– No tengo ni idea de lo que está hablando.
– Bueno, estoy segura de que la ORP podrá entenderlo. Supongo que Cherie les ayudará. Me refiero a que yo en su caso no ligaría mi carrera a la suya. Diría la verdad. Que me trajo aquí como cebo, que pensaba que yo haría salir a Backus a la superficie. Apuesto a que tuvo un equipo en la sombra detrás de mí todo el tiempo. También habrá un registro de eso. ¿Y mi teléfono y mi habitación de hotel? ¿También puso micrófonos?
Rachel vio que la expresión de Alpert cambiaba. Era una expresión de introspección. Su mente ya no estaba devorada por las acusaciones de Rachel, sino por las futuras consecuencias de una demanda sobre ética y una investigación. Rachel vio que reconocía su propia perdición. Un agente poniendo micros y siguiendo a otro agente, usándolo como cebo involuntario en una partida de apuestas muy altas. En el clima de escrutinio de los medios de comunicación y la filosofía extendida en todo el FBI de evitar cualquier controversia, sus actos no se sostendrían. Sería él quien caería, no ella. Rápidamente y en silencio se ocuparían de él. Quizá, si era afortunado, terminaría trabajando codo con codo con Rachel en la oficina de Rapid City.
– Las Badlands son muy bonitas en verano -dijo Rachel.
Se levantó y se dirigió a la puerta.
– ¿Agente Walling? -dijo Alpert a su espalda-. Espere un segundo.
El avión de Rachel aterrizó con media hora de retraso en Burbank debido a la lluvia y el viento. No había despejado en toda la noche y la ciudad estaba envuelta en una mortaja gris. Era el tipo de lluvia que paralizaba la metrópoli. El tráfico avanzaba con exasperante lentitud en todas las calles y autovías. Las carreteras no estaban preparadas para ello. Y la ciudad tampoco. Al amanecer las alcantarillas se estaban desbordando, los túneles estaban al límite de su capacidad y las aguas que fluían hacia el río Los Ángeles habían convertido el canal de hormigón que serpenteaba por la ciudad hasta el océano en unos rápidos atronadores. Era agua muy oscura, que arrastraba las cenizas de los incendios que habían ennegrecido las colinas el año anterior. El panorama transmitía una sensación de fin del mundo. La ciudad que había sido puesta a prueba por el fuego se enfrentaba en ese momento al agua. A veces viviendo en Los Ángeles uno sentía que viajaba como guardia armado del diablo hacia el Apocalipsis. La expresión en la mirada de la gente que vi esa mañana era la del que se pregunta qué será lo siguiente. ¿Un terremoto? ¿Un tsunami? ¿O quizás un desastre obra del hombre? Una docena de años antes, el fuego y la lluvia habían sido el presagio de un levantamiento tanto tectónico como social de la Ciudad de Los Ángeles. No creía que nadie en la ciudad pusiera en duda que podía ocurrir de nuevo. Si estamos condenados a repetirnos a nosotros mismos en nuestras locuras y errores, entonces es fácil pensar en el equilibrio natural operando según el mismo ciclo.
Pensé en ello mientras esperaba a Rachel fuera de la terminal. La lluvia golpeaba en el parabrisas, tornándolo traslúcido y opaco. El viento balanceaba el coche en su suspensión. Pensaba en volver a incorporarme al departamento, y ya estaba replanteándome mi decisión y preguntándome si sería repetirme a mí mismo en la locura o si esta vez tendría una oportunidad de salvarme.
No vi a Rachel entre la lluvia hasta que golpeó en la ventanilla del lado del pasajero. Abrió la puerta del maletero y echó la bolsa. Llevaba una parka verde con capucha. Le habría servido para enfrentarse a los elementos en las dos Dakotas, pero se veía demasiado voluminosa en Los Ángeles.
– Será mejor que esto sea bueno, Bosch -dijo ella al subir al coche y dejarse caer, empapada, en el asiento del pasajero.
