Bosch se consideraba un verdadero detective, uno que lo digería todo y al que le importan las víctimas. «Todo el mundo cuenta o nadie cuenta», eso era lo que decía siempre. Eso le hacía bueno en el trabajo, pero también le hacía vulnerable. Los errores podían afectarle, y Raynard Waits era el peor error que había cometido.
Agitó el vodka y el hielo y echó otro largo trago hasta que se acabó la copa. ¿Cómo algo tan frío podía quemarle tan intensamente en la garganta? Volvió a entrar en la casa para echar más vodka al hielo. Lamentó no tener limón o lima para exprimir en la bebida, pero no había hecho paradas de camino a casa. En la cocina, con otra copa llena en la mano, cogió el teléfono y llamó al móvil de Jerry Edgar. Todavía se sabía el número de memoria. El número de un compañero es algo que nunca se olvida.
Edgar respondió y Bosch oyó el ruido de fondo de la televisión. Estaba en casa.
– Jerry, soy yo. He de preguntarte algo.
– ¿Harry? ¿Dónde estás?
– En casa, tío. Pero estoy trabajando en uno de los viejos.
– Ah, bueno, deja que repase la lista de obsesiones de Harry Bosch. Veamos, ¿Fernández?
– No.
– Esa chica. ¿Spike como se llamara?
– No.
– Me rindo, tío. Tienes demasiados fantasmas para que les siga la pista a todos.
– Gesto.
– Mierda. Debería haber empezado por ella. Sé que has estado trabajando el caso de vez en cuando desde que volviste. ¿Cuál es la pregunta?
– Hay una entrada en los 51. Lleva tus iniciales. Dice que llamó un tipo llamado Robert Saxon y dijo que la había visto en Mayfair.
Edgar esperó un momento antes de responder.
– ¿Eso es todo? ¿Ésa es la entrada?
– Eso es. ¿Recuerdas haber hablado con el tipo?
– Mierda, Harry, no recuerdo las anotaciones de los casos en los que trabajé el mes pasado. Por eso tenemos los 51. ¿Quién es Saxon?
Bosch agitó el vaso y echó un trago antes de contestar. El hielo chocó en su boca y se derramó vodka por la mejilla. Se limpió con la manga de la chaqueta y volvió a llevarse el teléfono a la boca.
– Es él… Creo.
– ¿Tienes al asesino, Harry?
– Casi seguro. Pero… podríamos haberlo tenido entonces. Quizá.
– No recuerdo que me llamara nadie llamado Saxon. Debió de tratar de correrse llamándonos. Harry, ¿estás borracho, tío?
– Casi.
– ¿Qué pasa, hombre? Si tienes al tipo, mejor tarde que nunca. Deberías estar feliz. Yo estoy feliz. ¿Aún no has llamado a sus padres?
Bosch se había apoyado en la encimera de la cocina y sintió la necesidad de sentarse. Pero el cable del teléfono no le alcanzaba para llegar a la sala de estar o a la terraza. Con cuidado de no derramar la bebida, se deslizó hasta el suelo, sin despegar la espalda de los armarios.
– No, no los he llamado.
– ¿Qué se me ha pasado, Harry? Estás jodido y eso significa que algo va mal.
Bosch esperó un momento.
– Lo que va mal es que Marie Gesto no fue la primera víctima y no fue la última.
Edgar permaneció en silencio al registrarlo. El sonido de fondo de la televisión se apagó y luego habló con la voz débil de un niño que pregunta cuál será su castigo.
– ¿Cuántas hubo después?
– Parece que nueve -dijo Bosch con voz igualmente tranquila-. Probablemente sabré más mañana.
– Joder -susurró Edgar.
Bosch asintió. En parte estaba enfadado con Edgar y quería echarle las culpas de todo. Pero en parte sabía que eran compañeros y que compartían lo bueno y lo malo. Esos 51 estaban en el expediente para que cualquiera de los dos los leyera y reaccionara.
– Entonces, ¿no recuerdas la llamada?
– No, nada. Hace demasiado tiempo. Lo único que puedo decir es que si no hubo seguimiento, es que la llamada no sonaba creíble o que saqué todo lo que había de quién llamó. Si él era el asesino, probablemente estaba jugando con nosotros.
