Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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– Papá, ayúdame, tienes que ayudarme.

– Ya lo hago. Estoy comprando tu vida y no me sale barata. El trato lo hago con él, así que se acabó la discusión.

Laura adoptó una expresión hermética y se quedó mirando al suelo con las mandíbulas apretadas. A Gilbert pareció hacerle gracia que la hubieran mandado a hacer gárgaras. Hizo como si fuera a tocarla, pero la mujer le apartó la mano. Gilbert sonrió para sí y me guiñó el ojo. No me fiaba de ninguno de los presentes y esta convicción me hacía polvo el estómago.

Les miré mientras Ray explicaba el plan de operaciones, poniendo a Gilbert al tanto de las llamadas que habíamos efectuado y del motivo de las mismas. Advertí que omitía ciertos datos relevantes, como el nombre del camposanto y el apellido del monumento.

– Aún no hemos encontrado el dinero, pero estamos cerca. Si esperas beneficios, será mejor que arrimes el hombro y cooperes -dijo Ray con los ojos llenos de desprecio. Cambiaron una sonrisa helada, llena de advertencias. Los miré por turno y deseé fervientemente no estar allí si al final les daba por competir a ver quién meaba más lejos.

– Supongo que llevas las llaves encima -dijo Ray.

Gilbert las sacó del bolsillo, las enseñó durante un segundo, las dos en un llavero, y se las guardó.

Sin decir palabra, Ray se puso a recoger parte del material que había reunido: la cuerda, las dos palas, las tenazas.

– Que todo el mundo coja algo y andando -dijo-. Lo meteremos todo en el maletero.

Gilbert asió el taladro manual, aunque tomándoselo con calma, para que no pareciera que obedecía órdenes.

– Otra cosa. Quiero que la vieja nos acompañe.

– Yo no voy contigo a ninguna parte, pollo -le soltó Helen. Estaba sentada en su silla y se apoyaba en el bate con determinación.

– ¿Qué tiene que ver ella con esto? -dijo Ray.

– Si se queda alguien, ¿cómo sé que no llamará al 911? -dijo Gilbert a Ray, sin hacer caso a Helen.

– Vamos -dijo Ray-. Mi madre no haría eso.

– Desde luego que lo haría -dijo Helen en el acto.

Gilbert se quedó mirando a Ray.

– ¿Te das cuenta? La vieja está más loca que una cabra. O se viene con nosotros o esto se va a la porra.

– Pero no digas tonterías, hombre. ¿Vas a dejar escapar la pasta?

Gilbert sonrió, asió otra vez la nuca de Laura y le zarandeó la cabeza.

– No voy a dejar escapar nada. Aquí eres tú la única perdedora.

Ray cerró los ojos durante unos segundos.

– Señor. Ponte el abrigo, mamá. Te vienes con nosotros. Perdóname la faena.

Helen desplazó la mirada de Gilbert a Ray.

– Está bien, hijo. Ya que insistes, iré.

Como Gilbert no se fiaba de nosotros, fuimos todos en un solo coche. Gilbert, Helen y Laura se instalaron en el asiento trasero, abuela y nieta cogidas de la mano. Helen no soltaba el bate y Gilbert no perdía éste de vista. Intuyendo su mirada, Helen agitó el bate hacia el hombre.

– Ya ajustaremos cuentas, mami -murmuró Gilbert.

Ray empuñó el volante mientras yo lo orientaba desde el asiento del copiloto, siguiendo la ruta en el plano abierto. Se dirigió al este por Portland Avenue, dobló por Market Street y desde aquí, pasando por debajo del puente, accedió a la 71, en dirección norte. Hacía viento y un poco más de calor que antes. El cielo era una sábana azulada como un huevo de tordo, con el horizonte ribeteado de nubes. Esperaba que Ray infringiese algún artículo del código para que nos parasen los motoristas, pero mantenía la aguja del velocímetro dentro de lo permitido y hacía con el brazo unas señales que ya no hacía nadie en las últimas décadas.

