Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Me cubrí la boca con la mano y me volví de espaldas para que mi nombre no resonara por todo el vestíbulo.

– Yo. Kinsey -susurré-. Tengo el petate, pero no contiene nada de importancia.

Silencio sepulcral.

– Bromeas.

– No, no, de verdad. O han sacado el botín o no robaron nada.

– ¡Desde luego que robaron! Arrancaron la chapa de la cocina. Mi padre seguramente escondía allí dinero.

– ¿Viste alguna vez dinero en aquel sitio?

– No, pero eso no significa que no estuviera.

– Eso es pura especulación. Puede que el tipo entrase y no encontrara nada. Puede que el petate saliera vacío de la casa. -Seguí removiendo los objetos del estante metálico, poniendo una de las monedas de veinticinco centavos encima de la cara de Lincoln del billete de cinco dólares. El George Washington de la moneda parecía desnudo, mientras que el Lincoln del billete se había acicalado con el traje de los domingos. Por lo visto sorprendieron a George en la sauna, con el pelo echado hacia atrás.

– No me lo trago -dijo Chester con voz malhumorada-. ¿Y me llamas para esto, para soltarme todas esas tonterías?

– Pensé que querrías estar al tanto. Creí que era lo justo.

– ¿Lo justo? ¿Crees que es justo que me gaste el dinero enviándote a Dallas para nada? Esperaba resultados.

– Alto ahí. Hasta ahora no has gastado nada. El dinero lo he gastado yo. Lo que te corresponde en principio es pagarme. -Quité la funda al bolígrafo y pinté a Lincoln un bigote que le redujo la nariz. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo narigudo que era.

– ¿Pagarte por qué? ¿Por aire y humo? Olvídalo.

– Vamos. Tomamos una decisión y ha salido mal.

– Entonces ¿por qué tengo que pagarte? No pienso pagar por tu incompetencia.

– Créeme, Chester, me lo he ganado. Podrían retirarme la licencia por la mitad de lo que he hecho. Ni siquiera estoy autorizada a trabajar en este estado. -Puse las dos monedas en los dos extremos del billete, para pegarlo al metal.

– Es tu problema, no el mío. No habría accedido si hubiera sabido que ibas a volver de una absurda persecución con las manos vacías.

– Bueno, yo tampoco. Es el riesgo que aceptamos. Sabías tanto como yo al principio -dije. Escribí una palabrota en el billete. No conocía otra forma de contener las ganas de gritarle.

– A la mierda entonces. ¡Estás despedida! -Le oí murmurar para sí «¡Maldita sea!» en el momento de colgar con brusquedad.

Hice una mueca al auricular y puse los ojos en blanco. Cogí la guía y busqué el teléfono de las reservas de American Airlines. Me daba vergüenza admitir que había dado un patinazo, pero no entendía qué utilidad podía tener quedarme en Dallas. Me había equivocado. Había sabido desde el principio que obraba guiada por un impulso. Me había basado en la única información que tenía y si mis juicios habían resultado erróneos, ya no podía hacer nada. Me daba cuenta de que me estaba justificando, pero no podía evitarlo después del enfado de Chester. A ver quién le echaba la culpa a él.

Recogí el billete de cinco dólares y me lo acerqué a la cara para observar los detalles. El papel moneda tiene una complicada colección de nombres y números impresos con variada intensidad, dibujos con mucho ringorrango geométrico y sellos oficiales. Qué raro. ¿Desde cuándo era Henry Morgenthau ministro de Hacienda? ¿Y quién era aquel Julián cuya firma de loco era tan imposible de descifrar? Inmediatamente a la derecha de la cara de Lincoln ponía «Serie 1934 A». Metí la mano en el bolso y saqué la billetera para comprobar los billetes que llevaba encima. El único de cinco dólares que tenía era de la serie 1981 Buchanan-Reagan. Los de un dólar eran 1981 Buchanan-Reagan y 1981-A Ortega-Reagan, más un par de 1985 Ortega-Baker que acababan de ponerse en circulación. El de veinte y el de diez parecían de la misma emisión. Mucho me equivocaba o la propina que me había dado Laura Huckaby era un billete de 1934. ¿No daba a entender esto que se dedicaba a gastar dinero de un alijo de billetes antiguos? Era improbable que tuviera aquel billete en su poder por pura casualidad.

