Mientras era alzado al helicóptero, Bosch miró la enfurecida corriente. El árbol no tardó en desencajarse y empezó a dar tumbos en los rápidos. Cogió velocidad y pasó bajó el puente, con sus ramas rompiéndose en los pilares de soporte y arrancándose.
Rachel observó que los rescatadores metían a Bosch en el helicóptero. No apartó la vista hasta que él estuvo a salvo dentro del helicóptero y éste empezó a alejarse. Y fue sólo entonces cuando otros curiosos reunidos en el puente empezaron a gritar y a señalar al río. Ella miró y vio a otro hombre en el agua. Pero para ese hombre no había rescate posible. Flotaba boca abajo, con los brazos inertes y el cuerpo sin vida. Tenía cables rojos y negros enrollados en el cuerpo y en el cuello. Su cráneo afeitado parecía la pelota perdida de un niño cabeceando en la corriente.
El segundo helicóptero siguió al cuerpo desde lo alto, esperando que se estancara como antes había hecho el árbol antes de arriesgarse a sacarlo del agua. En esta ocasión no había prisa.
Cuando la corriente se arremolinó entre los pilares del puente, el cadáver giró en el agua. Justo antes de que pasara bajo el puente, Rachel atisbo la cara de Backus.
Tenía los ojos abiertos bajo el brillo del agua, y a Rachel le pareció que la miraba justo antes de desaparecer bajo el puente.
Hace muchos años, cuando servía en el ejército en Vietnam, me hirieron en un túnel. Me sacaron de allí mis camaradas y me pusieron en un helicóptero que me devolvió al campo base. Recuerdo que, cuando el aparato se elevó y me alejó del camino del peligro, sentí una euforia que oscurecía con creces el dolor de mi herida y el cansancio que sentía.
Sentí lo mismo ese día en el río . Déjà vu . Lo había logrado. Había sobrevivido. Estaba a salvo. Estaba sonriendo cuando un bombero con un casco de seguridad me envolvió con una manta.
– Vamos a llevarle al USC para que le hagan un chequeo -gritó por encima del ruido del rotor y de la lluvia-. Llegaremos en diez minutos.
Me levantó el dedo pulgar y yo repetí el mismo signo. Al hacerlo me fijé en que mis dedos habían adquirido un color blanco azulado y que yo estaba temblando a causa de algo más que frío.
– Siento lo de su amigo -gritó el bombero.
Vi que estaba mirando a través del panel de cristal de la parte inferior de la puerta que acababa de cerrar. Me incliné y vi a Backus en el agua. Estaba boca arriba y se movía lánguidamente en la corriente.
– Yo no lo siento -dije, pero no lo bastante alto para que me oyera.
Me recosté en el asiento en el que me habían colocado. Cerré los ojos y saludé con la cabeza a la imagen conjurada de mi compañero silencioso, Terry McCaleb, sonriendo y de pie en la popa de su barco.
El cielo se despejó un par de días después y la ciudad empezó a secarse y a salir de los escombros. Se habían producido deslizamientos de tierra en Malibú y Topanga. La autopista de la costa había quedado reducida a dos carriles para el futuro inmediato. En las colinas de Hollywood se habían registrado inundaciones en las calles bajas. Una casa de Fareholm Drive había sido arrastrada por la corriente, dejando a una anciana estrella de Hollywood sin hogar.
Dos muertes fueron atribuidas a la tormenta, la de un golfista que inexplicablemente había decidido hacer unos hoyos en plena tormenta y que recibió el impacto de un rayo cuando intentaba conectar un swing , y Robert Backus, el asesino en serie fugitivo. El Poeta estaba muerto, dijeron los titulares y los presentadores de noticias. El cuerpo de Backus fue rescatado del río en la presa de Sepúlveda. Causa de la muerte: ahogamiento.
El mar también estaba en calma y, por la mañana, yo tomé un transbordador a Catalina para ver a Graciela McCaleb. Alquilé un cochecito de golf y subí hasta la casa, donde ella me abrió la puerta y me recibió con su familia. Conocí a Raymond, el hijo adoptado, y a Cielo, la niña de la que Terry me había hablado. Encontrarlos me hizo echar de menos a mi propia hija y me recordó la nueva vulnerabilidad que pronto tendría en mi vida.
