– Si los agentes preguntan dónde estoy, dígales que he ido al remolque de Tom Walling, ¿de acuerdo?
– Me había parecido que le decían que no fuera allí.
– Señor Rett, simplemente dígales lo que le he pedido que les diga.
– Lo haré.
– Por cierto, ¿ha estado allí desde que él vino y le dijo que se iba durante un tiempo?
– No, todavía no he tenido tiempo de ir. Él pagó el alquiler, así que no creo que sea asunto mío ir a cotillear en sus cosas. En Clear no somos así.
Rachel asintió con la cabeza.
– Muy bien, señor Rett, gracias por su cooperación.
El se encogió de hombros, o bien para expresar que no tenía elección, o bien para decir que su cooperación había sido mínima.
Rachel dio la espalda a la barra y se dirigió a la puerta, pero vaciló al llegar al umbral. Metió la mano en el blazer y sacó el cargador extra de la Sig Sauer del cinturón. Lo sopesó un momento y después se lo metió en el bolsillo del blazer . Salió del bar y se sentó al lado de Bosch en el Mercedes.
– ¿ Y? -dijo él-. ¿ La agente Dei está furiosa?
– No. Acabamos de darle la mejor pista del caso, ¿cómo iba a estar furiosa?
– No lo sé. Alguna gente tiene la capacidad de ponerse furiosa sin importar qué les des.
– ¿Vamos a quedarnos aquí sentados todo el día? -preguntó Mecca desde el asiento de atrás.
Rachel se volvió hacia las dos mujeres.
– Vamos a ir al risco del oeste para echar un vistazo a un remolque. Pueden venir con nosotros y quedarse en el coche o pueden entrar en el bar y esperar. Hay más agentes en camino. Probablemente las podrán entrevistar aquí y no tendrán que ir a Las Vegas.
– Gracias a Dios -dijo Mecca-. Yo esperaré aquí.
– Yo también -dijo Tammy.
Bosch las dejó salir del coche.
– Esperen aquí -les gritó Rachel-. Si vuelven a su caravana o a cualquier otro sitio no irán muy lejos y sólo conseguirán que se pongan furiosos.
Ellas no acusaron recibo de la advertencia. Rachel observó que subían la rampa y entraban en el bar. Bosch volvió a meterse en el coche y puso la marcha atrás.
– ¿Estás segura de esto? -preguntó-. Apuesto a que la agente Dei te ha dicho que esperes hasta que lleguen aquí los refuerzos.
– También ha dicho que una de las primeras cosas que iba a hacer era enviarte a casa. ¿Quieres esperarla o quieres ir a ver ese remolque?
– No te preocupes, iré. No soy yo el que se juega la carrera.
– Menuda carrera.
Seguimos la carretera polvorienta que Billings Rett nos había indicado, y ésta conducía hacia el oeste desde la población de Clear y subía una loma de algo más de un kilómetro. La carretera se allanaba entonces y describía una curva por detrás de un afloramiento rocoso que era tal cual lo había descrito Rett. Parecía la popa del famoso barco de pasajeros cuando ésta se alzaba del agua en un ángulo de sesenta grados poco antes de desaparecer en el océano. Según la película, al menos. El escalador del que Rett había hecho mención había escalado hasta el lugar apropiado de la cima y había escrito «Titanic» con pintura blanca en la superficie de la roca.
No nos detuvimos a apreciar la roca ni la obra pictórica. La rodeé con el Mercedes y enseguida llegamos a un claro donde vimos un pequeño remolque posado en bloques de hormigón. Junto a él había un coche abandonado con las cuatro ruedas sin aire y un bidón de aceite que se utilizaba para quemar basura. En el otro lado había un depósito de fuel de grandes dimensiones y un generador eléctrico.
Para preservar posibles pruebas de escena del crimen, me detuve justo antes del descampado y apagué el motor. Me fijé en que el generador estaba en silencio. Había una calma en el conjunto de la escena que me pareció ominosa en cierto modo. Tenía la clara sensación de que había llegado al fin del mundo, a un lugar de oscuridad. Me pregunté si era allí donde Backus había llevado a sus víctimas, si éste era el fin del mundo para ellas. Probablemente, concluí. Era un lugar donde esperaba el mal.