Dejé la guía, renunciando a la idea de tomar el avión de vuelta. Puede que no estuviera todo perdido. Recogí el petate y eché a andar, inspeccionando con la mirada la superficie del vestíbulo. Los cinco empresarios habían juntado las cabezas y se pasaban las hojas de algún informe. Como suele suceder en tales grupos, un individuo parecía concentrar la atención de los otros. De repente se abrió una puerta a mis espaldas y antes de que pudiera volverme me asieron por el codo y me arrastraron hacia las escaleras.

Capítulo 11

– ¿Dónde carajo has estado?

Me volví sobresaltada. Era Ray, con la cara amoratada a unos diez centímetros de la mía. Se había quitado la tirita de la nariz, pero al parecer aún tenía las fosas nasales llenas de algodón. La piel le olía a productos farmacéuticos, a esa colonia que solemos ponernos en la sala de cuidados intensivos, compuesta a partes iguales de alcohol alcanforado, esparadrapo y yodo. Aún me tenía sujeta con la maltrecha mano, los dedos rotos en posición rígida.

– ¿Que dónde he estado? ¿Dónde has estado tú? -Nuestras voces subían rebotando por las escaleras como una bandada de pájaros chillones. Levantamos la vista y bajamos la voz hasta hablar en susurros. Ray me llevó al callejón sin salida que formaba el último tramo de escalones por la parte de la pared.

– Joder, van detrás de ti -exclamó en voz baja-. Un cretino con walkie-talkie me ha estado aplicando el tercer grado. Estoy esperando junto al teléfono y va y me dice que tenga la bondad de «entrar en la oficina». ¿Qué iba a hacer? Sabe quién eres y quiere saber qué haces aquí.

– ¿Y por qué te lo han preguntado a ti?

– Habían hecho averiguaciones. La camarera tuvo que decirle que nos había visto juntos. A mí no era difícil localizarme con esta facha. Le dije que eras una investigadora privada que trabajaba en secreto en un caso del que no estaba autorizado a hablar.

– ¿Qué pensó que eras?, ¿policía?

– Le dije que yo tenía parte activa en un plan de protección de testigos y que iban a enviarme a otro estado. No tuve más remedio que contárselo como si todo fuera muy secreto y asunto de vida o muerte.

– ¿Y si no te hubieran creído? ¿Cómo habrías escapado?

– Les traía sin cuidado quién era yo. Lo único que querían era que me fuese. Dije que tenía que subir a mi habitación para recoger mis cosas. Me acompañaron al ascensor y, en cuanto se marcharon, di media vuelta y bajé. ¿Es ése el petate? Dámelo.

Lo puse fuera de su alcance.

– Un momento, listo. ¿Me juras por un montón de Biblias que me has dicho la verdad? ¿Que es dinero lo que buscamos y no drogas, diamantes o documentos robados?

– Es dinero. Lo juro. ¿No lo has visto?

– No he visto nada. ¿De cuánto hablamos?

– De ocho mil dólares, quizás un poco menos ya.

– ¿Sólo eso?

– Vamos. Es mucho cuando no tienes un centavo y yo no lo tengo.

– No sé por qué, pero tenía la impresión de que era más -dije. Nuestras voces habían empezado a resonar otra vez. Se llevó el dedo a los labios-. ¿De dónde salió el dinero? -susurré con voz silbante.

– Después te lo contaré. Ahora vamos a ver si podemos salir de aquí.

– Debajo de éste hay un pasillo de servicio, pero no se puede entrar por aquí -dije.

– ¿Y el piso de arriba?

– No lo creo. -Fue a subir, pero le así del brazo-. Espera. No corras tanto. Necesitamos un plan.

– Necesitamos el dinero -me corrigió- antes de que los de seguridad del hotel nos echen el guante otra vez. Puede que la Huckaby entregara el dinero a la dirección.

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