Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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Anne cogió una manzana de un bol que había a su lado y se la tiró.

– Lo está haciendo muy bien, McLoughlin. Dentro de un momento me estará diciendo que preferiría ser una mujer.

McLoughlin la miró, vio la elevación divertida de sus labios y se rió.

– Casi lo hice, maldita sea. Me está tomando el pelo.

– No -dijo con una sonrisa-, le estoy haciendo desconectar. La vida es pura farsa desde el principio hasta el final, con un poco de comedia negra intercalada para dar sombra. Si fuera algo más, la humanidad habría metido su cabeza colectiva en el horno de gas hace años. Nadie podría tolerar setenta años de tragedia. Cuando muera, seguramente de cáncer, Jane me ha prometido poner en mi lápida: «Aquí yace Anne Cattrell que se rió hasta el final» -lanzó otra manzana al aire y la cogió-. Dentro de un par de semanas, si resiste el ritmo, podría ser tan cínico como yo, McLoughlin. Será un hombre feliz, amigo.

McLoughlin se sentó con la manzana entre los dientes y arrastró su cartera hacia él.

– No siempre es cínica -dijo, hablando alrededor de la manzana.

Anne sonrió.

– ¿Por qué dice eso?

– He leído su diario -soltó los cierres de la cartera, la abrió y sacó el volumen delgado.

Anne lo observó con curiosidad.

– ¿Se lo pasó bien leyéndolo?

– ¿Se suponía que debía hacerlo?

– No -dijo ásperamente-. No lo escribí para publicarlo.

– Eso está bien -dijo con franqueza-. Hay que prepararlo para la imprenta, es ilegible.

Anne lo miró airadamente.

– Cómo no, usted sabe de todo, supongo -estaba increíblemente dolida. Sus escritos, incluso los que escribía para sí misma, le importaban.

– Sé leer.

– Y yo sé coger un pincel. Eso no significa que sea una experta en arte -miró intencionadamente su reloj-. ¿No debería estar resolviendo un asesinato? Por lo que veo, todavía no están cerca de descubrir a quién pertenece el cadáver o, respecto al otro asunto, quién me golpeó en la cabeza -no le importaba lo más mínimo lo que pensaba, era sólo un policía, así que ¿por qué su estómago se sentía como si acabara de rebotar en el suelo?

McLoughlin masticaba la manzana.

– Hay que suprimir a P -le dijo-. P. lo estropea -le lanzó el diario sobre sus rodillas-. El cuchillo de trinchar todavía está en la comisaría, esperando su firma. Rescaté esto antes para evitar que Friar lo sacara a hurtadillas para fotocopiar las partes verdes -estaba sentado de espaldas a la ventana y sus ojos, ensombrecidos, no revelaban nada. Anne no podía distinguir si estaba bromeando.

– Una pena. Friar lo hubiera valorado.

– Hábleme de P., Anne.

Lo miró con cautela.

– ¿Qué quiere saber?

– ¿La habría atacado?

– No.

– ¿Seguro? Quizá sea un tipo celoso. Utilizaron una de las botellas de su cerveza especial, ésa de su propia elaboración, para golpearla a usted, y me han dicho que nunca deja que se las lleven del pub.

Podía negar que P. y Paddy eran uno -la posibilidadde que McLoughlin conociera al P. sobre el cual había leído en su diario la horrorizaba bastante-, pero aquello sería una actitud remilgada y Anne nunca era remilgada.

– Estoy absolutamente segura -dijo-. ¿Ha hablado con él?

– Aún no. Sólo obtuvimos confirmación de los resultados forenses esta mañana.

La correspondencia con el pelo y la sangre de Anne demostraba que la botella fue el arma, pero los otros resultados eran decepcionantes: un conjunto de huellas emborronadas alrededor del cuello de la botella y una pisada incompleta reconstruida a partir de depresiones apenas visibles en el suelo. No era suficiente para llevarles más lejos.