No mostró ningún signo de afecto, y yo tampoco. Era uno de los acuerdos a los que habíamos llegado por teléfono, íbamos a actuar como profesionales hasta que termináramos de investigar mi corazonada.
– ¿Por qué? ¿Tenías alternativas?
– No, pero anoche lo puse todo en juego con Alpert. Estoy a una cagada de quedarme con un puesto permanente en Dakota del Sur, donde, por cierto, el clima suele ser más benigno que éste.
– Bueno, bienvenida a Los Ángeles.
– Pensaba que esto era Burbank.
– Técnicamente.
Después de salir del aeropuerto me metí en la 134 y tomé hacia el este por la 5. Entre la lluvia y la hora punta de la mañana nuestro avance fue lento al rodear Griffith Park y dirigirnos al sur. Todavía no tenía la cabeza para empezar a preocuparme por el tiempo, pero estaba acercándome.
Durante mucho rato circulamos en silencio porque la combinación de lluvia y tráfico hacía la conducción intensa, probablemente más todavía para Rachel que tenía que quedarse sentada sin hacer nada mientras yo controlaba el volante. Finalmente ella habló, aunque sólo fuera para desviar parte de la tensión en el coche.
– Bueno, ¿vas a contarme este gran plan tuyo?
– No es ningún plan, sólo una corazonada.
– No, dijiste que «conocías» su próximo movimiento, Bosch.
Me fijé en que desde que habíamos hecho el amor en mi apartamento había empezado a llamarme por mi apellido. Me preguntaba si eso era parte del acuerdo de actuar como profesionales o alguna forma de revertir el cariño al llamar a alguien con quien has estado en una situación tan íntima con su nombre menos íntimo.
– Tenía que traerte aquí, Rachel.
– Bueno, muy bien. Aquí estoy. Dímelo.
– Es el Poeta el que tiene el gran plan. Backus.
– ¿Qué va a hacer?
– ¿Recuerdas los libros de los que te hablé ayer, los libros en el bidón y el que saqué?
– Sí.
– Creo que he descubierto qué significa todo.
Le hablé del recibo parcialmente quemado y le expliqué que pensaba que «Book Car» era parte de «Book Carnival», la librería que regentaba el detective de policía retirado Ed Thomas, el último objetivo del Poeta ocho años antes.
– Crees por este libro del bidón que él está aquí y va a cometer el asesinato que le impedimos cometer hace ocho años.
– Exactamente.
– Eso está cogido por los pelos, Bosch. Ojalá me lo hubieras contado todo antes de que me jugara el culo viajando hasta aquí.
– No existen las coincidencias, y menos como ésta.
– Muy bien, explícame la historia, pues. Muéstrame el perfil del Poeta y su gran plan.
– Bueno, es cosa del FBI hacer perfiles de crímenes. Yo sólo te explicaré lo que creo que está haciendo. Creo que el remolque y la explosión estaban preparados para ser el gran final. Y entonces, en cuanto el director se plante delante de las cámaras y diga que cree que lo tenemos, él va a matar a Ed Thomas. El simbolismo sería perfecto. Es el gran gesto, la forma definitiva de decir «que os den por el culo». Es el jaque mate, Rachel. Mientras el FBI se enorgullece de sí mismo, él actúa justo delante de sus narices y elimina al tipo con el que el FBI se dio tanta pompa por haberlo salvado la última vez.
– ¿Y por qué los libros del bidón? ¿Cómo encaja todo eso?
– Creo que eran libros que le compró a Ed Thomas. De Book Carnival, por correo o incluso en persona. Quizás estaban marcados de algún modo o podían ser rastreados hasta la librería. Tenía que evitarlo y por eso los quemó. No podía arriesgarse a que sobrevivieran a la explosión de la caravana.
»Y además, en el otro extremo, después de que Ed Thomas hubiera muerto y Backus hubiera huido, los agentes encontrarían la relación con la tienda y empezarían a entender cuánto tiempo y con cuánta perfección había estado planeándolo. Ayudaría a mostrar su genio. Eso es lo que quiere, ¿no? En fin, tú eres la profiler . Dime si me equivoco.
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