– Bueno, no le chorrea -dije-. ¿Retrocedemos un poco? Cuando se enteró de que Johnny había muerto, ¿por qué estaba usted tan seguro de que aún tenía dinero escondido en alguna parte?
– No estaba seguro, pero era lo más lógico. El tipo se queda frito de un ataque al corazón y no ha tenido tiempo de hacer nada. Al hablar con Bucky, me di cuenta de que el muchacho no tenía un céntimo, de manera que si había dinero, seguramente estaba escondido en algún punto de la vivienda. Y pensé que si la alquilaba, podría registrarla a mis anchas.
– Mientras tanto, usted no dijo nada a Bucky del asunto.
– ¿Del dinero? Ni hablar. ¿Y sabe por qué? ¿Y si estoy equivocado? ¿Por qué hacerles concebir esperanzas si luego no hay nada? En cambio, si encuentro dinero, puedo pedir una comisión.
– Claro, claro. Encuentra usted un dinero del que no saben nada ¿y quiere hacerme creer que lo devolvería?
Sonrió con timidez.
– Tal vez me quedara con una parte, pero ¿a quién perjudicaría? Aún les quedaría más de lo que les correspondería esperar en buena lógica.
– Y entretanto, el antiguo compañero de celda lo siguió hasta la casa de Johnny.
– Eso creo.
– ¿Cómo supo ese hombre lo de la chapa del armario de la cocina?
Alzó las magulladas manos.
– Porque yo se lo dije. Si no, me habría roto todos los huesos de la mano. Me atacó por sorpresa. La próxima vez estaré preparado y sólo quedará en pie uno de los dos.
– ¿Y cómo supo usted lo de la chapa?
Se tocó la sien.
– Sé cómo trabajaba la cabeza de Johnny. ¿Recuerda el día en que me presenté en la casa y estaba usted mirando los libros? Lo que hacía era inspeccionar. Ya había utilizado antes el truco de la chapa, hace mucho tiempo, y me dije que sería el primer lugar que miraría. -Se removió en la silla-. No me cree. Lo leo en su cara.
Sonreí.
– Es usted muy astuto. Miente tan bien como yo, pero tiene más práctica.
Fue a decir algo, pero la camarera acababa de llegar con dos platos humeantes en una bandeja. Parecía hecha polvo, por no decir algo peor. Dejó el zumo en la mesa, dos raciones de pan de molde con mantequilla y una serie de mermeladas. Sacó un par de sobrecitos del bolsillo del uniforme y los puso en la bandeja de Rawson.
– He encontrado esto -dijo.
Ray asió un sobrecito.
– ¿Qué es Midol?
– Es para los calambres musculares, pero le pondrá bien. No tome demasiados. Le podría dar el SPM.
– ¿El Síndrome Premenstrual? -dijo Ray sin expresión.
Ninguna de las dos dijo nada. Que lo averiguase. Volvió a servirnos café y se acercó a otra mesa, sacando el cuaderno. Ray abrió un sobrecito y se tomó dos tabletas con el zumo de naranja. Dedicamos a engullir la comida un breve y concentrado periodo de tiempo. Rawson se pasó una servilleta de papel por los labios con satisfacción.
– Si quiere un consejo, olvidemos lo ocurrido y pensemos en lo que se aproxima.
– Ah. Ahora somos socios. El truco de los amiguetes -dije.
– Claro, ¿por qué no? Gilbert Hays se llevó el dinero de Johnny y quiero recuperarlo. No sólo por mí. Pienso también en Bucky y en Chester. ¿No la contrataron para eso? ¿Para recuperar lo que Hays ha robado?
– Supongo -dije.
Se encogió de hombros sin ganas de soltar prenda.
– ¿Qué hacemos entonces? ¿Cuál es el plan?
– ¿Por qué me responsabiliza a mí? Usted ya tiene uno -dije.
– Pero es a usted a quien pagan. Yo sólo estoy aquí para ayudarla.
Lo miré con atención, calibrando la desaliñada historia que acababa de contarme. En el fondo creía que me había mentido, pero no lo conocía lo suficiente para saber qué clase de mentiras decía.
– Creo que hay una posibilidad y tal vez necesite ayuda -dije.
– Estupendo. ¿Cómo lo hacemos?
Saqué la llave de la habitación de Laura y la puse en la mesa.