Unos dos kilómetros más allá de la autopista Watterson accedió a la Gene Snyder y tomó la primera salida que vio. Desembocamos en la 22, que seguimos durante un rato. La carretera que tomamos probablemente había sido antaño un camino de carros que recorría muchos kilómetros de campo sin que lo utilizara casi nadie. Me imaginé a los pequeños comerciantes y agricultores de los alrededores viajando en carromato durante horas para llegar a los bosques donde enterraban a sus difuntos. El Cementerio de las Doce Fuentes estaba a unos kilómetros de la frontera comarcal del condado de Oldham, rodeado de tapias enjalbegadas, ocupando un terreno que antaño había sido un bosque de doscientas cincuenta hectáreas. Con el paso de los años, el campo se había civilizado y hecho la manicura.

Las verjas de hierro estaban abiertas, flanqueadas por dos columnas de mampostería de unos cinco metros de altura. El camino se dividía a derecha e izquierda, rodeando un monumento de tres grandes fuentes de piedra que vomitaban trémulas columnas y chorritos de agua en el helado aire de noviembre. Una modesta señal nos envió por la izquierda, donde había un pequeño edificio de piedra encogido contra un telón de fondo de cipreses y sauces llorones. Ray se detuvo en el aparcamiento de grava. Vi que nos miraba la mujer de la oficina.

Gilbert se dirigió a la oficina con Helen. La cara de Laura estaba todavía tan claramente magullada que podía llamar la atención. También él tenía aún la cara picada de cortes, pero nadie se atrevería a preguntarle qué había pasado. Laura, mientras tanto, vio que Ray la miraba por el espejo retrovisor.

– ¿Y ésta? -dijo señalándome.

– ¡¿Esta?! -dijo Ray, confuso.

– Gilbert temía que la abuela avisara a la poli. ¿Por qué crees que no lo hará ésta?

Me volví para darle la cara.

– No voy a avisar a nadie. Yo sólo quiero irme a mi casa -dije.

Laura no me hizo caso.

– ¿Crees que se quedará aquí sentada, viendo cómo nos vamos con el dinero?

– Aún no lo hemos encontrado -dijo Ray.

– Pero cuando lo tengamos, ¿qué pasará?

Ray puso cara de pena.

– Laura, en el nombre de Dios, ¿qué quieres que haga?

– Nos va a traer problemas.

– ¡No es verdad!

Laura apartó la cara y se puso a mirar por la ventanilla con las mandíbulas apretadas. Gilbert y Helen volvían ya. Gilbert introdujo a la anciana sin miramientos en el asiento trasero y fue a subir por la otra portezuela. Helen murmuró un insulto.

– Ojo, mamá -dijo Ray.

Helen acarició el hombro de Ray con afecto.

Gilbert subió al coche, cerró de un golpe y me tendió el folleto que llevaba en la mano. Como yo ya había hablado con la mujer de la oficina de ventas, ésta nos había conseguido un folleto que describía y contaba la historia del cementerio. La parte central era un plano del camposanto, con los puntos de interés señalados con una X. También nos había trazado en papel aparte un plano pormenorizado de la sección concreta que íbamos a visitar. Un círculo rojo rodeaba la tumba de Pelissaro. Me volví para mirar a Gilbert.

– Tienes que comprender que podría ser una pista falsa -dije.

– Espero que en tal caso tengas preparado un plan de reserva.

Mi plan de reserva era echar a correr como un galgo.

Ray encendió el motor. Le indiqué la ruta, que la mujer había señalado con bolígrafo. El cementerio consistía en una serie de circunferencias secantes que desde el aire se habrían parecido a los dibujos de anillos nupciales de algunos edredones. Los caminos abarcaban las secciones, rodeándose entre sí como en un cinturón de circunvalación. Seguimos el primer camino de la izquierda hasta llegar a la fuente de las Tres Vírgenes. Giramos a la izquierda en el desvío, rebasamos el lago, doblamos luego a la derecha y accedimos al sector antiguo del cementerio. Este había recibido su nombre de las doce fuentes, inesperadamente visibles desde allí, caprichosas cortinas de agua que buscaban el cielo. Por derrochar agua en California te llevaban ante el juez, sobre todo en los años de sequía, que por lo visto eran más que los lluviosos.

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