La casa estaba llena de cajas, y Graciela me explicó que la tormenta había retrasado su traslado al continente. Al día siguiente sus pertenencias serían transportadas a una barcaza y después cruzarían al puerto de Cabrillo, donde las esperaría un camión de mudanzas. Era complicado y caro, pero no se arrepentía de la decisión. Quería abandonar la isla y los recuerdos que albergaba.
Fuimos a la mesa que estaba en el porche para poder hablar sin que nos oyeran los niños. Era un lugar bonito con una vista de toda la bahía de Avalon. Hacía difícil creer que pudiera desear irse. Vi el Following Sea en el puerto y me fijé en que había alguien en la popa y en que una de las trampillas de cubierta estaba levantada.
– ¿Es Buddy el de allí abajo?
– Sí, se está preparando para trasladar el barco. El FBI lo devolvió ayer sin avisar antes. Les habría dicho que lo llevaran a Cabrillo. Ahora tiene que hacerlo Buddy.
– ¿Qué va a hacer con él?
– Va a continuar con el negocio. Llevará las excursiones de pesca desde allí y me pagará un alquiler por el barco.
Asentí. Parecía un trato decente.
– Vender el barco no reportaría tanto. Y, no sé, Terry trabajó tanto con ese barco… No me gusta venderlo a un desconocido.
– Entiendo.
– ¿Sabe?, podría volver con Buddy en lugar de esperar al transbordador. Si quiere. Si no está harto de Buddy.
– No, Buddy me cae bien.
Nos quedamos un buen rato sentados en silencio. No sentía que necesitara explicarle nada del caso. Habíamos hablado por teléfono -porque quería contarle algunas cosas antes de que se enterara por los medios- y la historia había copado los periódicos y la televisión. Graciela conocía los detalles, grandes y pequeños. Quedaba poco por decir, pero pensaba que necesitaba visitarla en persona por última vez. Todo había empezado con ella. Supuse que también tenía que terminar con ella.
– Gracias por lo que hizo -dijo Graciela-. ¿Está bien?
– Estoy bien. Sólo unos pocos arañazos y moretones del río. Fue como montar en un rodeo. -Sonreí. Las únicas heridas visibles eran arañazos en mis manos y uno encima de mi ceja izquierda-. Pero gracias por llamarme. Me alegro de haber tenido la oportunidad. Para eso he venido, para darle las gracias y desearle buena suerte con todo.
La puerta corredera se abrió y la niña pequeña apareció con un libro.
– Mamá, ¿me lo lees?
– Ahora estoy con el señor Bosch. Dentro de un rato, ¿vale?
– No, quiero que me lo leas ahora.
La niña lo planteaba como si fuera una cuestión de vida o muerte, y su cara se tensó, lista para llorar.
– No importa -dije-. Mi hija es igual. Puede leérselo.
– Es su libro favorito. Terry se lo leía casi todas las noches.
Ella se puso a la niña en el regazo y preparó el libro para leerlo. Vi que era el mismo libro que Eleanor acababa de comprarle a mi hija, Billy's Big Day , con el mono recibiendo la medalla de oro en la cubierta. El ejemplar de Cielo estaba gastado por los bordes de leerlo y releerlo. La cubierta se veía rasgada en dos lugares y después enganchada.
Graciela lo abrió y empezó a leerlo.
– «Un brillante día de verano el circo olímpico de los animales se celebraba bajo la gran carpa de Ringlingville. Todos los animales tenían el día libre en todos los circos para poder participar en las distintas competiciones.»
Me fijé en que Graciela había cambiado la voz y estaba leyendo la historia con una inflexión de nerviosismo y anticipación.
– «Todos los animales se apuntaron en el tablero que estaba en el exterior del despacho del señor Farnsworth. La lista de competiciones estaba anotada en el tablero. Había carreras de relevos y muchas otras competiciones. Los animales grandes se acercaron tanto al tablero que los demás no podían verlo. Un monito se coló entre las piernas de un elefante y después se subió al tronco del paquidermo para poder ver la lista. Billy Bing sonrió cuando por fin la vio. Había una carrera de cien metros y sabía que él era muy bueno en salir corriendo.»
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