Minette Walters - La Casa De Hielo

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En el antiguo depósito de hielo de Streech Grange ha aparecido el cadáver, desnudo y tan deteriorado que se hace imposible su identificación, de un hombre. El jefe de la policía local. Walsh. considera que se trata del cuerpo de David Maybury, desaparecido diez años atrás. Walsh, entonces, había culpado a la esposa de aquél, Phoebe. de la desaparición (y posible asesinato) de Maybury, pero no había encontrado pruebas y tuvo que dar el caso por cerrado.
Walsh, ahora, ve de nuevo la ocasión de lanzarse sobre Phoepe: la odia, se dice que porque le rechazo, hasta el punto de que no puede distinguir lo personal de lo profesional. Solo su subordinado, el sargento McLoughlin, intenta introducir ecuanimidad en una investigación que había de deparar muchas sorpresas
La casa del hielo es una novela de intriga en un ambiente de tensión, cerrado, claustrofóbico. Una obra singular, apasionante… y dentro de la mejor tradición inglesa del género.

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– Su diario. Escuche esto. «No puedo mirar un pene en un condón, después de la eyaculación, sin reírme. Me transporta inmediatamente a mi infancia y los tiempos en que el dedo de mi padre se volvió portador de gérmenes infecciosos. Construyó un dedil de politeno ("para vigilar la mierda") y nos reunió a mi madre y a mí para presenciar el emocionante climax del momento en que el dedo, después de estrujarlo mucho, explotaba. Fue un acontecimiento divertido.» Jesús, ¡es asqueroso! -apartó el libro, poniéndolo fuera del alcance de McLoughlin-. Y ésta, escuche ésta -pasó una página-. «Hoy Phoebe y Diana tomaron el sol desnudas en la terraza. Podría haber estado mirándolas durante horas, estaban tan hermosas…» -sonrió abiertamente-. Esa mujer es una sucia mierdecilla, ¿no? Me pregunto si las otras dos saben que es una mirona -levantó los ojos y se sorprendió al ver la expresión de rechazo en el rostro de McLoughlin. La tomó por mojigatería-. Estaba leyendo las anotaciones de finales de mayo, principios de junio -dijo-. Eche un vistazo a los días dos y tres de junio.

McLoughlin pasó las páginas. Su escritura era negra y fuerte y no siempre legible. Encontró el sábado dos de junio. Había escrito: «He mirado en la tumba y la eternidad me asusta. Soñé que había conciencia tras la muerte. Flotaba en una inmensa oscuridad, incapaz de hablar o de moverme, pero sabiendo (esta palabra estaba subrayada tres veces) que me habían abandonado para existir por siempre sin amor y sin esperanza. Sólo podía anhelar y el dolor de mi anhelo era terrible. Dejaré la luz encendida esta noche. De momento, la oscuridad me asusta». Siguió leyendo. Día tres de junio: «Pobre Di. "La conciencia hace cobardes a todos nosotros." ¿Debería habérselo dicho?». Día cuatro de junio: «P. es un misterio. Me dice que jode con cincuenta mujeres al año y lo creo, sin embargo, sigue siendo el amante más considerado. ¿Por qué, cuando puede permitirse no preocuparse por las mujeres?».

McLoughlin cerró de golpe el diario en sus palmas.

– ¿Algo más? ¿Algo en su ropa?

Los dos hombres negaron con la cabeza.

– Empezaremos con la sala de estar.

Anne levantó los ojos cuando entraron. Vio el diario en la mano de McLoughlin y un color pálido bañó sus mejillas. «Maldita sea -pensó-. ¿Por qué, entre todas las cosas, había olvidado aquello?»

– ¿Es eso necesario? -le preguntó.

– Me temo que sí, señorita Cattrell.

Los Stones tocaron el acorde final que se sostuvo como una vibración en el aire antes de desvanecerse en el silencio.

– No hay nada en él -dijo-. Nada que les pueda ayudar, al menos.

El detective policía Friar susurró algo al oído de su colega, en voz suficientemente alta para que McLoughlin lo oyera.

– ¡Demonios no hay nada! ¡Está repleto de jodida información!

No estaba preparado para el súbito agarrón de los dedos de McLoughlin por debajo de la parte superior del brazo. Se hincaron en su tierna carne como pasadores de hierro, como si excavaran, exploraran, implacables en su perversidad. Bastante inconscientemente, a McLoughlin le había recordado a Jack Booth.

Un poco más alto que Friar, McLoughlin le sonrió amablemente. Su voz, rizándose cariñosamente al pronunciar la lengua vernácula de los escoceses, murmuró suave y dulcemente:

«Asqueroso bichejo, maldita criatura,

detestada y rechazada por santos y pecadores,

¡cómo te atreves a poner tus patas encima de ella, una dama tan fina!