– Es la llave de la habitación de Laura Huckaby.
La cara se le vació totalmente de expresión y en su frente se dibujaron los frunces de un interrogante. Se inclinó hacia delante y se me quedó mirando.
– ¿Qué? -dijo.
– La mujer del petate. Utiliza el apellido Hudson, pero ésta es la llave de su habitación.
Saqué uno de los carritos de la ropa del trastero de la planta donde estaba Laura Huckaby. Había vuelto a ponerme el uniforme rojo y estaba lista para empezar el trabajo. Saqué sábanas y toallas limpias del estante del armario de la ropa y las puse en el carrito, junto con cajas de pañuelos de papel, papel higiénico, objetos de aseo y el colgante del Servicio de Habitaciones que me había agenciado con anterioridad. Comprobé el cuaderno que colgaba del carrito por un extremo. De la parte superior, atado con un cordel, pendía un bolígrafo. Por lo que leí, no se había arreglado ninguna habitación. Bernardette y Eileen tenían turno a aquella hora, pero ninguna de las dos había terminado la respectiva faena. No sabía lo que sucedería si una de ellas me sorprendía. Lo más probable es que nadie se ofendiera por verme trabajar con ahínco… a menos que aquellas mujeres se creyeran con derecho a monopolizar la taza del retrete. Empujé el carrito por el pasillo alfombrado. Las ruedas se trababan y tenía que evitar que el carrito se me fuera contra las paredes.
El plan que Ray Rawson y yo habíamos trazado era como sigue: Rawson llamaría a Laura por el teléfono interior, desde el extremo del vestíbulo, y con el mostrador de recepción bien a la vista. Diría que era el recepcionista, que acababa de recibir un paquete y que necesitaba su firma. Añadiría que se iba a comer, pero que el paquete se quedaría en recepción. Si bajaba enseguida, se lo entregaría cualquier otro empleado. Si Laura decía que se lo subiesen,
Rawson le diría con voz pesarosa que iba contra las normas del hotel. Hacía poco se había entregado un paquete a quien no correspondía y desde entonces la dirección quería que los huéspedes los recogieran personalmente.
Mientras tanto, yo estaría en el pasillo, cerca de la habitación de Laura, atenta al momento en que saliese. En cuanto se cerrasen las puertas del ascensor «de bajada», entraría en la 1236 con su llave. Laura llegaría al vestíbulo y el recepcionista buscaría en vano el inexistente paquete. Confusión, conmoción y excusas previsibles. Todos dirían no saber nada ni del paquete ni de las normas del hotel. Perdón por las molestias. En cuanto apareciera el paquete, se enviaría a la habitación.
En cuanto se alejase de recepción para volver arriba, Rawson llamaría a la habitación y dejaría que el teléfono sonara una vez. Sería la señal para irme, en el caso de que aún estuviera allí. Puesto que sabía dónde estaba el petate, no tardaría más de diez segundos en sacar el contenido. Cuando Laura bajara del ascensor en la planta doce, yo ya iría camino de la planta octava por la escalera de incendios. Me pondría la ropa de calle y recogería el bolso de mano. Me reuniría con Rawson en el vestíbulo y antes incluso de que Laura se diese cuenta de que le habían robado los dos iríamos camino del aeropuerto, donde tomaríamos el primer avión. No me afectaba la ética de robar a los ladrones. Lo que me producía palpitaciones era el miedo a que me sorprendieran.
Estacioné el carrito a dos puertas de la habitación de Laura y miré la hora. Rawson esperaba para hacer la llamada a las diez en punto, con objeto de darme tiempo para prepararme. Faltaban dos minutos para las diez. Me puse a manosear un puñado de toallas, que doblé y volví a doblar, para parecer ocupada cuando Laura Huckaby apareciese. El pasillo estaba en silencio y la acústica era tal que oí el teléfono cuando Rawson llamó a Laura. Descolgaron a los dos timbrazos y siguieron unos instantes de silencio. El estómago se me puso a murmurar en previsión de lo que iba a suceder. Ensayé mentalmente, imaginándomela ya por el pasillo, en el ascensor y hacia el mostrador de recepción. Cruce de frases con el recepcionista, búsqueda del paquete, contrariedad y garantías, y vuelta a la habitación. Dispondría de un margen mínimo de cinco minutos, tiempo más que suficiente para cumplir la misión que yo misma me había encomendado.
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