Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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– Bueno, sí, pero ha vuelto y me temo que hay complicaciones. Nell y yo nos fuimos de compras esta mañana, poco después de que llamases. William y Lewis se habían ido al local de Rosie, para ayudar con los preparativos de la comida, y Charlie se quedó solo en casa. ¿Estás ahí?

– Sí, aquí sigo -dije-. No sé adonde quiere ir a parar, pero le escucho.

– Ray Rawson se presentó en casa de Chester y Bucky le dijo lo que pasaba.

– ¿Qué exactamente? ¿Que yo había visto al individuo que le dio la paliza?

– No sé lo que le diría, sólo que te habían contratado. Bucky sabía que te habías ido de la ciudad, pero no dónde estabas. Parece que Ray vino a mi casa y mareó a Charlie hablándole del peligro en que estabas.

– ¿Peligro? Qué interesante. ¿Qué peligro?

– Charlie no llegó a oír bien esa parte. Algo relacionado con una llave, eso es lo que dijo.

– Ya. Seguramente la que Johnny tenía en la caja de seguridad. Iba a enseñársela a un amigo que sabe de cerraduras. Sospecho que, por desgracia, está ahora en prisión por culpa de sus habilidades.

– ¿Dónde está la llave? Bucky le dijo a Ray que la última vez que la había visto la tenías tú.

– Así es. La tengo en el fondo del bolso -dije-. Parece usted preocupado.

– Bueno, sí, pero no es por eso. -Percibía el nerviosismo pegado a la base de la entonación de Henry-. Preferiría no decírtelo, pero Charlie le contó a Ray dónde estabas porque éste lo convenció de que necesitabas ayuda.

– ¿Y cómo sabía Charlie dónde estaba?

Henry suspiró, atribulado por la necesidad de confesarse totalmente.

– Anoté el nombre y el teléfono del hotel en un cuaderno que tengo aquí, junto al aparato. Ya conoces a Charlie. Oye menos que un mueble. Se le metió en la cabeza que Ray era un buen amigo y que no te enfadarías si le daba la información. Sobre todo porque estabas en apuros.

– Pues estamos buenos. ¿También el número de habitación?

– Me temo que sí -dijo Henry. Parecía tan culpable y compungido que no pude quejarme, aunque no me gustaba la idea de que Rawson supiera dónde estaba-. No puedo creer que ese hombre haya tomado el avión de Dallas, pero seguramente te llamará y querrá ponerte sobre aviso. Este asunto me ha puesto nervioso, Kinsey, pero no puedo hacer nada más.

– No se preocupe. Le agradezco el aviso.

– Si quieres, estrangulo a Charlie.

– Estoy convencida de que lo hizo con la mejor intención -dije-. En cualquier caso, no se ha hecho daño a nadie, espero. No creo que Ray Rawson represente ninguna amenaza.

– Ojalá sea así. Me siento fatal por haber dejado esos datos a la vista.

– No sea tonto. No tenía motivos para suponer que preguntaría nadie y menos para imaginar que Rawson iba a reaparecer de este modo.

– Sí, ya lo sé -dijo-, pero habría podido alertar a los muchachos. Le dije de todo a Charlie, pero el único culpable soy yo. Jamás se me ocurrió que haría una cosa así.

– No se preocupe, lo pasado, pasado está. No ha sido culpa suya.

– Te agradezco que digas eso. Lo primero que se me ocurrió fue llamarte enseguida. Creo que deberías irte o por lo menos cambiar de habitación. No me gusta la idea de que aparezca de pronto. Hay algo raro en toda esta historia.

– Tendría que seguir su consejo, pero no sé qué hacer.

Por el momento, procuro asomar la nariz lo menos posible -dije.

Me di cuenta de que había puesto a Henry en alerta roja.

– ¿Por qué? -preguntó.

– No tengo ganas de entrar en detalles. Digamos sólo que en este momento no creo que sea un movimiento inteligente.

– No quiero que te expongas. Para empezar, ya cometiste la torpeza de subir al avión. No es asunto tuyo, y cuanto más se prolonga, más se complica.

