Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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– Ya lo verás -seguía diciendo ella-, es cuestión de tiempo que la policía se vea obligada a actuar.

Tarde o temprano, como el otro dueño de una propiedad que colindaba con el Soto, James se vería involucrado en la discusión y lo mejor era que empezara a implicarse desde ese momento. De todas maneras, no era una llamada que Dick quisiera hacer.

No se había establecido ningún contacto entre la granja Shenstead y la mansión desde que Prue contara a la policía la discusión que había oído la noche en que Ailsa murió. Siempre decía que el destino había intervenido para convertirla en una persona que escuchaba conversaciones ajenas. Durante tres años nunca había sentido la necesidad de pasear los perros por el Soto en la oscuridad, ¿por qué entonces aquella noche sí? Se dirigía a su casa tras haber visitado a su hija en Bournemouth y uno de los perros comenzó a gemir a medio camino en el valle. Cuando llegó al Soto, había una gran agitación en la parte trasera de la propiedad y ella, quejándose, liberó a los perros y siguió por el camino de lodo.

Debió haber sido una corta parada para hacer sus necesidades, pero la perra no prestó atención a sus intestinos, captó un olor y desapareció entre los árboles. Como no tenía la menor intención de salir a buscar al animal sin una linterna, Prue buscó en el salpicadero el silbato para perros. Mientras se enderezaba estalló una airada discusión en algún lugar a su izquierda. Lo primero que pensó era que había sido causada por el labrador, pero una de las voces era sin lugar a dudas la de Ailsa Lockyer-Fox, y la curiosidad hizo que Prue no tocara el silbato.

Experimentaba un sentimiento ambivalente hacia los Lockyer-Fox. La arribista que vivía dentro de ella quería convertirse en visitante frecuente de la mansión, considerarlos sus amigos y dejar caer su nombre casualmente en las conversaciones. Pero el hecho de que Dick y ella hubiesen sido invitados a la mansión una sola vez desde que habían llegado a Shenstead tres años atrás, y únicamente para tomar algo, le molestaba, sobre todo porque las invitaciones que ella había enviado para cenar en la granja habían sido rechazadas con cortesía. Dick no se daba cuenta de cuál era el problema. Aseguraba que a ellos no les gustaban las formalidades de la vida social. «Ve y háblales en la cocina. Es lo que hacen los demás.»

Por lo tanto, Prue había aparecido por allí en varias ocasiones, sólo para que Ailsa tuviera la impresión de que tenía cosas más importantes que hacer que perder el tiempo chismorreando en la cocina. Después de aquello, sus encuentros se limitaron a breves saludos en la carretera si se tropezaban por casualidad, o a apariciones irregulares de Ailsa en la cocina de Prue cuando buscaba donaciones para sus organizaciones caritativas. Prue consideraba que Ailsa y James la miraban por encima del hombro y a ella no le importaba airear algunos trapos sucios para aventajarles.

Corría el rumor -sobre todo en boca de Eleanor Bartlett, que juraba haberlos oído discutir- de que los Lockyer-Fox tenían un temperamento malvado a pesar de la reserva que mostraban en público. Prue nunca había sido testigo de prueba alguna de ello, aunque consideraba que podía ser cierto. James, en concreto, parecía incapaz de mostrar ninguna emoción y, según Prue, tanta represión tenía que estallar por alguna parte. De vez en cuando, alguno de los hijos anunciaba una visita pero los padres no mostraban excesivo entusiasmo al respecto. Se contaban historias sobre secretos de familia, algunas relacionadas con la reputación de obsesa sexual de Elizabeth, pero los Lockyer-Fox mantenían la boca tan cerrada sobre aquello como sobre cualquier otra cosa.

Para Prue, semejante comportamiento no era natural e incordiaba constantemente a Dick para que removiera la porquería. «Los arrendatarios deben saber algo -solía decir-. ¿Por qué no les preguntas quiénes son los protagonistas de esos secretos de familia? La gente dice que el hijo es un jugador y un ladrón, y que la hija recibió una miseria en su divorcio por tener demasiados romances.» Pero Dick, por ser hombre, no estaba interesado en las habladurías y aconsejó a Prue que mantuviera la boca cerrada si no quería que la tildaran de chismosa. La comunidad era demasiado pequeña para permitirse el lujo de enemistarse con la familia más antigua del lugar, la previno.

