Michael Connelly - Cauces De Maldad

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Bosch investiga esta vez la muerta del ex pro filer del FBI. Terry McCaleb (protagonista de Deuda de sangre, libro que fue llevado al cine de la mano de Clint Eastwood). Sus indagaciones le inducen a sospechar que el tristemente famoso asesino en serie conocido como el Poeta -al que se daba por muerto-podría hallarse involucrado en la repentina defunción de McCaleb. Bosch decidirá entonces pedir la ayuda de la agente del FBI Rachel Welling, encargada en su día de la investigación de los crímenes cometidos por el Poeta.

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– Eso lo entiendo, pero dadas las circunstancias decidí que por el bien de la investigación era preferible que uniéramos nuestros conocimientos y recursos. Sinceramente, agente Alpert, Bosch fue quien encontró ese sitio. No tendríamos lo que tenemos ahora de no ser por él.

– No se engañe, agente Walling. Habríamos llegado allí.

– Lo sé, pero la velocidad era determinante. Lo dijo usted mismo después de la reunión de la mañana. El director iba a ponerse ante las cámaras. Yo quería avanzar en el caso para que él dispusiera de la máxima información posible.

– Bueno, pues olvídese de eso. Ahora no sabemos lo que tenemos. Ha pospuesto la conferencia de prensa y nos ha dado hasta mañana al mediodía para que entendamos qué tenemos allí.

Cherie Dei se aclaró la garganta y se arriesgó a entrometerse de nuevo.

– Eso es imposible -dijo-. El cuerpo está hecho picadillo. Están usando varias bolsas para sacarlo. Tardaremos semanas en hacer la identificación y conocer la causa de la muerte, si es que lo conseguimos. Por suerte, parece que la agente Walling pudo obtener una muestra de ADN del cadáver y eso aceleraría las cosas, pero no tenemos pruebas comparativas. Vamos…

– Tal vez no estabas escuchando hace diez segundos -dijo Alpert-, pero no disponemos de semanas. Tenemos menos de veinticuatro horas.

Alpert dio la espalda a las dos mujeres y puso los brazos en jarras, adoptando una pose que mostraba el peso que le había caído encima por ser el único agente inteligente y sagaz que quedaba en el planeta.

– Entonces déjenos volver allí -dijo Rachel-. Tal vez entre los escombros encontremos algo que…

– ¡No! -gritó Alpert. Se volvió de nuevo-. Eso no será necesario, agente Walling. Ya ha hecho bastante.

– Conozco a Backus y conozco el caso. Debería estar trabajando.

– Yo decidiré quién trabajará en este caso y quién no. Quiero que vuelva usted a la oficina de campo y que se ponga con la documentación de este fiasco. Lo quiero en mi escritorio mañana a las ocho de la mañana. Quiero una lista detallada de todo lo que vio en el interior de esa caravana.

Alpert esperó para ver si ella discutía la orden. Rachel permaneció en silencio y eso pareció complacer al agente especial al mando.

– Ahora tengo a los medios encima con esto. ¿Qué podemos hacer público que no nos desmonte la parada y que no eclipse al director mañana?

Dei se encogió de hombros.

– Nada. Dígales que el director se dirigirá a ellos mañana, fin de la historia.

– Eso no funcionará. Hemos de darles algo.

– No les dé a Backus -dijo Rachel-. Dígales que los agentes querían hablar con un hombre llamado Thomas Walling acerca del caso de las personas desaparecidas. Pero Walling había colocado explosivos en su remolque y éste explotó cuando llegaron los agentes.

Alpert asintió. Le sonaba bien.

– ¿Y Bosch?

– Yo lo dejaría al margen. No tenemos ningún control sobre él. Si un periodista se dirige a él, podría revelarlo todo.

– Y el cadáver. ¿Decimos que era Walling?

– Diremos que no lo sabemos, porque no lo sabemos. Esperamos la identificación y tal y tal. Eso debería bastar.

– Si los periodistas van a los burdeles conocerán toda la historia.

– No, nunca le contamos a nadie toda la historia.

– Por cierto, ¿qué ha pasado con Bosch?

Dei respondió a la pregunta.

– Le tomé declaración y lo puse en libertad. Lo último que vi es que iba de camino a Las Vegas.

– ¿Mantendrá la boca cerrada?

Dei miró a Rachel y después a Alpert.

