– ¿Se puede saber qué haces?
– Ah. Ordenaba las sábanas. La señora Splitz me dijo que comprobara la ropa de cama de esta planta. -Me puse en pie. Aunque disfrazada de fregona sin lustre, no tenía ganas de que me mirase desde arriba.
Me observó con atención. En sus ojos había una expresión muerta y su voz era una mezcla de autoridad y enjuiciamiento.
– ¿Quiere decirme cómo se llama?
– Sí. -Era evidente que había que decirle algo-. Katy. Soy nueva. Estoy aprendiendo. Las encargadas de este turno son en realidad Eileen y Bernardette. Yo tenía que echarles una mano, pero se me cayeron las sábanas. -Quise sonreír, pero me salió una mueca de crispación.
Me miró con detenimiento, sopesando al parecer la cantidad de verdad que había en la afirmación que acababa de hacer. Bajó los ojos a mi uniforme.
– ¿Y el marbete de identificación, Katy?
Me llevé la mano al corazón como en el Juramento de Lealtad. No se me ocurría nada.
– Lo he perdido. El otro no lo he recogido aún.
– ¿Te importa si lo compruebo hablando con la señora Spitz?
– No, qué va. Adelante.
– ¿Cuál es tu apellido? -Había sacado ya el walkie-talkie y acercaba el pulgar al botón.
– Beatty, como Warren Beatty -dije sin pensar. Un segundo después me daba cuenta de que mi nuevo nombre era Katy Beatty. Puse la directa-. Si ha subido para hablar con el director, está en la 815. La mujer que busca bajó hace un rato -dije. Señalé hacia la 815. La mano me temblaba como un flan, pero el guardia no pareció percatarse. Se había dado la vuelta para mirar hacia el pasillo.
– ¿Está aquí el señor Dentón?
– Sí. Por lo menos, me pareció él. Creo que buscaba a la mujer que acababa de irse.
– ¿Cuál es el problema?
– No me lo dijo.
Bajó el walkie-talkie.
– ¿Cuándo ha sido eso?
– Hace cinco minutos. Yo salí del ascensor y entró ella.
Se me quedó mirando mientras se enganchaba el walkie-talkie al cinturón. Sus ojos se posaron en mis pies y ascendieron hasta mi cara.
– Ese calzado no es de reglamento.
– Ah, ¿no? Nadie me ha dicho nada hasta ahora.
– Si lo ve la señora Spitz, dará parte por escrito.
Me ruboricé.
– Gracias. Lo tendré en cuenta.
Echó a andar por el pasillo. Me quedé clavada, deseosa de salir corriendo, reacia a moverme por miedo a llamar la atención. Llamó a mi puerta. Transcurrió un momento y la puerta se entreabrió. El guardia de seguridad habló con el intruso. Inmediatamente después, salió el hombre del traje y cerró a sus espaldas. Los dos avanzaron por el pasillo, hacia el ascensor. Esperé hasta oír el ping del aparato y recuperé el petate. Aún no se habían cerrado las puertas del ascensor cuando ya estaba en mi habitación echando la cadena de seguridad. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que adivinaran que Kinsey Millhone y la camarera antirreglamentaria y sin etiqueta identificativa eran la misma persona?
Me quité los zapatos. Me quité la bata roja por la cabeza, bajé la cremallera de la falda del uniforme y la dejé en el suelo. Me apoyé en la pared para ponerme los calcetines de correr. Recogí los téjanos y me enfundé en ellos, perdiendo el equilibrio al subírmelos. Me puse el jersey de cuello alto y volví a calzarme sin atarme los cordones. Abrí el armario. El bolso seguía en el suelo, donde lo había dejado, pero me bastó una ojeada para darme cuenta de que el hombre del traje lo había registrado. Víbora asquerosa. Descolgué la chaqueta de un tirón y me la puse a toda velocidad. Miré a mi alrededor para comprobar que no me dejaba nada. Recordé los cinco dólares de la propina y saqué el billete del bolsillo del uniforme. Así el petate y me dispuse a partir. Retrocedí, recogí el uniforme rojo del suelo, hice una bola con él y lo guardé en el interior del petate. Si volvían a registrar, ¿por qué darles la satisfacción de encontrarlo? Cerré la puerta de la habitación a mis espaldas y anduve medio al trote hacia la escalera de incendios.
