Los ojos de Mark se desplazaron hacia el contestador del escritorio.
– No estoy de acuerdo -dijo con brusquedad-. Anoche hubo cinco llamadas y ninguna de ellas fue de una mujer. ¿Quiere oírlas, James?
– No.
Mark no se sorprendió. No había nada nuevo. Simplemente eran la repetición litúrgica de la información almacenada en el montón de cintas que había examinado el día anterior, pero la voz anónima, distorsionada electrónicamente, crispaba los nervios de quien la escuchaba igual que el torno de un dentista. Hizo girar la silla hasta quedar frente al anciano.
– Usted sabe tan bien como yo que esto no terminará por sí solo -dijo con suavidad-. Sea quien sea, sabe que lo están grabando y seguirá llamando hasta que usted acepte ponerlo en conocimiento de la policía. Eso es lo que está buscando. Quiere que ellos oigan lo que dice.
El coronel siguió mirando a través de la ventana, como si no quisiera cruzar su mirada con la del abogado.
– Sólo son mentiras, Mark.
– Claro que lo son.
– ¿Cree que la policía estaría de acuerdo con usted?
En su voz había una inflexión irónica.
Mark no le prestó atención y respondió de manera directa.
– Si usted sigue aplazando la decisión de llamarlos, no. Debería haberme hablado de esas llamadas cuando comenzaron. Si hubiéramos actuado de inmediato hubiéramos atajado el problema de raíz. Ahora me preocupa que la policía pregunte qué es lo que usted ha tratado de ocultar. -Se frotó la nuca; una noche sin dormir, aguijoneada por las dudas y remachada por las llamadas telefónicas, le habían provocado dolor de cabeza-. Planteémoslo de esta manera: es obvio que este canalla debe de haber pasado cierta información a la señora Bartlett, o ella no estaría tan bien informada. Y si él ha hablado con ella, ¿qué le hace pensar que no se haya dirigido ya a la policía? ¿O que ella no lo haya hecho?
– Me habrían interrogado.
– No necesariamente. Podrían estar investigando a sus espaldas.
– Si él tuviera alguna prueba habría acudido a ellos antes de la investigación, ése era el momento para destruirme, pero sabía que no le prestarían atención. -Se volvió y miró con rabia el teléfono-. Es una forma de aterrorizar, Mark. Cuando vea que no puede doblegarme, se detendrá. Es cuestión de tener paciencia. Todo lo que tenemos que hacer es aguantar.
Mark negó con la cabeza.
– Llevo aquí dos días y aún no he podido dormir. ¿Cuánto cree que podrá soportar antes de derrumbarse?
– ¿Y qué importancia tiene eso? -dijo el anciano, cansado-. Aparte de mi reputación no me queda gran cosa, y que me parta un rayo si le doy la satisfacción de convertir esas mentiras en dominio público. La policía no mantendrá la boca cerrada. Fíjese cómo se han filtrado los detalles de la muerte de Ailsa.
– Tiene que confiar en alguien. Si fallece mañana esas alegaciones se convertirán en un hecho porque nunca se enfrentó a ellas. Toda historia tiene siempre dos caras, James.
La frase hizo que apareciera una leve sonrisa en el rostro del coronel.
– Y eso es precisamente lo que dice mi amigo, el del teléfono. Es muy persuasivo, ¿no es verdad? -Antes de que prosiguiera hubo un doloroso instante de silencio-. Lo único en que he destacado es como militar, y la reputación de un militar se gana en el campo de batalla, no doblegándose ante un miserable chantajista. -Apoyó una mano en el hombro de su abogado antes de echar a andar hacia la puerta-. Prefiero enfrentarme a eso a mi manera, Mark. ¿Quiere un café? Creo que es hora de tomar una taza. Cuando haya terminado, vaya al salón.
