– Usted le pegó. ¿No cree que ella tenía motivos para tratarlo como a Jack el Destripador?
– Le pegué porque no paraba de chillar. -Empezó a mordisquearse las uñas y añadió-: Supongo que usted le dijo que yo era un violador, y que ella le creyó. Eso ha sido lo que me ha fastidiado. El domingo ella no tenía nada contra mí, y hoy va y…
– ¿Sabía usted que ella podía estar allí?
– Por supuesto que no. ¿Cómo iba a saberlo?
– Maggie suele cabalgar por ese barranco por la mañana. Es uno de los pocos sitios donde puede dar una buena galopada. Cualquiera que la conozca podría habérselo dicho. Además, es uno de los pocos sitios con fácil acceso a la playa desde el sendero de la costa.
– No lo sabía.
– Entonces ¿por qué le sorprende que ella se asustara al verlo? Se habría asustado al ver a cualquiera que hubiera aparecido inesperadamente en un cabo desierto.
– Usted no la habría asustado.
– Yo soy policía. Maggie confía en mí.
– En mí también confiaba -replicó Harding-, hasta que usted le dijo que yo era un violador.
Era el mismo argumento de Maggie, e Ingram reconoció que era cierto, aunque no lo dijo. Arruinar la reputación de una persona inocente era una injusticia, y aunque ni él ni Galbraith habían afirmado que Harding fuera un violador, bastaba con sus insinuaciones. Siguieron callados un rato. La carretera de Swanage discurría hacia el sureste a lo largo de la cresta de Purbeck, y el mar aparecía intermitentemente entre tramos de pastos. A Ingram le daba el sol en el brazo y el cuello. Harding, sentado a la sombra en el lado izquierdo del coche, estaba en tensión, como si tuviera frío, y miraba por la ventana, ensimismado. Parecía aletargado, e Ingram no sabía si todavía intentaba prepararse alguna defensa o si lo ocurrido aquella mañana empezaba a pesarle.
– Deberían matar a ese perro -dijo Harding.
Entonces era que todavía se estaba preparando una defensa. Ingram se preguntó por qué había tardado tanto en pensar en eso.
– La señorita Jenner dice que el perro sólo intentaba protegerla -dijo.
– Me atacó.
– No debió usted pegar a Maggie.
Harding suspiró.
– No era mi intención hacerlo -admitió, como si se hubiera dado cuenta de que no valía la pena seguir discutiendo-. Seguramente no lo habría hecho si ella no me hubiera llamado pervertido. El último que me dijo eso fue mi padre, y lo tumbé de un puñetazo.
– ¿Por qué le llamó pervertido?
– Porque le dije que había posado para unas fotos pornográficas. -El joven apretó los puños y agregó-: Me gustaría que la gente se ocupara de sus cosas. Me saca de mis casillas que me den sermones sobre mi vida.
Ingram meneó la cabeza.
– En esta vida todo tiene un precio, Steve. El que siembra, recoge.
– ¿Qué demonios quiere decir?
– Que nadie le prometió un lecho de rosas.
Harding miró por la ventanilla, ignorando lo que sin duda consideraba una típica actitud paternalista de un policía.
– No sé qué coño insinúa.
Ingram esbozó una sonrisa.
– ¿Qué hacía esta mañana en Emmetts Hill?
– Fui a dar un paseo.
Hubo un breve silencio, y luego Ingram soltó una risa burlona.
– ¿No se le ocurre nada mejor que decir?
– Es la verdad.
– Y un cuerno. Ha tenido todo el día para pensárselo, pero si ésa es la única explicación que se le ocurre, debe de tener una opinión muy pobre de la policía.
El joven lo miró sonriente.
– Así es.
– Entonces tendremos que hacer algo para que modifique esa opinión. -Ingram le devolvió la sonrisa-. ¿No cree?
Gregory Freemantle estaba en su piso de Poole sirviéndose una copa cuando su novia apareció con dos detectives. Había un ambiente sumamente tenso, y los policías se percataron de que acababan de interrumpir una discusión.