Sonreí.

– Chester me contrató. Estoy trabajando. Además, es divertido. Me arrastro por los pasillos y espío a la gente.

– No lo prolongues mucho. La boda está al caer.

– No pienso olvidarme. Estaré allí, se lo prometo.

– Llámame si crees que puedo serte útil.

Nada más colgar, corrí a la puerta y eché la cadena de seguridad. Pensé en colgar del tirador de la puerta el cartel de «No molestar», pero lo único que conseguiría sería anunciar que estaba yo dentro. Me puse a pasear, meditando seriamente la situación. Me sentía raramente indefensa ahora que Rawson conocía mi paradero, aunque no sabía por qué tenía que tener importancia ese detalle. Por lo que había dicho Chester, había quedado hecho unos zorros, de manera que el viaje tendría que resultarle incómodo como mínimo. Le costaría además un buen pellizco, y no tenía ninguna garantía de que yo siguiese en Dallas. Desde luego, si la policía de Santa Teresa lo buscaba para interrogarlo, largarse de la ciudad no era un mal movimiento. Yo no creía que corriese peligro alguno, pero tampoco desestimaba la posibilidad. Fuera cual fuese la relación de Rawson con los últimos acontecimientos, estaba claro que no me había contado lo importante. Estaría mucho más segura en otra habitación.

Por otro lado, no me gustaba la idea de solicitar el cambio de habitaciones. Los directivos del hotel no eran idiotas. Spitz había tardado menos de un minuto en adivinar que yo no tramaba nada bueno. Los hoteles no se toman a la ligera ni a los gamberros ni a los ladrones. Spitz me había visto de cerca y para entonces los guardias de seguridad seguramente tenían ya una descripción de mis rasgos más o menos exacta. La noticia se habría difundido entre el personal responsable, como cuando la central de la policía radia una orden urgente a todos los coches patrulla, pero en un hotel. Si Vikki Biggs, la encargada de noche, recordaba mi nombre, no tardaría en oír golpes en la puerta. Por el contrario, si la dirección del hotel no sabía nada, sería una imbécil si me pusiera a llamar la atención. Así que ni hablar de cambiar de habitación.

En cuanto a ahuecar el ala, ya había quemado casi mil dólares entre el pasaje del avión y los gastos. No podía volver y decir a Chester que había abandonado la persecución porque Ray Rawson podía presentarse en mi puerta sin avisar. Lo mejor era quedarme donde estaba, sobre todo ahora que tenía un modo de acceder a la habitación de Laura Huckaby. Me vestí. Si echaban la puerta abajo a las tantas de la noche, quería estar preparada. Guardé en el bolso los enseres del aseo y añadí el dentífrico y el cepillo plegable, por si tenía que salir volando.

Saqué del bolso la llave de Johnny y me pregunté si habría un sitio más seguro para guardarla. Por la mañana la metería en un sobre y se la enviaría a Henry por correo. Mientras tanto, inspeccioné la habitación y los diversos muebles, en busca de posibles escondrijos. Dadas mis perspectivas, no acababa de decidirme. Si tenía que salir a toda velocidad, no me gustaría tener que detenerme para recoger la llave. Saqué del bolso la cajita de costura. Me quité la chaqueta, observé la confección, extendí las tijeras de la navaja de explorador e hice un pequeño corte en el forro, en la costura interior de la hombrera. No pasaría el detector de metales de ningún aeropuerto, pero siempre podía quitarme la chaqueta y enviarla a los rayos X.

Me dormí vestida, calzada, con los pies cruzados, tendida de espaldas y con el edredón encima.

Cuando sonó el teléfono a las ocho de la mañana me sentí como si me hubieran electrocutado. El corazón, que iba a cincuenta latidos por minuto, se lanzó a ciento cuarenta sin que mediara más actividad que el chillido que di. Así el auricular con la garganta llena de palpitaciones.

– Qué.

– Oh, vaya, la he despertado. Lo siento. Soy Ray.

Puse los pies en el suelo y me senté en la cama, frotándome la cara con la mano para despejarme.

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