Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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– Ninguna. El tipo se ha largado -se mordió el labio inferior-. Por el modo en que se echaron encima de mi correspondencia, sospecho que la policía cree que lo han encontrado en nuestra casa del hielo.

– ¡Oh, señor! -dijo Phoebe con sentimiento-. No es extraño que Lizzie esté preocupada. ¿Quién es ese hombre?

– Daniel Thompson. Sacó mi nombre de esa lista de diseñadores de Winchester, la que me ayudó con el trabajo de las oficinas del ayuntamiento. Es ingeniero, vive en East Deller. ¿No te lo has encontrado nunca?

Phoebe negó con la cabeza.

– Tú misma deberías haber acudido a la policía -le dijo-. A mí me parece que ese desgraciado te ha estafado.

– No -dijo cansadamente Diana, mirándose las manos-, no era un estafador. Invertí en un negocio que él dirigía, todo muy legítimo y en regla. Pero el dichoso negocio ha quebrado y mi dinero se ha ido con él. Mirando atrás, debí estar loca, pero la idea me pareció muy buena entonces. Podría haber revolucionado el diseño de interiores si hubiese funcionado.

– ¿Por qué diablos no nos hablaste de ello?

– Lo hubiera hecho, pero surgió durante esa semana de enero, cuando ambas estabais fuera y yo me quedé aquí para defender la fortaleza. Apareció otro posible socio en el último momento y me dieron veinticuatro horas para decidirme. Cuando llegasteis, ya casi me había olvidado del tema; después, las cosas empezaron a torcerse y decidí guardar silencio. No os lo estaría diciendo ahora si la policía no lo hubiese descubierto.

– ¿Qué negocio era?

Diana refunfuñó.

– Os reiréis.

– No, no lo haremos.

Les lanzó una mirada feroz.

– Os estrangularé si lo hacéis.

– No lo haremos.

– Radiadores transparentes -dijo.

El mirón del jardín se estaba masturbando en el éxtasis de la emoción del voyeur. Cuántas veces había espiado aquellos coños, se había alimentado de ellos, los había visto al desnudo. Una vez se había arrastrado como un bicho hasta la casa. Su mano se movía con frenesí creciente hasta que, con escalofríos convulsos, llegó al punto culminante en su pañuelo. Se llevó la tela empapada a la cara para amortiguar sus risitas.

– Me voy a la cama -dijo Anne, dejando su vaso en la bandeja con el exagerado cuidado de una persona achispada-. Aparte de todo, estoy trompa. Me ofrezco voluntaria para lavar los vasos por la mañana, pero esta noche ya no estoy para juegos. Lo rompería todo -explicó seriamente.

– ¿Ha comido algo esta tarde, señorita Cattrell? -la regañó Molly.

– Ni un bocado.

Molly murmuró enojada.

– Tendré unas palabras con ese inspector por la mañana. Vaya manera de tratar a la gente.

Anne se detuvo de camino a la puerta.

– Me trajeron un emparedado de ternera en conserva -dijo para ser completamente justa-. No me apeteció. Hay algo raro en la ternera en conserva -pensó durante un instante-. Es la textura. Es fresca, pero deleznable. Me recuerda a la mierda de perro. -Y se fue haciendo un saludo con la mano.

Diana, que estaba observando la cara de Molly, se puso el vaso delante de la boca para esconder su sonrisa. Incluso tras ocho años de enfrentarse al despreocupado bombardeo de Anne, la susceptibilidad de Molly todavía se escandalizaba muy fácilmente.

Anne se bebió un vaso de agua en la cocina, cogió un plátano del frutero y, mientras se lo comía, cruzó el recibidor y recorrió el pasillo. Encendió las luces de su sala de estar, se derrumbó en un sillón con gratitud, y tiró la piel del plátano en una papelera. Permaneció sentada algún tiempo, con su fatigado cerebro neutral, mientras el agua diluía lentamente los efectos del alcohol. Media hora después, empezó a sentirse mejor.

