Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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Pasaban largas horas conversando. Hablaban de política o de poesía y descubrieron coincidencias notables en sus puntos de vista, aunque ella parecía un poco más pesimista a propósito del futuro de China. Él atribuía esa diferencia a las largas jornadas de trabajo en la Biblioteca que formaba parte del conjunto del viejo palacio. Y llegó aquel día, un sábado por la tarde. La Biblioteca cerraba temprano. En lugar de volver a casa, decidieron visitar el parque del Mar del Norte en la Ciudad

Prohibida. Allí alquilaron un sampán y remaron por el lago. No había mucha gente en los alrededores. Ella le contó que viajaría a Australia. Acababan de darle la noticia. Era un acuerdo especial entre la Biblioteca de Beijing y la de Canberra. Ling se iba para trabajar como bibliotecaria invitada durante seis meses, una oportunidad única en aquellos años.

– No nos veremos durante seis meses -dejó el remo-.

– El tiempo vuela -dijo él-. Son sólo seis meses.

– Me temo que el tiempo pueda cambiarlo todo.

– No, no necesariamente. ¿Has leído El puente de las urracas, de Qin Shaoyou? Está basado en la leyenda de la tejedora y el pastor.

– Me suena esa leyenda, pero fue hace mucho tiempo.

– La tejedora, una deidad, y el pastor, una criatura mortal, se enamoraron. Aquello iba en contra de las leyes divinas, que prohibían la unión de lo celestial y lo terrenal. Como castigo, se les permitió reunirse sólo una vez al año, el séptimo día del séptimo mes. Para ello, debían cruzar por un puente hecho de urracas que se compadecían de ellos y les dejaban atravesar el río de la Vía Láctea. El poema trata de su encuentro esa noche.

– Recítamelo, por favor.

Y eso fue lo que Chen hizo, mientras se miraba en sus ojos.

«Las formas cambiantes de las nubes,

el mensaje ausente de las estrellas,

el viaje silencioso a través de la Via Láctea…

En el viento dorado del otoño y el rocío de jade,

su encuentro eclipsa

las incontables reuniones del mundo terrenal.

El sentimiento, suave como el agua.

El tiempo, insustancial como un sueño.

¿Cómo se puede tener el coraje para volver

sobre el puente de urracas

si dos corazones están unidos para siempre?

¿Qué importa la separación

día tras día, noche tras noche?»

– ¡Magnífico! Gracias por recitármelo -dijo Ling-.

No tenían que seguir hablando. Había entre ellos una gran sintonía. La Pagoda Blanca se reflejaba, brillante, en el agua.

– Hay algo más que tengo que decirte -vaciló-.

– ¿Qué es?

– Es acerca de mi familia…

Resultó que su padre era miembro del Comité Central del Partido, un hombre en pleno ascenso fulgurante. Por un momento, Chen no supo qué decir. No era lo que esperaba. Después de obtener su título universitario, T. S. Eliot podría haber llevado una vida fácil y haber conseguido un empleo gracias a las relaciones de su familia, o de los parientes de Vivien, su mujer. Sin embargo, había decidido no hacerlo, y eligió un camino diferente. Mediante La tierra baldía, con su propio esfuerzo, se dio a conocer como poeta innovador.

Por encima del hombro de Ling, Chen divisó los muros rojos de la Ciudad Prohibida, resplandecientes bajo la luz de la tarde. Al otro lado del Puente de Piedra Blanca, se extendía el enorme conjunto central del Mar del Sur, donde vivía parte de los miembros del Comité. Ella le comentó que su padre no tardaría en mudarse allí. Su familia era mucho más poderosa que la de Vivien. En China, una familia como ésa podía inclinar notablemente la balanza. ¿Qué podía ofrecerle él? Unos cuantos poemas. Lo bastante romántico para pasar una tarde de sábado, pero no lo suficiente para la hija de un miembro del Comité Central. Chen, en esos instantes que ambos disfrutaban en el Lago del Mar del Norte, llegó a la conclusión de que, independientemente de lo que Ling hubiese descubierto en él, nunca sería el hombre de su vida.

– Antes de que me vaya -prosiguió Ling-, ¿podemos hablar de nuestros planes para el futuro?