– Digámoslo de este modo, no va a ir a buscar a nadie para hablar de esto. Y mientras no lo mencionemos, no habrá ninguna razón para que nadie vaya a buscarlo a él.

Alpert asintió. Hundió una mano en uno de sus bolsillos y la sacó con un teléfono móvil.

– Cuando hayamos terminado aquí he de hacer una llamada a Washington. ¿Cuál es su reacción instintiva? ¿Era Backus el de la caravana?

Rachel vaciló, porque no quería responder en primer lugar.

– En este momento no hay forma de saberlo -dijo Dei-. Si me está preguntando si debe decirle al director que lo tenemos, mi respuesta ahora mismo es que no, no le diga eso al director. Podía ser cualquiera el de la caravana. Por lo que sabemos es una undécima víctima y puede que nunca sepamos quién era. Sólo alguien que fue a uno de los burdeles y fue interceptado por Backus.

Alpert miró a Rachel, esperando su opinión.

– La mecha -dijo ella.

– ¿Qué pasa con la mecha?

– Era demasiado larga. Era como si quisiera que viera el cadáver, pero sin que me acercara demasiado. Pero también quería que saliera de allí.

– ¿Y?

– En el cadáver había un sombrero negro. Recuerdo que había un hombre en mi vuelo de Rapid City con un sombrero vaquero negro.

– Por el amor de Dios, volaba desde Dakota del Sur. ¿Acaso no lleva todo el mundo sombrero allí?

– Pero él estaba allí, conmigo. Creo que todo este asunto era una trampa. La nota en el bar, la mecha larga, las fotos en la caravana y el sombrero negro. Quería que yo saliera de allí a tiempo para decirle al mundo que había muerto.

Alpert no respondió. Miró al teléfono que sostenía.

– Hay demasiadas cosas que todavía no sabemos, Randal -propuso Dei.

Alpert volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.

– Muy bien, Cherie, ¿tienes el coche aquí?

– Sí.

– Lleva ahora a la agente Walling a la oficina de campo.

Alpert las dejó salir, pero no sin mirar una última vez a Rachel y dedicarle una mueca más.

– Recuerde, agente Walling, en mi escritorio a las ocho.

– Lo tendrá -dijo Rachel.

35

Eleanor Wish salió a abrirme, y eso me sorprendió. Dio un paso atrás para dejarme pasar.

– No me mires así, Harry -dijo ella-. Tienes la impresión de que nunca estoy aquí y de que salgo todas las noches y dejo a Maddie con Marisol. No es así. Trabajo tres o cuatro noches por semana y normalmente eso es todo.

Levanté las manos en ademán de rendición y ella vio la venda en torno a la palma de mi mano derecha.

– ¿Qué te ha pasado?

– Me corté con un trozo de metal.

– ¿Qué metal?

– Es una historia larga.

– ¿Esa movida del desierto de hoy?

Asentí con la cabeza.

– Debería haberlo sabido. ¿Te va a impedir tocar el saxofón?

Aburrido con mi jubilación, había empezado a tomar lecciones el año anterior de un jazzman retirado con el que me había cruzado en un caso. Una noche, cuando las cosas estaban bien entre Eleanor y yo, me había llevado el instrumento y había tocado una canción llamada Lullaby . A ella le gustó.

– De hecho, tampoco he estado tocando.

– ¿Cómo es eso?

No quería decirle que mi maestro había muerto y que la música había desaparecido temporalmente de mi vida.

– Mi maestro quería que cambiara del alto al tenor, más bien al «temor» de tener que escucharme.

Ella sonrió ante mi lamentable chiste y dejamos el tema. La había seguido a lo largo de la casa hasta la cocina, donde la mesa era de hecho una mesa de póquer de fieltro, con manchas de cereales que había dejado Maddie. Eleanor había jugado seis manos descubiertas para practicar. Se sentó y empezó a recoger las cartas.

– Por mí, no lo dejes -dije-. Sólo he venido para ver si podía acostar a Maddie. ¿Dónde está?

– Marisol la está bañando. Pero contaba con acostarla yo esta noche. He trabajado las últimas tres noches.

– Oh, bueno, no importa. Entonces sólo le diré hola. Y adiós. Me vuelvo hoy.

– Entonces, ¿por qué no te ocupas tú? Tengo un libro nuevo para leerle. Está en el mostrador.

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