Enseguida alcanzaron al vehículo que había girado y confirmaron que era el Commander de Pratt. Bosch entonces frenó un poco y durante los siguientes diez minutos siguió a Pratt por la montaña. Las luces parpadeantes del valle de San Fernando se extendían a sus pies en el lado norte. Era una noche despejada y veían hasta las montañas en sombra en el lado más alejado de la expansión urbana. Se quedaron en Mulholland tras pasar el cruce con Laurel Canyon Boulevard y continuaron hacia el oeste.
– Estaba esperándote en tu casa para decirte adiós -dijo Rachel de repente.
Al cabo de un momento de silencio, Bosch respondió.
– Lo sé. Lo entiendo.
– No creo que lo entiendas.
– No te ha gustado cómo he sido hoy la forma en que he ido tras Waits. No soy el hombre que pensabas que era. He oído eso antes, Rachel.
– No es eso, Harry. Nadie es el hombre que crees que es. Puedo soportarlo. Pero una mujer ha de sentirse segura con un hombre. Y eso incluye cuando no están juntos. ¿Cómo puedo sentirme segura cuando he visto de primera mano cómo trabajas? No importa si es la forma en que yo lo haría o no. No estoy hablando de nosotros de poli a poli. De lo que estoy hablando es de que nunca podría sentirme cómoda y segura. Todas las noches me preguntaría si ibas a volver a casa. No puedo hacer eso.
Bosch se dio cuenta de que estaba acelerando demasiado. Las palabras de Rachel habían hecho que inconscientemente pisará más a fondo el pedal. Se estaba acercando demasiado a Pratt. Frenó y se alejó a un centenar de metros de las luces de posición.
– Es un trabajo peligroso -dijo-. Pensaba que tú lo sabrías mejor que nadie.
– Lo sé, lo sé. Pero lo que he visto hoy era temeridad. No quiero tener que preocuparme por alguien que es temerario. Ya hay bastante por lo que preocuparse sin eso.
Bosch bufó. Hizo un gesto hacia las luces rojas que se movían delante de ellos.
– Vale -dijo-. Hablemos de eso después. Concentrémonos en esto por esta noche.
Como si le hubieran dado pie, Pratt viró bruscamente a la izquierda en Coldwater Canyon Drive y empezó a bajar hacia Beverly Hills. Bosch se entretuvo lo máximo que creía poder hacerlo e hizo el mismo giro.
– Bueno, todavía me alegro de que vengas conmigo -dijo.
– ¿Por qué?
– Porque si termina en Beverly Hills, no necesitaré llamar a los locales porque estoy con una federal.
– Me alegro de poder hacer algo.
– ¿Llevas tu pistola?
– Siempre. ¿Tú no llevas la tuya?
– Era parte de la escena del crimen. No sé cuándo la recuperaré. Y es la segunda pistola que me han quitado esta semana. Tiene que ser algún tipo de récord. Más pistolas perdidas en tiroteos temerarios.
La miró para ver si la estaba sacando de quicio, pero Rachel no mostró nada.
– Está girando -dijo.
Bosch volvió a centrar su atención en la calle y vio el intermitente de la izquierda parpadeando en el Commander. Pratt giró y Bosch continuó recto. Rachel se agachó para poder mirar por la ventana al cartel de la calle.
– Gloaming Drive -dijo-. ¿Todavía estamos en la ciudad?
– Sí. Gloaming se extiende bastante hacia allí, pero no hay forma de salir. He estado ahí antes.
La siguiente calle era Stuart Lane. Bosch la usó para dar la vuelta y enfilar otra vez Gloaming.
– ¿Sabes adónde puede ir? -preguntó Rachel.
– Ni idea. A casa de otra amiguita.
Gloaming era otra calle de curvas montañosa. Pero ahí terminaba la semejanza con Woodrow Wilson Drive. Las casas de Gloaming eran de las que cuestan siete cifras, y todas tenían césped pulcramente cuidado y setos sin una sola hoja fuera de sitio. Bosch condujo despacio, buscando el Jeep Commander plateado.
– Ahí -dijo Rachel.