No esperó la respuesta y Mark permaneció donde estaba hasta oír el chasquido de la cerradura. Podía ver a través de la ventana la losa descolorida en la que sangre de un animal había impregnado la superficie gastada. A un metro o metro y medio a la izquierda, junto al reloj de sol, estaba el sitio donde había aparecido el cuerpo de Ailsa. Se preguntó si quien telefoneaba tenía razón. ¿Moría la gente como consecuencia de un shock cuando la verdad era insoportable? Con un suspiro volvió al escritorio y rebobinó el mensaje. Pensó que tenía que ser Leo, y pulsó la tecla de puesta en marcha para oír de nuevo la voz a lo Darth Vader. Excepto Elizabeth, nadie sabía tanto sobre la familia y hacía al menos diez años que ella no era capaz de hilvanar dos palabras coherentes.
«¿Alguna vez se preguntó por qué era tan fácil meterse en la cama de Elizabeth… y por qué siempre estaba borracha…? ¿Quién la enseñó a degradarse…? ¿Creyó que ella iba a guardar el secreto para siempre…? ¿O quizá pensó que el uniforme lo iba a proteger? La gente mira con respeto al hombre que lleva pedazos de metal enganchados en la pechera… Probablemente se sentía como un héroe cada vez que sacaba su tronco erecto…»
Mark cerró los ojos con disgusto, pero no podía evitar que en su mente aparecieran constantes imágenes de la capitana Nancy Smith, cuyo parecido con su abuelo era tan notable.
Dick Weldon encontró a su mujer en la habitación de invitados, haciendo las camas para su hijo y su nuera, quienes llegarían esa tarde.
– ¿Has estado telefoneando a James Lockyer-Fox? -preguntó, exigente.
Ella lo miró con el ceño fruncido mientras metía una almohada en su funda.
– ¿De qué hablas?
– Acabo de llamar a la mansión y su abogado me ha dicho que alguien desde aquí ha hecho llamadas injuriosas a James. -Su rostro rubicundo se mostraba colérico-. Como es evidente que no se trata de mí, entonces, ¿quién ha llamado?
Prue le dio la espalda para ahuecar la almohada.
– Si no controlas tu hipertensión te va a dar un infarto -le dijo en tono crítico-. Pareces uno de esos tipos que lleva años sin soltar la botella.
Dick estaba habituado a que su mujer eludiera los temas desagradables por el método de ser la primera en clavar el cuchillo.
– Entonces, has sido tú, ¿verdad? -soltó-. ¿Estás loca? El abogado dijo que te ponías a jadear.
– Eso es ridículo. -Se volvió a girar para tomar otra funda de almohada antes de lanzarle una mirada de desaprobación-. No tienes por qué estar tan enfurruñado. Por lo que a mí respecta, esa bestia se merece todo lo que le pase. ¿Tienes idea de cómo me siento por haber dejado a Ailsa en sus garras? Debí haberla ayudado en lugar de marcharme. Si hubiera mostrado un poco de valor aún estaría viva.
Dick se dejó caer sobre un baúl de ropa junto a la puerta.
– Supón que estás equivocada. Supón que oíste a otras personas…
– Eso no fue lo que ocurrió.
– ¿Cómo puedes estar tan segura? Creí que hablaba con James hasta que el abogado me dijo que era él. Cuando dijo «mansión Shenstead» parecía James.
– Eso se debe a que esperabas que fuera James quien contestara.
– Eso también vale para ti. Esperabas que Ailsa discutiera con el coronel. Siempre me pedías que hurgara en sus trapos sucios.
– ¡Oh, por el amor de Dios! -contraatacó enojada-. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Ella lo llamó James. Dijo: «No, James, no voy a seguir soportándolo». ¿Por qué diría eso si estaba hablando con otra persona?
Dick se frotó los ojos. La había oído decir aquello en numerosas ocasiones, pero lo que el abogado había dicho respecto a palabras fuera de contexto lo inquietaba.
– El otro día me dijiste que no habías podido oír nada de lo que dijo James… Bueno, es posible que tampoco oyeras claramente a Ailsa. Quiero decir, si ella hablaba sobre él y no con él, eso establece una diferencia. Quizá no hablaba en primera persona… quizá dijo: «James no va a seguir soportándolo».
– Sé lo que oí -insistió Prue con terquedad.
– Eso es lo que dices siempre.
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