– No lo sé… Quizá… Cuando vuelvas dentro de seis meses, podremos volver a vernos… Si todavía estoy en Beijing.

Ella no contestó.

– Lo siento, no sabía lo de tu familia.

Nada de planes para el futuro. No lo dijo abiertamente, pero ella entendió. Le prometió que se mantendría en contacto, aunque aquello no era más que una manera de disimular su ruptura. Ella aceptó su decisión sin protestar, como si estuviese esperándola. La Pagoda Blanca lanzó un destello bajo la luz del atardecer e iluminó sus ojos. Ella también era orgullosa. Después, Chen tuvo momentos de duda, aunque no tardó en desecharlos. No era culpa de nadie. Era la política en China. Era la decisión que tenía que tomar.

Cuando lo destinaron a Shanghai, se convenció de que había sido la decisión correcta. La estancia de Ling en Australia se prolongó seis meses más. Una tarde, en el casillero del correo del Departamento, encontró dos cartas. Una contenía un recorte de un periódico australiano con una foto de ella y la otra era de una revista local anunciándole que no publicarían sus poemas. Su nombre no era más que uno más entre muchos, un "poli" raso. Tampoco tenía grandes esperanzas de éxito en China con su estilo moderno.

El segundo año recibió una tarjeta postal de año nuevo desde Beijing, con lo cual supo que Ling había regresado de Australia. No habían vuelto a verse desde esa tarde en el parque del Mar del Norte. ¿Se habían separado realmente? ¿Por eso no se dijeron nada? Ella nunca lo había dejado, ni él la había olvidado. ¿Tal vez por ello Chen le escribió esa noche cuando se sentía totalmente derrotado? Pedir ayuda era lo último que quería hacer. En la Oficina de Correos no había dejado de decirse que escribía la carta en nombre de la justicia. Ella tenía que haberse dado cuenta de lo desesperado de su situación, y había hecho lo imposible, sirviéndose del peso de su familia, para apoyarlo. Se presentó ante el ministro Wen diciendo que era su novia, y ahora la influencia de su familia se hacía notar en la balanza de poder. Un HCS contra una HCS. Es lo que pensaría el ministro, y el mundo. Pero ¿qué significaría eso para ella? Un compromiso. La noticia de que un "poli" era su amante se difundiría rápidamente por los círculos que Ling frecuentaba. Ling le había dado mucho, y había pagado un alto precio. Aun así, le había dicho al ministro que era su novia, cuando en verdad, seguía soltera. Seguro que habría muchos jóvenes revoloteando a su alrededor, ya fuera por su familia o por ella misma. No había manera de saberlo.

De pronto recordó una imagen, la de una dama vestida a la antigua en una postal de la Fiesta de las Linternas que Ling le había mandado y que él conservó durante años. En los primeros momentos la asociaba a ella, pero luego se confundieron. Era la imagen de una mujer solitaria a la sombra de un sauce llorón, con un poema de Zhu Shuzheng, una brillante poetisa de la dinastía Song:

«En la Fiesta de las Linternas este año,

las linternas y la luna son las mismas de siempre.

¿Dónde está el hombre que conocí el año pasado?

Mis mangas de primavera están empapadas de lágrimas.»

Ling había escogido una tarjeta de papel de arroz de la Fiesta de las Linternas, con el cuadro delicadamente reimpreso y el poema escrito con elegante caligrafía. Ni una palabra de su puño y letra. Simplemente escribió su dirección y la firmó en la parte inferior. Chen decidió no seguir por ese camino. Aun sin saber el giro que los acontecimientos pudiesen haber cobrado, o los que todavía tomarían, estaba decidido a seguir con el caso hasta el final.

Cuando por fin llegó a la altura de su casa, el edificio ya estaba muy oscuro, un sello negro en el sobre estrellado de la noche. Apenas había cruzado alguna palabra con sus vecinos, pero sabía que todos los pisos del edificio estaban ocupados. Abrió la puerta en silencio. Se tendió en la cama y se quedó mirando el techo. Imágenes familiares y a la vez extrañas desfilaron por su cabeza. Algunas ya habían encontrado el camino entre los fragmentos de su poesía. Otras, todavía no.

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