Ve a otro sitio y busca tu cena en algún pobre individuo»

No había emoción alguna en su rostro oscuro, pero sus nudillos palidecieron.

– ¿Reconoce eso, Friar?

El detective se liberó con gran esfuerzo y se frotó el brazo. Parecía profundamente asustado.

– Basta ya, sargento -murmuró incómodamente-. No entendí ni una puñetera palabra -miró al otro policía buscando apoyo, pero Jansen estaba mirando fijamente sus pies. Era nuevo en Silverbone y Andy McLoughlin le hacía cagarse de miedo.

McLoughlin colocó su cartera sobre un extremo del escritorio de Anne y la abrió.

– Es de un poema de Robert Burns -le dijo afablemente a Friar-. Se titula A un piojo. Ahora, señorita Cattrell -continuó, volviendo su atención hacia ella-, se trata de la investigación de un asesinato. Su diario nos ayudará a comprobar sus movimientos durante los últimos meses -sacó un bloc de recibos y escribió en el primero-. Se le devolverá en cuanto hayamos acabado con él -arrancó el pedazo de papel, se lo alargó y, por un breve instante, sus ojos estudiaron los de ella y vio risa en ellos. Una ola de cordialidad chocó contra él envolviendo la soledad helada de su corazón. Anne inclinó la cabeza para examinar el recibo y la mirada de McLoughlin fue atraída por los suaves rizos de alrededor de su nuca; eran como diminutos signos de interrogación que le plantearon tantos problemas como ella misma. Deseó tocarlos.

– No apunto mis movimientos en ese diario -le dijo tras un instante-, sólo mis pensamientos -levantó los ojos y sus ojos todavía se reían-. Es puramente pasajero, sargento, sólo ideas fijas en mi cabeza. Temo que cenará, pero poco en un lugar como éste.

McLoughlin sonrió. Burns había escrito el poema después de ver un piojo en la toca de una dama en la iglesia.

– Ahora habla como yo, señorita Cattrell, con perfecto acento escocés. Hiere mi oído con su enrevesado sonido.

Anne se rió estrepitosamente y McLoughlin enganchó una silla con su pie y la arrastró hacia él para sentarse. Era una cara tan pequeñita, pensó, y tan expresiva… ¿Demasiado expresiva? ¿Aparecía en ella la tristeza tan fácilmente como la risa?

– Apuntó algunos pensamientos interesantes en su diario el día dos de junio. Escribió -imaginó la página escrita en su mente-: «He mirado en la tumba y la eternidad me asusta». -La observó atentamente-. ¿Por qué escribió eso, señorita Cattrell, y por qué lo escribió entonces?

– Por ningún motivo. A menudo escribo sobre la muerte.

– ¿Acaso acababa de ver el interior de una tumba?

– No.

– ¿Le asusta la muerte?

– Ni lo más mínimo. Me molesta.

– ¿De qué manera?

Sus ojos se divertían. Siempre la traicionarían, pensó McLoughlin.

– Porque nunca sabré qué pasó después. Quiero leer todo el libro, no sólo el primer capítulo. ¿Usted no?

«Sí -pensó-, yo también.»

– Sin embargo, la temía a principios de junio. ¿Por qué en este día en particular?

– No lo recuerdo.

– «Soñé que había conciencia tras la muerte.» -Apuntó-. Seguía diciendo que dejaría la luz encendida aquella noche porque la oscuridad la asustaba.

Anne recordó.

– Tuve un sueño y mis sueños son muy reales. Aquél fue especialmente vivo. Me desperté temprano, cuando todavía era oscuro, y no podía pensar dónde estaba. Creí que el sueño era cierto -se encogió de hombros-. Eso es lo que me asustó.

– El día tres de junio le dijo algo a la señora Goode, algo que preocupó su conciencia. ¿Qué fue?

– ¿De veras hice eso?

McLoughlin abrió el diario y le leyó el extracto. Ella negó con la cabeza.

– Seguramente fue algo trivial. Di tiene una conciencia muy sensible.

– Tal vez -sugirió él-, ¿decidió explicarle lo del cadáver que había encontrado en la casa del hielo?

– No, por supuesto que no fue eso -sus ojos bailaron con mala intención-. Lo recordaría.

McLoughlin se quedó en silencio durante un instante.

– Dígame por qué no siente lástima de ese desgraciado de ahí fuera, señorita Cattrell.

Se volvió para buscar un cigarrillo.

– Sí siento lástima de él.

– ¿Ah sí? -cogió el encendedor de Anne, lo encendió y le acercó la llama-. Nunca lo dijo. Ni tampoco la señora Maybury o la señora Goode. No es normal. La mayoría de la gente habría expresado compasión, habría exclamado: «¡Pobre hombre!», como mínimo gesto de pena. La única emoción que todas ustedes han demostrado hasta ahora es la irritación.

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