Helen y yo retrocedimos hasta la pared para no estorbarles. Por los barrotes de la verja, mirando hacia la falda de la colina, veía las ramas agitadas por el viento. Estiré el cuello y miré al cielo con preocupación. Estaba ya completamente nublado y las masas negras se amontonaban encima de nosotros. El tiempo era allí tan tornadizo como fijo y monótono en California. No sabía adonde iba a llevarnos aquella situación y me debatía entre el temor y una leve esperanza de que al final todo saliera bien. Ray y Gilbert se repartirían el dinero, se darían la mano y cada cual se iría a lo suyo, dejándome a mí en libertad de ir a lo mío. Laura abandonaría a Gilbert; puede que se quedara un tiempo con su padre y su abuela, hasta que al final se separasen. Ray se quedaría seguramente con su madre hasta que la operasen de los ojos, a menos que lo capturasen antes y lo enviasen otra vez a la cárcel.
Miré la hora. Sólo eran las diez y cuarto de la mañana. Si conseguía un vuelo a primera hora de la tarde, estaría en casa para cenar. Me había perdido casi todas las celebraciones prenupciales. Al día siguiente por la noche, el miércoles, víspera de la boda, William y los muchachos habían dicho que irían a la bolera, mientras Nell, Klotilde y yo cenaríamos seguramente en el local de Rosie. Esta había jurado que no quería ensayar nada. «¿Qué hay que ensayar? Estaremos juntos y repetiremos lo que el juez nos diga.» Nell no había tenido tiempo de dar los últimos retoques a mi sayo de dama de honor, pero ¿qué había que retocar en una cosa así?
El golpeteo adquirió un ritmo reiterativo. Oí a lo lejos a un lugareño que accionaba una máquina cortacésped. Por la carretera que bordeaba el cementerio no pasaban coches. Cuando me di cuenta, Ray, Gilbert y Laura arrastraban sacas de lona por la puerta y los peldaños. Helen y yo fuimos tras ellos y miramos mientras Ray abría una saca y vaciaba el contenido en el asfalto.
– Aquel tipo era un genio -dijo Ray-. Se le ocurría lo que no se le ocurría a nadie. Ojalá estuviera aquí. Ojalá pudiera ver esto. Fijaos. Qué hermoso es, Señor.
Lo que había caído en el asfalto era un montón de billetes nacionales y extranjeros, joyas, cubertería y cacharrería de plata, títulos de bolsa, monedas de plata, billetes del gobierno confederado, pagarés, documentos legales sin identificar, monedas, series especiales, papeles timbrados y dólares de oro y plata. El montículo de valores me llegaba casi a la rodilla y aún había otras seis sacas tan llenas como aquélla. Incluso Helen, que veía poco, parecía haberse percatado cicla enormidad del descubrimiento. Una gota de lluvia apareció en el suelo, seguida de otra y otra a intervalos espaciados. Ray miró al cielo con sorpresa y extendió la mano.
– Hay que irse -dijo.
Laura volvió a llenar la saca mientras Ray y Gilbert arrastraban las restantes hasta el maletero del coche y las metían dentro. Cuando hubieron cargado la última saca, Ray cerró el maletero. Estábamos ya subiendo al vehículo cuando vimos a Gilbert. Durante un segundo pensé que se había detenido para remeterse la camisa, pero inmediatamente me di cuenta de que empuñaba la pistola. Ray vio mi expresión y miró a Gilbert, que estaba erguido ya, con las piernas abiertas y el Cok en la mano. Laura apretó el brazo de Helen, las dos petrificadas. Vi que Laura murmuraba algo al oído de su abuela, para avisarla de lo que estaba pasando, ya que la anciana no se había enterado.
Gilbert miraba a Ray con expresión divertida, como si los demás no estuviéramos presentes.
– Siento decírtelo, Ray, pero tu amigo Johnny era un asesino nato.
Ray lo miró con fijeza.
– ¿De veras?
– Puso precio a Darrell McDermid e hizo que lo mataran.
Ray frunció el entrecejo.
– Creía que Darrell había muerto en un accidente.
– No fue un accidente. Lo cosieron a tiros. Johnny pagó una pasta a un tío para asegurarse de que Darrell no se levantaba.
– ¿Por qué? ¿Porque Darrell nos vendió a la poli?
– Eso es lo que decía Johnny.
– ¿Quién lo hizo entonces?
– Yo. El chico estaba hecho polvo por lo de su hermano y puse punto final a su sufrimiento.
Ray meditó aquello y se encogió de hombros.
– ¿Y qué? Eso no me afecta. Estuvo bien lo que hiciste. El muy cabrón se lo merecía.
– Sí, pero Darrell no era culpable. Darrell no hizo nada. Alguien llenó de mentiras la cabeza de Johnny -dijo Gilbert con tristeza fingida-. Fui yo quien se lo contó a la poli. Me cuesta creer que no lo hayáis adivinado.
