Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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– Nada es demasiado difícil para él. Según me cuenta Peiqin, tiene muchas ganas de colaborar en algo, y ella también dice que está dispuesta a cualquier cosa. Una esposa maravillosa, ¿verdad?. ¡Ah!, no te olvides de llamar a Wang. Me ha llamado varias veces. Está preocupada por ti. Me ha dicho que tú ya sabes por qué no se ha puesto en contacto contigo.

Sí, lo sé. La llamaré esta noche.

Chen telefoneó a Wang, pero había salido a hacer un reportaje. No dejó un mensaje. Se sintió aliviado por no haberla encontrado. ¿Qué le diría si no? Después, escuchó el buzón de voz en su piso. Sólo había un mensaje. De Ouyang, desde Guangzhou:

«Lamento no encontrarlo hoy. ¡Cómo echo de menos nuestras conversaciones sobre poesía tomando té por la mañana! Acabo de comprar dos libros. Uno es una antología de Li Shangyin: «¿Cuándo volveremos a estar juntos / a la luz de la vela mirando por la ventana de Oriente / y charlando de las lluviosas noches en la colina de Ba?»

El otro es de Yan Rui. Me gusta sobre todo el poema en que se inspiró nuestro gran timonel, el Presidente Mao:

«Lo que tiene que irse, se va; / lo que tiene que quedarse, se queda. / Cuando las flores de la montaña adornen mi pelo / no me preguntes dónde está mi casa.»

Típico de Ouyang, que nunca se olvidaba de adornar su discurso con citas poéticas. Chen escuchó el mensaje por segunda vez. Lo conocía bien, pues citaba a Li Shangyin…, pero ¿por qué Yan Rui? El poema había sobrevivido en las antologías clásicas, sobre todo por la historia romántica que la inspiraba. Se decía que la poetisa era una bella cortesana enamorada del general Yue Zhong. Acabó encarcelada por los rivales políticos de Yue, aunque se negó a incriminar a su amante y no reconoció su relación. Se interpretaba que el poema ilustraba su espíritu inflexible en medio del tormento. ¿ Era posible que aquello fuera un aviso de que Xie Rong no lo incriminaría? Desde luego, Ouyang se equivocaba en una cosa. No había sucedido nada entre Xie y él. Sin embargo, su mensaje confirmaba la información de Xiao Zhou: Xie Rong tenía problemas, estaba detenida no por su negocio de masajes sino por su culpa, y también a causa de las maquinaciones de Seguridad Interior como telón de fondo.

¿Era posible que Ouyang también tuviera problemas? Quizá no. Al menos él todavía andaba por ahí, con bastante dinero para hacer una llamada de larga distancia y el ánimo suficiente como para citar poemas de las dinastías Tang y Song. Ahora bien, su manera de dejar el mensaje sugería que se encontraba en una situación difícil. El inspector jefe Chen decidió pedir a Lu que llamase a Ouyang de su parte y que citara otro poema, por si acaso. Cuando volvió al despacho, recordó unos versos de Wan Changling: «Si mis parientes y amigos preguntan por mí, / diles: un corazón de hielo puro, un florero de cristal». Con eso bastaría, y luego se sentó a trabajar.

CAPÍTULO 34

A las siete de la tarde, el inspector jefe Chen estaba a punto de salir del despacho. El portero, el camarada Liang, se asomó por la ventana del cubículo junto a la entrada.

– Espere un momento, camarada inspector jefe Chen, tengo algo para usted.

Era un sobre grande de correo urgente que habían depositado en el estante más alto.

– Llegó hace dos días -dijo Liang a modo de disculpa-, pero no sabía dónde encontrarlo.

Correo urgente de Beijing. Podía ser algo decisivo. El camarada Liang tendría que haberle avisado. No había mensajes en su despacho, pues Chen revisaba su buzón de voz todos los días. Quizá el viejo Liang se había enterado, como los demás, de que Chen había irritado a alguien muy importante. Si al inspector jefe iban a darlo de baja pronto, ¿para qué molestarse? Firmó el resguardo sin decir palabra.