¡Vaya día! Se había cagado de miedo en la comisaría, preguntándose si Jon había pescado su indirecta, y ahora pensaba que probablemente el pánico se había apoderado de ella sin necesidad. ¿Podía ser McLoughlin tan agudo? Seguramente no. La habitación había sido registrada por expertos -hacía dos, tres años- cuando un miembro del Cuerpo Especial sospechaba que tenía un documento filtrado del ministerio de Defensa. Encontraron la caja fuerte, pero no el escondite secreto detrás de ella. Se frotó los ojos. Jon le había susurrado que había puesto el sobre en algún lugar fuera de la casa, donde nunca podría encontrarlo nadie. Si eso era cierto, le tentaba dejar que se quedara ahí, dondequiera que «ahí» fuese. No le preguntó los detalles. Sentía escalofríos cada vez que pensaba en el contenido de ese sobre. Dios, había sido una locura, pero, en aquel momento, un informe fotográfico de aquella horrible tumba de ladrillos tuvo sentido. Se golpeó la cabeza con el puño. ¿Y si Jon lo había abierto? Pero no lo había hecho, se dijo convencida. Sabía que no había leído su contenido por cómo la había mirado. Pero ¿y si lo había hecho? Rechazó el pensamiento furiosa.

McLoughlin fascinaba a Anne de una manera irritable. No dejaba de pensar en él, preocupándose por él, como la lengua que no para de tocar el diente a punto de caerse. ¿Y la escena de la repisa? ¿Había sido un pretexto para encubrir su interés en la caja fuerte? Le había mirado a la cara y solamente había visto un dolor muy profundo, pero una expresión tan sólo era una expresión después de todo. Se volvió a frotar los ojos. «Ojalá -pensó-, ojalá, ojalá…» Había un grito en su interior, un grito que era tan inmenso y tan silencioso como el inmenso silencio del espacio. ¿Iba a ser siempre su vida una serie de ojalás?

Se oyó un golpe seco en la contraventana.

Se asustó tanto que su brazo salió disparado y se golpeó la muñeca con la mesita que había a su lado. Se volvió, dándose masajes en el morado, forzando los ojos para ver en la oscuridad de la noche. Un rostro se apretaba contra la ventana, se protegía los ojos del resplandor de las lámparas con una mano ahuecada. El miedo anegó su boca de bilis nauseabunda y el recuerdo del hedor a orina inundó sus narices.

– ¿La asusté? -preguntó McLoughlin, abriendo la ventana, que no estaba cerrada con pestillo, al ver que ella no se levantaba.

– Me ha sobresaltado.

– Lo siento.

«Un buen sobresalto», pensó McLoughlin.

– ¿Por qué no vino por la puerta principal? -incluso sus labios se habían quedado sin sangre.

– No quería molestar a la señora Maybury -cerró las puertas de cristal despacio tras él-. La luz de su habitación está encendida. Habría tenido que bajar las escaleras para abrirme.

– Cada una tenemos un timbre en la puerta principal. Si toca el que tiene mi nombre, yo soy la única que lo oye. -Pero él ya lo sabía, ¿verdad?

– ¿Puedo sentarme?

– No -replicó bruscamente. Él se encogió de hombros y caminó hasta la chimenea-. Está bien, sí, siéntese. ¿Qué está haciendo aquí?

McLoughlin no se sentó.

– Quería hablar con usted.

– ¿De qué?

– De cualquier cosa. La eternidad. Rabbie Burns. Cajas fuertes -hizo una larga pausa-. ¿Por qué tiene tanto miedo de mí?

No habría creído que su cara tuviese más sangre que perder. Anne no contestó. Él hizo un gesto hacia la repisa.

– ¿Puedo? -interpretó su silencio como una señal de permiso e hizo deslizar hacia atrás el panel de roble-. Alguien ha estado aquí antes que yo -dijo en un tono familiar-. ¿Usted? -la miró-. No, usted no. Alguien más -agarró el pomo de cromo y dio un fuerte tirón. Demasiado fuerte. Jonathan se había olvidado de encajar en su sitio los pestillos y la caja fuerte salió de prisa, haciendo que McLoughlin se tambaleara hacia atrás del impulso. Con una risita, bajó la caja al suelo y miró a través del agujero vacío-. ¿Me va a decir qué es lo que había ahí dentro?

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