Anne deseó saber qué estaba pensando. ¿Era un juez severo? ¿Entendería alguna vez cómo Paddy, sólo porque siempre volvía, por muy irregularmente que fuera, hacía que Streech fuese soportable? De algún modo, lo dudaba, puesto que, a pesar de su extraña atracción hacia ella, McLoughlin era un hombre convencional. La atracción no duraría, lo sabía. Tarde o temprano, volvería a encerrarse en su carácter y entonces ella sería recordada tan sólo como una breve locura. Y Anne, únicamente tendría a Paddy, una vez más, quien le recordaría que las paredes de Streech Grange no eran totalmente impenetrables. Lágrimas de cansancio le escocían tras los ojos.

– Es un hombre amable -dijo- y lo comprende todo.

Si McLoughlin comprendía, no lo demostraba. Se fue sin decir adiós.

Paddy estaba levantando barriles vacíos de cerveza en la parte posterior del pub. Observó a McLoughlin mientras colocaba otro barril encima del montón sin ningún esfuerzo.

– ¿Puedo ayudarle en algo?

– Detective sargento McLoughlin, policía de Silverbone. -La imaginación había creado en la mente de McLoughlin un enorme y musculoso Adonis con la atracción magnética del Polo Norte y el cerebro de Einstein. La realidad era un hombretón peludo, más bien gordo, que llevaba un raído jersey y pantalones ajustados. El fuego celoso se apagó perceptiblemente en el vientre de McLoughlin. Le enseñó a Paddy una fotografía de una botella de cerveza de piedra, tomada después de haberse recogido de entre la maleza.

– ¿La reconoce?

Paddy miró la fotografía brevemente con los ojos entrecerrados.

– Quizá.

– Me han dicho que embotella su cerveza especial en ellas.

Durante un instante, olfatearon el aire desconfiadamente como dos poderosos perros callejeros, en equilibrio para defender su territorio. Entonces, Paddy eligió retroceder. Se encogió de hombros amistosamente.

– Está bien, sí, parece una de las mías -dijo-, pero sólo es un pasatiempo. Estoy escribiendo un libro sobre métodos tradicionales de elaboración de cerveza para asegurarme de que no se olviden los sistemas antiguos -su mirada fija era tranquila y sin astucia-. Organizo sesiones de degustación de vez en cuando en las que la ofrezco a la gente del lugar para que me den sus opiniones -estudió el rostro oscuro de McLoughlin, buscando una reacción-. Bueno, quizás haya pedido un donativo de cuando en cuando, para cubrir mis gastos. Eso no es irrazonable, es un pasatiempo caro -el silencio del otro le pareció irritante-. Maldita sea, hombre, ¿no tiene su gente cosas más importantes de qué preocuparse ahora? ¿Quién se la dio de todos modos? Despellejaré vivo a ese cabrón.

– ¿Es verdad que nunca deja que se lleven estas botellas fuera del pub, señor Clarke? -preguntó fríamente McLoughlin.

– Sí, es verdad, y me gustaría ponerle las manos encima al imbécil que se la llevó. ¿Quién fue?

McLoughlin señaló con el dedo la mancha negra alrededor de la base de la botella monocroma.

– Esto de aquí es sangre, señor Clarke, sangre de la señorita Cattrell.

El hombretón se quedó inmóvil.

– ¿Qué demonios es esto?

– Es el arma que utilizaron para golpear el cráneo de una mujer. Creí que usted podría saber cómo llegó hasta su jardín.

Paddy abrió la boca para decir algo, luego se sentó bruscamente en el barril más cercano.

– ¡Dios mío! Esas botellas pesan una tonelada. Oí que estaba bien, pero ¡Dios!

– ¿Cómo llegó la botella a su jardín, señor Clarke?

Paddy no hizo caso.

– Robinson dijo que le habían dado un golpe en la cabeza. Pensé que sería una conmoción cerebral. Esos malditos idiotas insisten en llamarlo conmoción cerebral.

– ¿Qué idiotas?

– Los periodistas.

– Alguien le fracturó el cráneo.

Paddy miró fijamente hacia el suelo.

– ¿Está bien?

– Utilizaron una de sus botellas para hacerlo.

– Maldita sea, hombre, le hice una pregunta -se levantó y miró fijamente a McLoughlin, a la cara-. ¿Está bien?

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