Rachel quebró el silencio.
– Bueno, ¿vamos a quedarnos mirando desde aquí o vamos a entrar?
– Estaba esperando que dieras el primer paso.
Ella abrió su puerta y a continuación yo abrí la mía. Nos reunimos delante del coche. Fue entonces cuando me fijé en que todas las ventanas del remolque estaban abiertas; no era lo que uno esperaría de alguien que se ausenta de una casa durante un largo periodo. Después de reparar en eso llegó el olor.
– ¿Hueles eso?
Rachel asintió. La muerte estaba en el aire. Era mucho peor, mucho más intenso que en Zzyzx. Instintivamente supe que lo que íbamos a encontrar allí no eran los secretos enterrados del asesino. Esta vez no. Había un cadáver en la caravana -al menos uno- que estaba al aire libre y en proceso de descomposición.
– Con mi último acto -dijo Rachel.
– ¿Qué? Lo que escribió en la tarjeta.
Asentí. Rachel estaba pensando en el suicidio.
– ¿Tú crees?
– No lo sé. Vamos a verlo.
Caminamos lentamente hacia el remolque, sin que ninguno de los dos volviera a decir ni una palabra. El olor se hizo más intenso y los dos supimos que quien estuviera muerto en el interior de la caravana llevaba bastante tiempo cociéndose allí dentro.
Me aparté de Rachel y me acerqué hasta un conjunto de ventanas situado a la izquierda de la puerta del remolque. Ahuecando las manos en el mosquitero, traté de distinguir algo en el oscuro interior. En cuanto toqué la tela metálica, las moscas empezaron a zumbar alarmadas en el interior de la caravana. Rebotaban contra el mosquitero y trataban de salir como si la escena y el olor del interior fueran demasiado incluso para ellas.
No había cortina en la ventana, pero no podía ver gran cosa desde aquel ángulo, al menos no podía ver un cadáver ni indicación de que lo hubiera. Parecía una pequeña sala de estar, con un sofá y una silla. Había una mesa con dos pilas de libros de tapa dura. Detrás de la silla había una estantería llena de libros.
– Nada-dije.
Retrocedí de la ventana y miré a lo largo del remolque. Vi que los ojos de Rachel se centraban en la puerta y en el pomo. Entonces entendí algo, algo que no encajaba.
– Rachel, ¿por qué te dejó la nota en el bar?
– ¿Qué?
– La nota. La dejó en el bar. ¿Por qué allí? ¿Por qué no aquí?
– Supongo que quería asegurarse de que la recibía.
– Si no la hubiera dejado en el bar, de todos modos habrías venido aquí. La habrías encontrado aquí. Ella negó con la cabeza.
– ¿Qué estás diciendo? No…
– No intentes abrir la puerta, Rachel. Esperemos.
– ¿De qué estás hablando? -No me gusta esto.
– ¿Por qué no miras por la parte de atrás a ver si hay otra ventana desde la que puedas ver algo?
– Lo haré. Tú espera.
Ella no me respondió. Rodeé el remolque por la parte izquierda, pasé por encima del enganche y me dirigí hacia el otro lado. Pero entonces me detuve y caminé hasta el bidón de basura.
El bidón estaba lleno de restos calcinados hasta una tercera parte. Había un mango de escoba quemado por un extremo. Lo cogí y revolví entre las cenizas del bidón, como estaba seguro que habría hecho Backus cuando el fuego estaba ardiendo. Había querido asegurarse de que todo se quemaba.
Al parecer lo que había destruido eran sobre todo papeles y libros. No había nada reconocible hasta que encontré una tarjeta de crédito ennegrecida y fundida. Supuse que los expertos forenses quizá podrían identificarla como la de una de las víctimas. Continué hurgando y vi trozos de plástico negro fundido. Entonces me fijé en un libro con las tapas quemadas, pero que todavía conservaba parcialmente intactas algunas páginas del interior. Lo levanté con los dedos y lo abrí con cautela. Parecía poesía, aunque era difícil estar seguro puesto que todas las páginas estaban parcialmente quemadas. Entre dos de estas páginas encontré un recibo medio quemado del libro. En la parte superior se leía «Book Car», pero el resto estaba quemado.
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