Rachel insistió en que yo me duchara primero, y lo hice. Después, mientras ella estaba en el cuarto de baño, salí del apartamento y me acerqué a una tienda abierta las veinticuatro horas de Koval Lañe para comprar otras dos cervezas. Iba a limitarlo a esa cantidad porque tenía que conducir esa noche y no quería que el alcohol me enlenteciera en llegar a la carretera o una vez en ella. Estaba sentado en el salón cuando ella salió del cuarto de baño completamente vestida y sonrió al ver las dos botellas.
– Sabía que servirías de algo.
Rachel se sentó y entrechocamos las botellas.
– Por el amor de gladiadores -dijo ella.
Bebimos y nos quedamos unos momentos en silencio. Estaba intentando descubrir qué significaba la última hora para mí y para nosotros.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella.
– En cómo se puede complicar esto.
– No tiene por qué. Simplemente podemos esperar a ver qué pasa.
Eso no me parecía lo mismo a que me pidiera que me mudara a Dakota del Sur. -Vale.
– Será mejor que me vaya.
– ¿Adónde?
– Supongo que vuelvo a la oficina de campo. A ver qué se mueve.
– ¿Te has enterado de qué ha pasado con el bidón de basura después de la explosión? Olvidé mirar.
– No, ¿por qué?
– Miré dentro cuando estuvimos allí. Sólo un minuto. Parecía que había estado quemando tarjetas de crédito y tal vez documentos de identidad.
– ¿De las víctimas?
– Probablemente. También quemó libros.
– ¿Libros? ¿Por qué crees que lo hizo?
– No lo sé, pero es extraño. Dentro del remolque tenía libros por todas partes. O sea que quemó unos, y otros no. Eso parece extraño.
– Bueno, si queda algo del bidón, el equipo de recuperación de pruebas lo encontrará. ¿Por qué no lo mencionaste antes, cuando te entrevistaron allí?
– Supongo que porque me zumbaba la cabeza y me olvidé.
– Pérdida de memoria inmediata asociada a una conmoción.
– Yo no tengo una conmoción.
– Me refiero a la explosión. ¿Sabes qué libros había allí?
– La verdad es que no. No tuve tiempo. Elegí uno. Era el menos quemado de los que vi. Parecía poesía. Creo.
Ella me miró y asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
– Lo que no entiendo es por qué quemó los libros. Preparó el remolque para que saltara por los aires, pero se tomó el tiempo de ir al bidón y quemar algunos libros. Casi como…
Paré de hablar y traté de ordenar la información.
– ¿Casi como qué, Harry?
– No lo sé. Como si no quisiera dejar el remolque al azar. Quería asegurarse de que esos libros se destruían.
– Estás suponiendo que ambas cosas están relacionadas. Quien sabe, quizá quemó los libros hace seis meses. No puedes relacionar dos cosas porque sí.
Asentí con la cabeza. Tenía razón en eso, pero la incongruencia seguía molestándome.
– El libro que encontré estaba cerca de la parte superior del bidón -dije-. Se quemó la última vez que se usó el bidón. También había un recibo. Medio quemado. Pero quizá puedan rastrearlo.
– Cuando vuelva lo comprobaré, pero no recuerdo haber visto el bidón después de la explosión.
Me encogí de hombros.
– Yo tampoco.
Ella se levantó y yo hice lo mismo.
– Hay algo más -dije al tiempo que metía la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta. Saqué la foto y se la tendí a ella.
– Debí cogerla mientras estaba en la caravana y me olvidé de ella. La encontré en mi bolsillo.
Era la foto que había cogido de la bandeja de la impresora. La vivienda de dos plantas con el anciano en la fachada junto a la furgoneta.
– Genial, Harry. ¿Cómo voy a explicar esto?
– No lo sé, pero pensaba que querrías intentar identificar la casa o al anciano.
– ¿Y ahora qué diferencia hay?
– Vamos, Rachel, sabes que no ha terminado.
– No, no lo sé.