– Los detectives Campbell y Langham -dijo ella secamente-. Quieren hablar contigo.
Freemantle era un playboy entrado en años, con cabello rubio desgreñado e incipientes bolsas alrededor de los ojos y bajo la barbilla.
– Dios mío -gimió-, espero que no se hayan tomado en serio lo de ese maldito bidón de gasolina. No tiene ni idea de navegación, ni de niños, por cierto, pero eso no le impide hablar de ambas cosas como si fuera una experta.
Era de esos tipos por los que los hombres sienten una antipatía instintiva, y Campbell miró con compasión a su novia.
– No era un bidón de gasolina, sino un bote volcado. Lamento decepcionarlo, pero nos hemos tomado muy en serio la información que nos ha proporcionado la señorita Hale.
Freemantle dijo:
– Muy buena, Jenny. -Sus ojos delataban un nivel de alcohol considerable, pero aun así se bebió de un trago dos dedos de whisky y fue a servirse otro.
– Estamos intentando descartar a unos sospechosos del asesinato de Kate Sumner -explicó Campbell-, y nos interesan todas las personas que estuvieron en Chapman's Pool el domingo pasado. Tenemos entendido que usted estuvo allí en un Fairline Squadron.
– Así es. Ya se lo ha dicho ella, ¿no?
– ¿Quién había con usted?
– Jenny y mis dos hijas, Marie y Fliss. Y si tanto le interesa, le diré que fue una pesadilla. Te compras un barco para que todas estén contentas y lo único que ellas saben hacer es enfadarse. Lo voy a vender. -Su expresión denotaba autocompasión-. Salir solo no tiene gracia, pero salir con una jauría todavía es peor.
– ¿Alguna de sus hijas estaba tumbada en biquini en la proa del barco entre las doce y media y la una del domingo?
– No lo sé.
– ¿Tiene alguna de las dos un amigo llamado Steven Harding?
Freemantle se encogió de hombros.
– Me gustaría que contestara mi pregunta, señor Freemantle.
– Pues no puedo contestarla porque no lo sé, ni me importa -dijo agresivamente el señor Freemantle-. Por hoy ya he tenido bastante de mujeres. -Volvió a levantar el vaso-. Mi esposa me ha hecho saber que tiene intención de llevar mi empresa a la bancarrota para quitarme tres cuartas partes de lo que me pertenece. Mi hija de quince años me dice que está embarazada y que quiere irse a Francia con un melenudo que se las da de actor, y mi novia -señaló a Jenny Hale-, esa de ahí, me dice que la culpa de todo la tengo yo por dejar de lado mis responsabilidades como marido y como padre. Así que, ¡salud! ¡Por los hombres!
Campbell preguntó a la mujer:
– ¿Puede ayudarnos, señorita Hale?
Ella miró a Gregory, buscando su apoyo, pero como él eludió su mirada, se encogió de hombros y dijo:
– Qué más da, de todos modos pensaba marcharme hoy mismo. Marie, la de quince años, llevaba un biquini y estuvo tomando el sol en la proa antes de comer. Estaba tumbada boca abajo para que su padre no viera que tiene el vientre hinchado, y le hacía señas a su novio, que estaba en la playa masturbándose. Luego se puso un pareo para disimular su embarazo. Después nos dijo que su novio se llama Steven Harding, que vive en Londres y es actor. Yo ya sabía que Marie estaba tramando algo porque desde que nos marchamos de Poole estuvo muy nerviosa, y comprendí que su conducta debía de tener algo que ver con el chico de la playa, porque cuando nos marchamos se puso insoportable. -Suspiró y prosiguió-: Eso fue lo que desencadenó la pelea. Hoy, cuando Marie se presentó hecha una fiera, como siempre, le dije a su padre que debería preocuparse más de lo que está pasando, porque yo ya hace tiempo que sé que su hija está embarazada y que toma drogas. Ahora se ha desatado la tormenta.
– ¿Sigue Marie aquí?
Jenny asintió.
– Está en el cuarto de invitados.
– ¿Cuál es su domicilio habitual?
– Vive en Lymington con su madre y su hermana.
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