Rob decidió hacer eso mismo. Le apetecía tener un recuerdo. El sol le calentó la espalda cuando se arrodilló en medio de la tierra reseca. A los pocos minutos tuvo suerte. Examinó su descubrimiento dándole vueltas con cuidado entre sus dedos. Se trataba de una punta de flecha tallada con habilidad e incluso exquisitez. Se imaginó al hombre que la había fabricado doce mil años atrás. Trabajando bajo el sol y vestido con un taparrabos, con un arco atado a su musculosa espalda. Un hombre primitivo. Sin embargo, alguien que había construido un templo enorme, tallado con verdadera destreza. Aquello era una paradoja. ¡Hombres de las cavernas que construyeron una catedral! También era una buena introducción para su artículo. Una poderosa imagen.
Se levantó y guardó la punta de flecha en un bolsillo lateral de su mochila y lo cerró con la cremallera. Probablemente estuviera incumpliendo cien leyes turcas al robar utensilios antiguos, pero no parecía que Gobekli Tepe se fuera a quedar sin piezas de sílex de la Edad de Piedra en poco tiempo. Colgándose la mochila a la espalda, Rob echó un último vistazo a las llanuras onduladas y sin árboles quemadas por el implacable sol. Pensó en Iraq, en algún lugar más allá. No muy lejos de allí. Si subía al coche y le decía a Radevan que lo llevara, podría estar en la frontera iraquí en pocas horas.
Y después, una imagen de Bagdad atravesó su mente. La cara de la terrorista. Rob tragó saliva en su boca seca. No era una buena sensación. Se dio la vuelta para disponerse a regresar cuando oyó aquel espantoso sonido, un grito horrible.
Parecía como un animal al que estuvieran torturando. Como un mono al que estuvieran abriendo en canal. Espantoso.
Aceleró el paso. Oyó más gritos. ¿Qué estaba pasando? Después, alguien volvió a gritar. Corrió con la mochila golpeándole la espalda.
Se había alejado más de lo que creía. ¿Dónde estaba la zona principal de la excavación? Las colinas parecían todas iguales. Las voces venían desde lejos con el despejado aire del desierto. Y no eran sólo voces, sino gritos y llantos. Dios. Algo malo estaba ocurriendo. Giró a la izquierda y luego a la derecha y subió a toda velocidad a la cima de una colina. Allí estaba la excavación. Una multitud de personas se había congregado alrededor de uno de los recintos cerrados, una de las zanjas nuevas. Los obreros se empujaban unos a otros.
Sus botas del desierto resbalaban entre el polvo y las piedras. Rob fue dando tumbos hasta un lateral de la multitud y se abrió paso entre ella, oliendo el sudor y el miedo. Apartando con malos modos al último hombre, llegó hasta el borde de la zanja y miró hacia abajo. Todos miraban hacia abajo.
En el fondo de la fosa había una pieza de acero, una de las piquetas de apariencia letal que se usaban para sujetar las lonas. Franz Breitner estaba clavado en ella con la cara hacia abajo. Atravesado por completo por la parte superior izquierda de su pecho. La sangre salía de la herida a borbotones. Christine estaba de pie a su lado, hablándole. Ivánse encontraba detrás de ellos llamando frenético por su teléfono móvil. Dos obreros trataban con desesperación de arrancar la piqueta de la tierra.
Rob miró a Franz. Parecía estar vivo, pero la herida era tremenda, posiblemente le habría atravesado los pulmones. Un empalamiento sin esperanza. Rob había visto montones de heridas en Iraq, heridas como ésa -explosiones que hacían volar vigas y postes hacia la gente, clavándose en sus pechos y cabezas, atravesándolos brutalmente.
Rob sabía que Franz no lo soportaría. Una ambulancia tardaría más de una hora en llegar hasta allí. Probablemente no habría helicópteros de emergencias médicas entre ese lugar y Ankara. Franz Breitner iba a morir, allí, en una zanja. Rodeado por las silenciosas piedras de Gobekli Tepe.
