Michael Connelly - Cauces De Maldad

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Bosch investiga esta vez la muerta del ex pro filer del FBI. Terry McCaleb (protagonista de Deuda de sangre, libro que fue llevado al cine de la mano de Clint Eastwood). Sus indagaciones le inducen a sospechar que el tristemente famoso asesino en serie conocido como el Poeta -al que se daba por muerto-podría hallarse involucrado en la repentina defunción de McCaleb. Bosch decidirá entonces pedir la ayuda de la agente del FBI Rachel Welling, encargada en su día de la investigación de los crímenes cometidos por el Poeta.

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– ¿Quién eres, chico?

– Soy detective privado de Los Ángeles, sólo estoy buscando a un hombre desaparecido, nada más.

– Sí, bueno, a la gente que está aquí no les gusta que los busquen.

– Ahora ya lo entiendo. Me voy a ir y no…

– Disculpen.

Todos nos detuvimos. Era la voz de Rachel. El hombre más grande se volvió hacia la caravana y su hombro bajó unos centímetros. Vi que Rachel salía por la puerta de atrás de la caravana. Tenía las manos a los costados.

– ¿Qué es esto? ¿Has venido con tu mamá? -dijo Gran Esteroide.

– Más o menos.

Mientras aquel mastodonte estaba mirando a Rachel, yo uní las manos y le descargué un mazazo en la nuca. Trastabilló y casi cayó encima de su compañero. Pero el golpe no era más que un ataque por sorpresa. El motero no llegó a caer, se volvió hacia mí y empezó a acercarse cerrando los puños como dos martillos. Vi que Rachel metía el brazo debajo del blazer y buscaba la pistola, pero la mano se le enganchó en la tela y tardó en alcanzar el arma.

– ¡Quietos! -gritó.

Los chicos Esteroides no se detuvieron. Me agaché ante el primer puñetazo del más grande, pero cuando surgí estaba justo delante del hermano pequeño. Este me agarró en un abrazo de oso y me levantó del suelo. Por alguna razón en ese punto me di cuenta de que había tres mujeres observando desde las ventanas traseras del último remolque. Había atraído público a mi propia destrucción.

Tenía los brazos inmovilizados por mi agresor y sentía una fuerte presión en la espalda al tiempo que el aire salía de mis pulmones. Justo entonces Rachel por fin liberó su arma y disparó dos veces al aire.

Me dejaron caer al suelo y observé que Rachel retrocedía del remolque para asegurarse de que nadie se le acercaba por detrás.

– FBI -gritó-. Al suelo. Los dos al suelo.

Los dos hombres obedecieron. En cuanto pude meter un poco de aire en mis pulmones me levanté. Traté de sacudirme parte del polvo de la ropa, pero lo único que hice fue levantar una nube. Miré a Rachel y le comuniqué que estaba bien con un gesto. Ella mantuvo la distancia con los dos hombres del suelo y me señaló con el dedo.

– ¿Qué ha pasado?

– Estaba hablando con una de las chicas y le pedí que trajera a otra. Pero entonces aparecieron estos tipos y me sacaron aquí. Gracias por la advertencia.

– Traté de avisarte. Toqué el claxon.

– Ya lo sé, Rachel. Cálmate. Por eso te doy las gracias. Lo interpreté mal.

– Bueno, ¿qué hacemos?

– Estos tipos no me importan, suéltalos. Pero hay dos mujeres dentro, Tammy y Mecca, hemos de llevárnoslas. Una conoce a Shandy y creo que la otra puede identificar a uno de los desaparecidos como cliente.

Rachel computó la información y se limitó a asentir.

– Bien. ¿Shandy es un cliente?

– No, es una especie de chófer. Hemos de ir al bar y preguntar allí.

– Entonces no podemos soltar a estos dos. Podrían venir a vernos allí. Además había cuatro motos fuera. ¿Dónde están los otros dos?

– No lo sé.

– Eh, ¡vamos! -gritó Gran Esteroide-. Estamos respirando polvo.

Rachel se acercó a los dos tipos que estaban en el suelo. -Muy bien, levantaos.

Ella esperó hasta que estuvieron en pie y mirándola con ojos malevolentes. Bajó la pistola a un costado y les habló con calma, como si ésa fuera la forma que tenía de conocer a la gente.

– ¿De dónde sois?

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Porque quiero conoceros. Estoy decidiendo si os detengo o no.

