Sue Grafton - L de ley

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La detective Kinsey Millhone se aprestaba a ser dama de honor en la boda del hermano de su casero cuando, pocos días antes, acepta investigar para un vecino, Chester, por qué en los archivos militares ha desaparecido todo rastro de Johnny Lee, su padre recién fallecido y veterano de la segunda guerra mundial. ¡Adiós planes de boda!, porque, de pronto, alguien ha entrado en casa del difunto dejándolo todo patas arriba y Chester descubre, en una caja de caudales, una llave con esta misteriosa inscripción: LEY. A partir de entonces nadie es ya quien dice ser: ni Ray Rawson, el antiguo amigo del ejército, que quiere alquilar la casa; ni Gilbert Hays, a quien Kinsey sorprende llevándose una bolsa de la casa de Lee; ni Laura Huckaby, la mujer a quien aquél entrega la bolsa. A Kinsey no le queda más remedio que emprender una salvaje odisea en la que, para desenredar la madeja, acabará pasando por cualquier cosa, menos por detective…

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Cuando me cansé de pasar la aspiradora, saqué el trapo, me puse a gatas y empecé a quitar el polvo a unos zócalos que por lo visto no tocaba nadie desde hacía años. A veces rompe el corazón imaginar a los detectives del otro sexo haciendo lo mismo. De vez en cuando pegaba la cabeza a la puerta de Laura Huckaby, pero no oía nada. Puede que me hubiera dejado entrar si hubiera ladrado y arañado. De tarde en tarde pasaban otros huéspedes, pero ninguno me prestó atención.

He aquí lo que he aprendido sobre ser empleada de hotel: la gente casi nunca te mira a los ojos. Ocasionalmente hay una mirada que se posa en tu cara por casualidad, pero, por lo que se refiere a la acción recíproca, nadie podría identificarte después en una rueda de identificación policial. Magnífica noticia, aunque creo que ni siquiera en Texas se consideraría delito suplantar a una empleada de hotel.

A las ocho y cuarto volví a meter la aspiradora en el cuarto de la ropa y recogí una provisión de toallas limpias. Volví a la 1236 y llamé con los nudillos, exclamando «Servicio de habitaciones» con voz clara y musical. Fue cosa de magia. Laura Huckaby entreabrió la puerta, que tenía la cadena echada.

– ¿Sí?

Sin rímel, sus ojos de color avellana parecían fofos y descoloridos. Tenía la piel rojiza a causa de la lluvia de pecas que había ocultado el maquillaje. También tenía un hoyuelo en la barbilla que no le había notado antes. Hablé al tirador de la puerta para no parecer altanera.

– Vengo a hacerle la cama.

– ¿Hacen la cama en este hotel? -Lo dijo con la sorpresa justa, como si la idea le resultara ridícula.

– Sí, señora.

Hizo una pausa y se encogió de hombros.

– Aguarde -dijo. Cerró la puerta. Transcurrieron unos minutos, soltó la cadena y se apartó para dejarme pasar.

Tenía curiosidad por saber cuánto podía percibir mi vista periférica. ¿Sería muy coqueta? Habría jurado que había tardado en abrir porque había corrido a maquillarse. El enmarañado pelo rojizo se lo acababa de lavar y aún lo tenía pegado al cráneo. Del cuarto de baño salían ráfagas calientes y húmedas que olían a champú. Puse las toallas limpias en el estante próximo a la pila, volví junto a la cama y eché las cortinas. El televisor estaba encendido, con el sonido bajo. La llave de la habitación estaba en el escritorio. Inmediatamente me entraron ganas de echarle el guante. Por el desorden resultante deduje que había estado en la cama con el teléfono cerca. Puede que hubiera recibido la llamada que esperaba. Del petate no se veía el menor rastro.

Se sentó ante el escritorio con una revista. Cruzó las piernas y se las vi durante unos segundos. Tenía la pantorrilla derecha, desde el tobillo hasta la rodilla, surcada por una ennegrecida cadena de moraduras antiguas, orladas de verde. ¿Le había zurrado su amigo el cincuentón? Esto explicaría la frialdad con que lo trataba y su obsesión por el aspecto. La bandeja de la cena seguía en la mesa, delante de ella, con la servilleta arrugada encima de los platos sucios. No sé lo que había pedido, pero había comido poco. Aunque en teoría se trataba de mi trabajo, parecía cortada por mi presencia, cosa que me beneficiaba. Me hacía muy poco caso, aunque de tarde en tarde me lanzaba una mirada de turbación. Empezaba a gustarme la invisibilidad. Podía espiarla de cerca sin necesidad del engorroso acercamiento personal. ¿Tenía un rastro de moradura en la parte derecha de la mandíbula o eran figuraciones mías? ¿Con qué sujeto se había juntado? Por lo que se sabía, había sacudido a conciencia a Ray Rawson, así que también había podido pegarle a ella.