Señaló por la ventanilla a un Jeep aparcado en la rotonda de una mansión de diseño francés. Bosch pasó al lado y aparcó dos casas más allá. Salieron y desanduvieron el camino.
– ¿West Coast Choppers?
Walling no había podido ver la parte delantera de la sudadera de Bosch cuando éste estaba conduciendo.
– Me ayudó a camuflarme en un caso una vez.
La verja del sendero de entrada estaba abierta. El buzón de hierro forjado no tenía nombre. Bosch lo abrió y miró en su interior. Estaban de suerte. Había correo, una pequeña pila unida con una goma. La sacó y giró el sobre de encima hacia una farola para leerlo.
– «Maurice.» Es la casa de Maury Swann -dijo.
– Bonita -dijo Rachel-. Supongo que tendría que haber sido abogado defensor.
– Lo habrías hecho bien trabajando con criminales.
– Vete a la mierda, Bosch.
La charla terminó cuando oyeron una voz procedente de detrás de un seto alto que recorría el lado izquierdo de la casa.
– ¡He dicho que te metas ahí!
Se oyó un chapoteo y Bosch y Walling se dirigieron hacia el sonido.
Bosch registró el seto con la mirada, buscando un resquicio por el que colarse. No parecía haber ninguno en la parte delantera. Cuando se acercaron, le indicó a Rachel que siguiera el seto hacia la derecha mientras él se dirigía hacia la izquierda. Se fijó en que ella llevaba el arma al costado.
El seto tenía al menos tres metros de altura y era tan espeso que Bosch no veía la luz de la piscina o la casa a través de él. Sin embargo, al avanzar junto a él, oyó el sonido de chapoteo y voces, una de las cuales reconoció que pertenecía a Abel Pratt. Las voces estaban cerca.
– Por favor, no sé nadar. ¡No hago pie!
– Entonces ¿para qué tienes una piscina? Chapotea.
– ¡Por favor! No voy a… ¿Por qué iba a contarle…?
– Eres abogado y a los abogados os gusta jugar a varias bandas.
– Por favor.
– Te estoy diciendo que sólo con que sospeche que me la estás jugando, la próxima vez no será una piscina. Será el puto océano Pacífico. ¿Lo entiendes?
Bosch llegó a una zona donde estaba la bomba del filtro de la piscina y el climatizador sobre una placa de hormigón. Había asimismo una pequeña abertura en el seto para que pasara un empleado de mantenimiento. Bosch se coló por el resquicio y accedió al suelo de baldosas que rodeaba una gran piscina ovalada. Estaba seis metros detrás de Pratt, que se hallaba de pie junto al seto, mirando a un hombre en el agua. Pratt sostenía una larga pértiga azul con una extensión curvada. Era para llevar a nadadores en apuros hasta el lado de la piscina, pero Pratt la sostenía justo fuera del alcance del hombre. Éste trataba de agarrarla desesperadamente, pero cada vez Pratt la alejaba de un tirón.
Era difícil identificar al hombre en el agua como Maury Swann. Las luces estaban apagadas y la piscina estaba a oscuras. Swann no llevaba gafas y el pelo parecía haber resbalado de su cuero cabelludo a la parte de atrás de su cabeza como víctima de un corrimiento de tierra. En su calva brillante había una tira de cinta adhesiva para mantener el peluquín en su sitio.
El sonido del filtro de la piscina daba cobertura a Bosch. Se acercó sin que repararan en él hasta colocarse a un par de metros de Pratt antes de hablar.
– ¿Qué está pasando, jefe?
Pratt rápidamente bajó la pértiga para que Swann pudiera agarrar el gancho.
– ¡Agárrate, Maury! -gritó Pratt-. Estás a salvo.
Swann se agarró y Pratt empezó a tirar de él hacia el borde de la piscina.
– Te tengo, Maury -dijo Pratt-. No te preocupes.
– No ha de molestarse con el número del salvavidas -dijo Bosch-. Lo he oído todo.
Pratt hizo una pausa y miró a Swann en el agua. Estaba a un metro del borde.
– En ese caso… -dijo Pratt.
Soltó la pértiga y llevó su mano derecha a la parte de atrás del cinturón.
– ¡No!
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