Me molestaba que no quisiera hablar conmigo después de la intimidad que habíamos compartido sólo unos minutos antes.
– Vale. -Cogí mi caja y las perchas con ropa.
– Espera un momento, Harry. ¿Vas a irte así? ¿Qué quieres decir con que no ha terminado?
– Quiero decir que los dos sabemos que no era Backus el que estaba allí. Si a ti y al FBI no os interesa, me parece bien. Pero no me andes con chorradas, Rachel. No después de lo que hemos pasado hoy y no después de lo que acabamos de hacer.
Ella transigió.
– Mira, Harry, no está en mis manos, ¿vale? Ahora mismo estamos esperando los resultados forenses. Probablemente hasta que el director comparezca mañana en rueda de prensa no se formulará la posición oficial del FBI.
– No me interesa la posición oficial del FBI. Estaba hablando contigo.
– Harry, ¿qué quieres que diga?
– Quiero que digas que vas a coger a este tío, diga lo que diga mañana el director.
Me dirigí a la puerta y ella me siguió. Salimos del apartamento y ella cerró la puerta por mí.
– ¿Dónde tienes el coche? -pregunté-. Te acompañaré.
Ella señaló el camino y bajamos por la escalera hasta su coche, aparcado cerca de la oficina del Double X. Después de que ella abrió la puerta nos volvimos y nos miramos a los ojos.
– Quiero coger a este tío -dijo ella-. Más de lo que te imaginas.
– Muy bien, bien. Estaremos en contacto.
– Bueno, ¿tú qué vas a hacer?
– No lo sé. Cuando lo sepa te lo diré.
– De acuerdo. Nos vemos, Bosch.
– Adiós, Rachel.
Ella me besó y se metió en el coche. Yo caminé hasta mi Mercedes, metiéndome entre los dos edificios que formaban el Double X para llegar hasta el otro aparcamiento. Estaba convencido de que no sería la última vez que veía a Rachel Walling.
En mi camino de salida de la ciudad podría haber evitado el tráfico del Strip, pero decidí no hacerlo. Pensé que las luces podrían animarme. Sabía que estaba dejando atrás a mi hija. Iba a Los Ángeles para reincorporarme al departamento. Volvería a ver a mi hija, pero no podría pasar con ella todo el tiempo que yo necesitaba y quería. Me marchaba para unirme a las depresivas legiones de padres de fin de semana, los hombres que tenían que comprimir su amor y su deber en estancias de veinticuatro horas con sus hijos. La idea levantó un pavor oscuro en mi pecho que mil millones de kilowatios no iban a poder atravesar. Sin lugar a dudas abandonaba Las Vegas como perdedor.
Una vez que dejé atrás las luces y los límites de la ciudad, el tráfico se hizo más ligero y el cielo más oscuro. Traté de no darle importancia a la depresión que mi decisión me había acarreado. Opté por trabajar en el caso mientras conducía, siguiendo la lógica de los movimientos desde la perspectiva de Backus, moliéndolo todo hasta que la historia quedó reducida a un polvo suave y sólo me quedaron preguntas sin responder. Lo vi de la misma forma en que lo hizo el FBI. Backus, tras adoptar el nombre de Tom Walling, se estableció en Clear y tomó como presas a los clientes de los burdeles a los que transportaba. Operó durante años con impunidad porque eligió a las víctimas perfectas. Eso fue hasta que las cifras se tornaron contra él e investigadores de Las Vegas empezaron a ver un patrón y elaboraron la lista de los seis hombres desaparecidos. Backus probablemente sabía que era sólo cuestión de tiempo antes de que se estableciera la conexión con Clear. Posiblemente supo que ese tiempo sería incluso más corto cuando vio el nombre de McCaleb en el periódico. Quizás incluso se enteró de que McCaleb había ido a Las Vegas. Quizá McCaleb había llegado hasta Clear. ¿Quién sabe? La mayoría de las respuestas murieron con McCaleb y después en aquel remolque en el desierto.
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