Bajé ocho tramos de escalones. Cuando llegué a la puerta del vestíbulo, la entreabrí y eché un vistazo. Un reducido grupo de empresarios parecía haber improvisado una reunión profesional en uno de los rincones amueblados. La mesa estaba llena de papeles. Miré hacia la izquierda. Una pareja hablaba con el conserje, que sostenía un plano abierto de la ciudad. No vi el menor rastro del señor Dentón ni del guardia de seguridad. Tampoco de Ray Rawson, puestos a ello. Me había dicho que nos reuniríamos junto al teléfono, que podía ver claramente al otro lado del vestíbulo. En los alrededores no había nadie, pero estaba demasiado a la vista para mi gusto.
Miré a mi derecha. A unos dos metros había una fila de teléfonos públicos y, más allá, los «Caballeros» y las «Damas». Frente a mí, hacia la izquierda, estaba la entrada de la cafetería. Dejé la seguridad relativa de la escalera, anduve un trecho de pasillo y entré en el lavabo de señoras. Dos de los cinco excusados estaban cerrados, pero al mirar por debajo de la puerta no vi pies de ninguna clase. Me encerré en el excusado de las minusválidas, me senté en la taza y me até los zapatos. Luego vacié el petate, sacudiéndolo para que todo el contenido cayera al suelo.
Primero comprobé el petate, mirando en todos los bolsillos y pliegues, metiendo los dedos en todos los rincones. Había pensado que a lo mejor encontraba un compartimiento secreto, pero no parecía haber nada por el estilo. Toqueteé todas las costuras, todos los ganchos, todos los refuerzos. Inspeccioné todas las prendas que había vaciado en el suelo, doblando y volviendo a guardar el uniforme robado, un pijama de algodón, dos leotardos, camisetas, tampones, dos sostenes y una cantidad incalculable de bragas y calcetines. Allí no había absolutamente nada.
Empezaba a ponerme nerviosa. Había seguido la pista de aquel absurdo equipaje por tres estados, basándome en la suposición de que contenía algo que valía la pena recuperar. Y ahora resultaba que no contenía más que ropa usada. ¿Qué le iba a decir a Chester? Se iba a poner furioso cuando le contara que había volado de Santa Teresa a Dallas sólo por aquello. No ganaba el dinero para mandarme a recorrer el país en pos de un puñado de bragas de algodón. En cuanto a mí, había violado la ley. Podía ir a parar a la cárcel. Había puesto en juego mi licencia y mi medio de vida. Me dispuse a meter de nuevo las prendas en el petate. Por suerte, las bragas parecían de mi talla, podía llevarme unas que estuvieran limpias. Titubeé. No, seguramente no era una buena idea. Si me detenían por ladrona, no quería llevar las pruebas en el culo.
Salí del excusado esforzándome por parecer indiferente y no una fugitiva cazadora de recompensas de lencería. No me animaba a abandonar el petate. Básicamente, seguía aferrada a la idea de que simbolizaba algo raro y precioso y no el visado para la cárcel. Miré hacia el teléfono, pero no vi el menor rastro de Ray. Me puse ante uno de los teléfonos públicos. Rebusqué en un bolsillo de la chaqueta y saqué el contenido para ver cuántas monedas tenía. Puse en el estante de metal la entrada de cine, el bolígrafo, los cinco dólares de la propina, dos monedas de veinticinco centavos y el sujetapapeles metálico. Introduje una moneda de veinticinco centavos en la ranura y puse una conferencia a California, a casa de Chester, cargando la llamada a la tarjeta de crédito. Recuperé la moneda, la puse con la otra y para calmarme toqueteé y removí las cuatro cosas que había en el estante. A Chester no le iba a gustar. Deseé que no estuviera en casa, pero descolgó al tercer timbrazo.
– Sí.
– Hola, ¿Chester? Soy Kinsey.
– Habla más alto. No te oigo. ¿Quién dices que eres?
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