– ¿Tú fuiste el chivato?
– Me temo que sí -dijo Gilbert-. Mira, afrontémoslo con realismo. Soy un muerto de hambre, no valgo para nada. Es como aquella anécdota del tipo que salva a una serpiente y a cambio recibe una mordedura mortal. El tipo no para de decir: «Oye, tú, ¿por qué me haces esto? Te he salvado la vida», y la serpiente dice: «Mira, tío, cuando me recogiste, ya sabías que era una serpiente venenosa».
– Gilbert, tengo que decirte algo. Nunca te he tenido por un buen sujeto. Ni una sola vez. -Ray se llevó una mano a los riñones y cuando volvió a enseñarla, empuñaba una Smith & Wesson del 0,38 especial.
Gilbert se echó a reír.
– Joder. Tiroteo a la vista. Será divertido.
– Más para mí que para ti -dijo Ray. Los ojos le brillaban de maldad, mientras que Gilbert sólo parecía divertido, como si Ray no representase una amenaza que tuviera que tomarse en serio.
– Papá, no -dijo Laura.
– Vamos, chicos, vamos -dije-. No hay que llegar a estos extremos. Hay dinero de sobra…
– No es por el dinero -dijo Ray sin mirarme, con los ojos fijos en Gilbert, los dos a tres metros de distancia a lo sumo-. Es por un tipo que ha maltratado a mi hija y ha apaleado a mi ex mujer. Es por Darrell y Farley, hijo de perra. Sabes de qué hablo, ¿verdad?
– Totalmente -dijo Gilbert.
Retrocedí un paso, tan pendiente de los dos hombres que no vi lo que hacía Helen. Esta levantó el bate de béisbol para descargarlo con furia más o menos donde estaba Gilbert, golpeando el brazo de Ray al tomar impulso. Ni siquiera rozó a Gilbert y casi me dio a mí en toda la boca. Sentí la corriente de aire que me azotaba los labios cuando el bate me pasó silbando. El palo dio en el coche y el golpe le hizo soltar el bate.
– ¡Maldita sea, mamá! Vete de aquí. ¡Vete de aquí!
Laura gritó y se agachó. Yo me arrojé al suelo y alcé los ojos a tiempo de ver que Gilbert apuntaba y disparaba contra ella. Sonó un chasquido hueco. Gilbert miró el Colt con asombro. Lo amartilló otra vez y apretó el gatillo; el percutor volvió a dar en falso. Tiró del cierre, salió despedido un cartucho, y soltó el mecanismo, poniendo otro en la recámara. Giró el arma y apuntó a Ray. Apretó el gatillo. Clic. Volvió a amartillar el revólver y apretó el gatillo nuevamente. Clic.
– ¿Qué pasa? -dijo.
Ray sonrió.
– Bueno, creo que la culpa la tengo yo. He olvidado decirte que he limado la aguja del percutor.
Ray hizo fuego y Gilbert se desplomó con un ruido extraño, como si le hubieran sacado todo el aire. Ray avanzó hasta situarse encima de Gilbert. Volvió a hacer fuego.
Contemplé hechizada el tercer disparo. Ray se volvió hacia mí.
– No, no hagas eso.
Percibí cierto movimiento por el rabillo del ojo y de pronto oí el impacto del bate al darme en la cabeza. En la décima de segundo que precedió a mi desmayo, miré a Helen con pesar. La buena señora había estado bateando a ciegas y acababa de darme un buen golpe. Lo malo fue que la vi con claridad, y que no tenía nada en las manos. Era Laura quien empuñaba el bate y yo me hundía cada vez más en las tinieblas.
Pasé la noche en una habitación semiprivada de un hospital llamado Baptista Este, con el peor dolor de cabeza que recuerdo haber tenido en mi vida. A causa de la conmoción, el médico no me había dado ningún sedante y cada treinta minutos aproximadamente me comprobaban las constantes vitales. Puesto que no me dejaban dormir, pasé dos horas aburridas bombardeada por las preguntas de dos agentes de la Comisaría del Sheriff del Condado de Oldham. Gente simpática, pero que escucharon con natural escepticismo la historia que les conté. Aunque medio conmocionada, mentí una frase sí y otra también, para eliminar cualquier rastro de culpa de los acontecimientos que describía. Al final llamaron al Courier-Journal y un periodista mal pagado consultó los archivos y encontró una crónica del atraco que detallaba el nombre de todos los sospechosos y hacía muchas cabalas vistosas sobre el dinero desaparecido. Bueno, la verdad es que el dinero había vuelto a desaparecer, al igual que Ray Rawson, su anciana madre y su hija Laura, cuyo marido natural se encontraba tendido en el depósito de cadáveres, con el cuerpo cosido a balazos.
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