– Sí, pero no pusimos el nombre en el ordenador. Si lo hubiéramos hecho, habría dado un resultado en el archivo de alias. Quizás era eso lo que quería.
Ambos se quedaron en silencio mientras sus mentes cribaban las arenas del desastre. Finalmente, habló Edgar.
– Harry, ¿lo has encontrado tú? ¿Quién lo sabe?
– Lo ha encontrado un tipo de Homicidios del noreste. Tiene el expediente Gesto. Él lo sabe y un fiscal del distrito que se ocupa del sospechoso lo sabe. No importa. La cagamos.
«Y murió gente», pensó, aunque no lo dijo.
– ¿Quién es el fiscal? -preguntó Edgar-. ¿Se puede contener?
Bosch sabía que Edgar ya había pasado a pensar en cómo limitar el daño profesional que algo así podía causar. Bosch se preguntó si la culpa de Edgar en relación con las nueve víctimas simplemente se había desvanecido o había sido convenientemente compartimentada. Edgar no era un verdadero detective. Mantenía los sentimientos al margen.
– Lo dudo -dijo Bosch-. Y la verdad es que no me importa. Deberíamos haber pillado a este tío en el noventa y tres, pero se nos pasó y ha estado descuartizando mujeres desde entonces.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Descuartizando? ¿Estamos hablando del Asesino de las Bolsas de Echo Park? ¿Cómo se llama, Waits? ¿Él era nuestro tipo?
Bosch asintió con la cabeza y sostuvo el vaso frío contra la sien izquierda.
– Exacto. Va a confesar mañana. Finalmente saldrá a la luz porque Rick O'Shea va a exprimirlo. No habrá forma de ocultarlo, porque algún periodista listo va a preguntar si Waits surgió alguna vez en el caso Gesto.
– Entonces diremos que no, porque es la verdad. El nombre de Waits nunca surgió. Era un alias y no tenemos que hablarles de eso. Has de hacérselo ver a O'Shea, Harry.
La voz de su antiguo compañero tenía un tono urgente. Bosch lamentó haberle llamado. Quería que Edgar compartiera la carga de la culpa con él, no urdir una forma de eludir su responsabilidad.
– Da igual, Jerry.
– Harry, para ti es fácil decirlo. Estás en el centro y en tu segundo turno. Yo estoy a punto para un puesto de detective en Robos y Homicidios y esto va a joder cualquier oportunidad si surge.
Bosch ya quería colgar.
– Te he dicho que da igual. Haré lo que pueda, Jerry. Pero sabes que a veces, cuando la jodes, has de asumir las consecuencias.
– Esta vez no, compañero. Ahora no.
A Bosch le molestó que Edgar hubiera recurrido a la vieja «ley del compañero», pidiendo a Bosch que lo protegiera por lealtad y por la regla no escrita de que el vínculo entre compañeros dura para siempre y es más fuerte todavía que un matrimonio.
– He dicho que haré lo que pueda -le repitió a Edgar-. Ahora he de colgar, «compañero».
Se levantó del suelo y colgó el teléfono en la pared.
Antes de volver a la terraza de atrás sirvió más vodka en el vaso con hielo. Fuera, se acercó a la barandilla y apoyó los codos. El ruido del tráfico de la autovía procedente de la ladera era un siseo constante al que estaba acostumbrado. Levantó la mirada al cielo y vio que el atardecer era de un rosa sucio. Divisó un gavilán colirrojo suspendido en la corriente. Le recordó al que había visto el día que encontraron el coche de Marie Gesto.
Su teléfono móvil empezó a sonar y pugnó por sacarlo del bolsillo de la chaqueta. Finalmente, lo cogió y lo abrió antes de perder la llamada. No tuvo tiempo de mirar la identificación en la pantalla. Era Kiz Rider.
– ¿Harry, te has enterado?
– Sí, me he enterado. Acabo de hablar coa Edgar de eso. Lo único que le importa es proteger su carrera y sus oportunidades en Robos y Homicidios.
– Harry, ¿de qué estás hablando?
Bosch hizo una pausa. Estaba perplejo.
– ¿No te lo ha contado ese capullo de Olivas? Pensaba que a estas horas ya se lo habría contado a todo el mundo.
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