– ¿Por qué? Ha empezado él…

– Eso no es lo que yo he visto. He visto a dos tipos grandes asaltando a uno más pequeño.

– Estaba entrando sin autorización.

– La última vez que lo comprobé, entrar sin autorización no era una justificación válida para la agresión. Si quieres ver si me equivoco entonces…

– Pahrump

– ¿Qué?

– De Pahrump.

– ¿Y sois los dueños de esto?

– No, servicio de seguridad.

– Ya veo. Bueno, os diré el qué. Si encontráis a los dueños de las otras dos motos y os volvéis a Pahrump, dejaré que los fugados se fuguen.

– Eso no es justo. El estaba allí dentro preguntando…

– Soy del FBI, no me interesa lo que es justo. Tomadlo o dejadlo.

Después de un momento el más grande cambió de posición y empezó a caminar hacia el remolque. El más pequeño lo siguió.

– ¿Adonde vais? -espetó Rachel.

– Nos vamos, como nos has dicho.

– Bien. No olviden ponerse el casco, caballeros.

Sin mirar atrás el hombre más grande levantó un brazo musculoso y alzó el dedo corazón. El más pequeño lo vio e hizo lo mismo.

Rachel me miró y dijo:

– Espero que esto funcione.

32

Las mujeres del asiento de atrás estaban furiosas, pero a Rachel no le importaba. Era lo más cerca que había estado -lo más cerca que nadie había estado- de Backus desde aquella noche en Los Ángeles. La noche en que Rachel lo había visto caer de espaldas a través del cristal a un vacío que pareció tragárselo sin dejar ningún rastro.

Hasta ahora. Y lo último que iba a dejar que le importunara eran las protestas de las dos prostitutas que estaban en el asiento de atrás del coche de Bosch. Lo único que le preocupaba era su decisión de dejar conducir a Bosch. Tenían dos mujeres bajo custodia y las estaban trasladando en un coche privado. Era una cuestión de seguridad y ella todavía no había decidido cómo iba a manejar la parada en el bar.

– Ya sé lo que haremos -dijo Bosch mientras conducía alejándose de los tres burdeles situados al final de la carretera.

– Yo también -dijo Rachel-. Tú te quedas con ellas mientras yo entro.

– No, eso no funcionará. Necesitarás ayuda. Acabamos de comprobar que no podemos separarnos.

– Entonces, ¿qué?

– Pongo el cierre de niños en las puertas de atrás y no podrán abrir.

– ¿Y qué les va a impedir saltar a la parte de delante y salir?

– Mira, ¿adónde van a ir? No tienen elección, ¿verdad, señoras? -Bosch miró por el espejo retrovisor.

– Que te den por culo -dijo la que respondía al nombre de Mecca-. No puedes hacernos esto. Nosotras no hemos cometido ningún crimen.

– De hecho, como he explicado antes, podemos -dijo Rachel con tono aburrido-. Han sido tomadas en custodia federal como testigos materiales en una investigación criminal. Serán interrogadas formalmente y después puestas en libertad.

– Bueno, pues hazlo ahora y terminemos de una vez.

Rachel se había sorprendido al mirar la licencia de conducir de la mujer y ver que Mecca era su verdadero nombre. Mecca McIntyre. Menudo nombre.

– Bueno, Mecca, no podemos. Ya se lo he explicado.

Bosch aparcó en el estacionamiento de gravilla que había delante del bar. No había ningún otro coche. Bajó un par de centímetros las ventanillas y cerró el Mercedes.

– Voy a poner la alarma -dijo-. Si saltáis y abrís la puerta, se disparará la alarma. Entonces saldremos y os atraparemos. Así que no os molestéis, ¿de acuerdo? No tardaremos mucho.

Rachel salió y cerró la puerta. Miró de nuevo su teléfono móvil y comprobó que todavía no tenía cobertura. Vio que Bosch se fijaba en el suyo y negaba con la cabeza. Decidió que si había un teléfono en el bar llamaría a la oficina de campo de Las Vegas para informar de lo ocurrido. Suponía que Cherie Dei estaría enfadada y agradecida al mismo tiempo.

– Por cierto -dijo Bosch, mientras enfilaban la rampa que conducía a la puerta del remolque-, ¿llevas un cargador extra para tu Sig?

– Claro.

– ¿Dónde, en el cinturón?

– Sí, ¿por qué?

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