En ese momento, la voz de Ailsa se escuchaba claramente en el silencio nocturno; Prue giró ansiosamente la cabeza para escuchar. Algunas de las palabras eran acalladas por el viento, pero no perdió detalle de lo esencial: «No, James… ¡no va a seguir soportándolo!… Fuiste tú quien destruyó a Elizabeth… ¡Qué crueldad! Es una enfermedad… a mi manera… acudir a la consulta de un médico desde hace tiempo…».

Prue hizo bocina con la mano junto a la oreja para oír la voz del hombre. Incluso en el supuesto de que Ailsa no lo hubiera llamado James, ella habría reconocido el tono de barítono como el del coronel, pero sus palabras no eran audibles y supuso que estaría de espaldas a ella.

«… dinero es mío… no voy a ceder… prefiero morir a dejar que te quedes con él… Oh, por Dios… ¡No, no! ¡Por favor… NO!»

La última palabra fue un grito, seguido por el sonido de un golpe y por la voz de James que gruñó: «¡Zorra!».

Un poco alarmada, Prue dio un paso adelante, preguntándose si debía acudir en defensa de la mujer, pero Ailsa volvió a hablar casi de inmediato:

– Estás loco… No te lo perdonaré nunca… debería haberme librado de ti hace años…

Uno o dos segundos después se oyó un portazo.

Pasaron cinco minutos antes de que Prue considerara seguro llevarse el silbato a los labios y llamar al labrador. Anunciaban los silbatos como silenciosos al oído humano, pero rara vez lo eran y su curiosidad había dejado paso al bochorno mientras la menopausia la incitó a ruborizarse súbitamente, al imaginar la vergüenza que sentiría Ailsa si alguna vez se enteraba de que alguien había sido testigo de cómo la maltrataban. Qué hombre más horrible era James, pensó una y otra vez con sorpresa. ¿Cómo alguien podía ser tan santurrón en público y tan monstruoso en privado?

Mientras metía a los perros en el coche, su mente se mantenía ocupada intentando llenar las lagunas en la conversación, y cuando llegó a casa -su marido dormía hacía rato-, había logrado armar un todo lúcido. Por lo tanto, se sintió conmocionada pero no sorprendida cuando Dick retornó del pueblo a la mañana siguiente con la noticia de que Ailsa estaba muerta y que James estaba siendo interrogado por la policía con relación a unas manchas de sangre encontradas junto al cadáver.

– Es culpa mía -dijo ella acongojada, contándole lo ocurrido-. Estaban discutiendo sobre dinero. Ella dijo que él estaba loco y debía ver a un médico, por lo que él la llamó zorra y la golpeó. Debí hacer algo, Dick. ¿Por qué no hice nada?

Dick estaba consternado.

– ¿Estás segura de que se trataba de ellos? -preguntó-. ¿No sería una de las parejas de los chalés de alquiler?

– Claro que estoy segura. Pude oír casi todo lo que dijo ella, y hubo un momento en que lo llamó James. Lo único que le oí decir a él fue «zorra», pero era su voz, sin lugar a dudas. ¿Qué crees que debo hacer?

– Llamar a la policía -dijo Dick con tristeza-. ¿Qué otra cosa podrías hacer?

A partir de aquel momento, el veredicto del juez de instrucción y la puesta en libertad de James, que no había sido arrestado, desataron una retahíla de rumores. Algunos no eran más que especulaciones sobre la existencia de venenos indetectables, sobre sospechosos francmasones, incluso sobre rituales de magia negra con sacrificios de animales en las que James era el hechicero principal. Dick los rechazaba como algo totalmente absurdo. El resto -la negativa del hombre a abandonar su casa y sus propiedades, su ocultación la única vez que Dick lo había visto cerca del portón, el frío comportamiento que habían tenido con él sus hijos durante el funeral, el supuesto abandono de las organizaciones caritativas de Ailsa y de sus amigos a quienes les cerraba la puerta en los morros cuando iban a visitarlo-apuntaba al trastorno mental del que Ailsa -y también Prue, a fuerza de escuchar el altercado final- lo había acusado.

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