En los estanques de peces de Abraham, las carpas se movían con excitación, pidiendo los diminutos trozos de pan de pita que él lanzaba al agua. Rob las miraba, hipnotizado. Aquel frenesí desesperado era una visión repulsiva.
Había ido allí tratando de serenarse. Era el único espacio verde y tranquilo que conocía en aquella bulliciosa ciudad. Pero la tranquilidad no funcionaba. Mientras veía a los peces devorar la comida, Rob seguía dándole vueltas en la mente a los sucesos del día anterior. La espantosa visión de Franz atrapado en la piqueta. Las frenéticas llamadas de teléfono. La fatídica decisión final de serrar el poste de acero por la mitad y llevar a Franz, atravesado, hasta Sanliurfa en el coche de Christine.
Rob había ido detrás con Radevan. El maltrecho Toyota siguió al Land Rover por las colinas cruzando las llanuras hasta el Hospital Universitario de Harán en la zona nueva de la ciudad. Allí esperó Rob, en los miserables pasillos, con Christine, Ivány la sollozante esposa de Franz. Seguía allí cuando los médicos salieron para darles la inevitable noticia: Franz Breirner había muerto.
Las carpas luchaban ahora por el último trozo de pan. Mordiéndose unas a otras. Rob se dio la vuelta. Vio a un soldado turco armado con una ametralladora apostado junto a un jeep aparcado fuera de los setos. El soldado lo miró con el ceño fruncido.
La ciudad estaba más alborotada de lo normal y aquello no tenía nada que ver con la muerte de Breirner. Una bomba había explotado en Dyarbakir, la ciudad turco-kurda a trescientos polvorientos kilómetros al este, el centro del separatismo kurdo. No había muerto nadie, pero había diez personas heridas y, una vez más, se había vuelto a elevar la tensión en la zona. La policía y el ejército se dejaban ver por todas partes esa tarde.
Rob suspiró cansado. A veces parecía que la violencia fuera universal. Ineludible. Y él quería eludirla.
Cruzó un pequeño puente de madera sobre un diminuto canal y se sentó en una mesa. El camarero de la tetería se acercó limpiándose las manos con una toalla que colgaba de su cintura y Rob le pidió agua, té y unas aceitunas. Tenía que esforzarse de verdad para dejar de pensar en Franz por un momento. Pensar en la visión de la sangre en el coche de Christine. La punta de acero clavada obscenamente en el torso de Franz…
– ¿Señor?
El camarero había traído el té de Rob. La cucharilla tintineó. El terrón de azúcar se disolvió en el líquido de color rojo oscuro. El sol brillaba entre los árboles del pequeño parque. Un niño pequeño vestido con una camiseta del Manchester United jugaba con un balón de fútbol en el césped. Su madre estaba envuelta en color negro.
Se terminó el té. Tenía que ponerse en marcha. Tras comprobar la hora que era en Londres, cogió su teléfono móvil y marcó.
– ¡Sí! -La habitual brusquedad de Steve.
– Hola, soy…
– ¡Robbie! Mi corresponsal arqueológico. ¿Cómo van esas piedras? -El alegre acento cockney animó un poco a Rob. Se preguntaba si debería echar a perder ese buen humor contándole a Steve lo que había pasado. Antes de que pudiera decidirlo, Steve dijo-: Me gustaron las notas que enviaste. Estoy deseando ver el artículo. ¿Cuándo vuelves?
– Pues iba a ser mañana, pero…
– Buen chico. Ven a las cinco.
– Sí, pero…
– ¡Y envíame alguna foto! Son buenas las de…
– Hay un problema, Steve.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio. Por fin. Rob aprovechó la oportunidad para lanzarse. Le contó todo a Steve. Los extraños misterios y las dificultades que rodeaban a la excavación, el resentimiento de los obreros, el insólito cántico de la muerte, la envenenada política local y las curiosas excavaciones nocturnas. Le explicó a su editor que no le había mencionado todo esto antes porque no estaba seguro de su importancia.
– ¿Y ahora sí es importante? -replicó Steve con brusquedad.
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