– Camarada inspector jefe -murmuró el camarada Liang-, algunos han estado hurgando en el correo ajeno, así que quise darle esto personalmente.

– Entiendo. Se lo agradezco.

Chen cogió el sobre, pero no lo abrió. Volvió a su despacho y cerró la puerta. Había reconocido la letra. Dentro del sobre de correo urgente había otro, sellado, con el membrete del Comité Central del Partido Comunista Chino. Era la misma letra. Sacó la carta y la levó.

«Querido Chen Cao:

Me alegro de que me hayas escrito. Al recibir tu carta, acudí a ver al camarada Wen Jiezi, director del Ministerio de Seguridad Interior. Estaba al tanto de tu investigación. Dijo que confiaba plenamente en ti, aunque hubiera personas de las altas esferas, y no sólo las que has visto en Shanghai, muy preocupadas por este caso. Wen prometió que haría todo lo posible para que no te perjudicaran. Éstas son sus palabras: «No sigan con la investigación hasta "nuevo aviso". Les aseguro que habrá un desenlace inminente».

Creo que tiene razón. El tiempo es fundamental, y el tiempo vuela. ¿ Recuerdas aquella tarde, cuando nos encontramos en el parque del Mar del Norte, con la Pagoda blanca que brillaba contra el cielo despejado en el agua verde y el libro de poesía que se te mojó? Parece que fue hace siglos.

Yo sigo siendo la misma. Ocupada, siempre ocupada con las tareas de la biblioteca. Ahora trabajo en el Departamento de Relaciones Exteriores. Creo que te lo he contado, pero en junio habrá una posibilidad de acompañar a una delegación de bibliotecarios de Estados Unidos a las provincias del sur. Puede que volvamos a vernos.

Tengo un teléfono nuevo en casa, una línea directa con mi padre. Si tuvieras una emergencia, puedes llamar a este número: 987-5324.Besos, Ling»

P.D. Le he contado al ministro Wen que fui novia tuya, porque me preguntó sobre nuestra relación. Sabrás por qué he tenido que contárselo.

Chen devolvió la carta al sobre y la metió en su maletín. Se levantó y se quedó mirando el tráfico en la calle Fuzhou. A lo lejos, vio las luces de neón de la Volkswagen brillando en la noche con un halo color violeta.«La hora violeta», había leído la frase en alguna parte. Era la hora en que la gente volvía deprisa a casa, mientras los taxis esperaban en la calle con el motor encendido y la ciudad se cubría de una aureola de irrealidad.

Sacó la carpeta de Guan y empezó a escribir un informe más detallado, en el que recopilaba toda la información. Quería confirmar el paso que estaba a punto de dar. No entregaría el informe. Era un compromiso consigo mismo. Pasaron varias horas antes de que saliera del edificio. El camarada Liang se había marchado y la puerta de entrada parecía extrañamente desierta. Era demasiado tarde para que Chen tomara el último autobús. Aún había luces encendidas en el garaje, pero no le parecía bien pedir que un coche lo llevara a casa ahora que estaba suspendido de manera oficiosa. Sintió la brisa fresca de la noche de verano en su cara. Una hoja larga, en forma de corazón, cayó a sus pies. Su forma le recordó una papeleta de la suerte que había caído de un contenedor de bambú, hacía años, en el templo de Xuanmiao, en Suzhou. El mensaje escrito era enigmático. Aunque sentía una cierta curiosidad, se había negado a pagar diez yuanes para que el adivino taoista lo interpretara. No había forma de predecir el futuro de esa manera. No sabía qué pasaría con el caso, ni tampoco cómo acabaría él. Sin embargo, tenía claro que nunca podría saldar su deuda con Ling. Le había escrito pidiendo ayuda, pero no esperaba que se la prestara de esa manera. Se dio cuenta de que volvía a caminar en dirección al Bund, que incluso a esa hora estaba lleno de parejas de jóvenes que se murmuraban cosas al oído. Pensó en escribirle una carta, y de nuevo sonó el carillón de las torres de la Aduana con una melodía diferente. "Mientras pensamos en el presente, éste se está convirtiendo en pasado", meditó.

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