El uniforme produjo un frufrú cuando doblé el edredón en dos y luego en cuatro. Lo enrollé como un saco de dormir y lo puse en un rincón. Bajé la sábana, mullí las almohadas y puse una pastilla de menta en la mesita de noche.

Volví a la zona del tocador y limpié la pila, abriendo y cerrando el grifo, que fue casi lo único que hice. Inspeccioné su arsenal cosmético: un lápiz, base, polvos, colorete. En un frasco redondo había un producto llamado DermaSeal, «cosmético impermeable para ocultar las imperfecciones faciales». Me asomé ligeramente para mirarla y vi que ella me miraba del mismo modo. A mis espaldas estaba el armario, que ardía en deseos de registrar. Fui al cuarto de baño y recogí la toalla húmeda que Laura había dejado en el borde de la bañera. Puse en orden la cortina de la ducha y tiré de la cadena como si hubiera limpiado la taza por dentro. Volví a la zona del tocador y abrí el armario. Bingo. El petate.

– ¿Qué hace usted? -exclamó. Parecía atónita y pensé que a lo mejor me había pasado de la raya.

– ¿Necesita más colgadores, señora?

– ¿Qué? No. Tengo de sobra.

Yo sólo quería ser útil. No tenía por qué ponerse así.

Cerré el armario y recogí las toallas limpias que me habían sobrado. Se había levantado y me observaba atentamente mientras terminaba la faena. Me fijé en un punto situado a su izquierda.

– ¿Y la bandeja? Si ha terminado, me la llevaré.

Se volvió para mirar hacia la mesa.

– Gracias.

Puse las toallas a un lado, me acerqué a la mesa, cogí la llave de la habitación y la puse en la bandeja, ocultándola con la servilleta arrugada. Me dirigí a la puerta y la sostuve con la cadera mientras dejaba la bandeja en el pasillo. Fui a recoger las toallas.

Se había situado en la puerta con algo que me tendía. Al principio pensé que era una nota. No tardé en darme cuenta de que era una propina. Murmuré «Gracias» y me guardé el billete en el bolsillo de la bata sin mirar de cuánto era. Comprobarlo de reojo habría supuesto avaricia por mi parte.

– Buenas noches -dije.

– Gracias.

En cuanto crucé la puerta, saqué el billete y miré de cuánto era. Guau. Me había dado uno de cinco. No estaba mal por una sencilla limpieza de diez minutos. Me entraron ganas de llamar a la puerta de enfrente. Si me hacía toda la planta, podría costearme la habitación aquella noche. Recogí la llave de la bandeja y dejé ésta donde estaba. Tenía un aspecto impresentable y no me gustaba el efecto que producía en mi pasillo recién adecentado, pero como se dice hoy profesionalmente, llevármela no era cosa de mi departamento.

Capítulo 9

Cuando regresé a mi habitación eran ya las nueve menos cuarto. Me sentía sucia y agotada de tanto trabajo manual, tensiones y comida grasienta, y encima con el sueño cambiado. Me quité el uniforme, me metí en la ducha y dejé que el agua caliente me cayera como si estuviese debajo de una cascada. Me sequé y me puse una de las dos batas unisex que proporcionaba el hotel. Las bragas estaban secas ya, aunque algo tiesas, y pendían del colgador de la toalla como el pellejo de un animal del bosque. Al salir del cuarto de baño vi parpadear la lucecita del contestador automático. Sin duda me habían llamado mientras estaba en la ducha, Henry probablemente, puesto que era el único que conocía mi paradero. A menos que la dirección del hotel estuviera tras de mí. Intranquila hasta cierto punto, llamé a la centralita del hotel.

– Soy Kinsey Millhone. El piloto de mi contestador automático parpadea.

Me dejó a la espera y poco después volvió al aparato.

– Han dejado un recado para usted. A las nueve menos diez llamó un tal señor Pitts: «Urgente. Llama, por favor».

– Gracias. -Marqué el número de Henry. Descolgó antes de que yo oyese el primer timbrazo-. Qué rápido -dije-. Seguro que estaba usted sentado encima del teléfono. ¿Qué ocurre?

– Me alegro de oírte. No sé qué hacer. ¿Sabes algo de Ray Rawson?

– ¿Por qué tendría que saber nada? Creía que había desaparecido.

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