme solicitar un requerimiento judicial para eso -dijo, volviendo al tema que había dado lugar al largo silencio-. No es difícil. Podemos pedir una orden de alejamiento a menos de cincuenta metros de la entrada. Insistiremos en que los padres asuman la responsabilidad… los amenazaremos con la cárcel si los niños siguen incordiando.
James sonrió débilmente.
– ¿Quiere que, además de todos mis problemas, añada la acusación de fascista?
– No tiene nada que ver con el fascismo. La ley hace recaer sobre los padres la responsabilidad de los menores de edad.
James negó con la cabeza.
– Entonces, no tengo el menor derecho moral. Leo y Elizabeth han actuado mucho peor que lo que puedan hacer los hijos de los Woodgate. No me ocultaré tras una hoja de papel, Mark.
– Eso no significa ocultarse. Considérelo un arma.
– No puedo. Papel blanco. Bandera blanca. Huele a rendición. -Hizo un gesto al abogado, señalando hacia el pasillo-. Vaya, regáñelos. Todavía no tienen doce años -dijo, con una sonrisita-, pero se sentirá mejor si los ve huir con la cola entre las piernas. Me doy cuenta de que la satisfacción nada tiene que ver con el calibre del adversario sino sólo con ponerlo en fuga.
Cruzó los dedos bajo la barbilla, escuchando los pasos de Mark mientras cruzaba el suelo de azulejos del pasillo. Oyó descorrer los pestillos y captó las voces antes de que la negra depresión, su constante compañera de todos esos días, en suspenso por breve tiempo debido a la presencia de Mark en la casa, lo golpeara sin aviso e inundara sus ojos con vergonzosas lágrimas. Recostó la cabeza contra el respaldo de la silla y dirigió la vista al cielo raso tratando de obligarlas a retroceder. «Ahora no -se dijo con desesperación-. Delante de Mark, no.» No cuando aquel joven había venido desde tan lejos para ayudarlo a pasar su primera Navidad en soledad.
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