«Ella se encuentra en la entrada del metro y lleva unos jacintos en los brazos, el mural de la joven uigur a sus espaldas caminando hacia él: movimiento inmóvil, infinito, ligero como el verano en lágrimas agradecidas. En su pelo flota el aroma del jazmín y luego en su taza de té, mientras una rueda naranja gira en la ventana de papel. Sostiene su fiambrera bajo los antiguos tejados contra el cielo claro de Beijing. Despliega un manuscrito Tang en la sección de libros raros e interpreta su emoción como una especie de simpatía por los pececillos de plata que escapan de los ojos somnolientos de los tiempos. Sus pies descalzos bailan un bolero sobre el viejo suelo cubierto de polvo. El sol de la tarde dibuja su figura en el sampán. V iene hacia él a través de un laberinto de pasajes en una bicicleta que chirría bajo el peso de los libros que le trae. El grito de una paloma contra un cielo que se espesa…»
Se quedó dormido en medio de su ensueño.
Habían pasado tres días desde que el inspector jefe Chen volviera a trabajar en el Departamento. El secretario del Partido Li le prometió que lo recibiría, pero aún no lo había hecho. Chen sabía que Li lo evitaba para no tener que discutir sobre el caso. Podían vigilar cualquier contacto entre los dos, y el secretario del Partido Li era demasiado cauto como para ignorarlo. Nadie sabía cuándo el inspector Yu volvería de su misión "temporal". El comisario Zhang seguía con su semana de permiso. Su presencia no cambiaba en nada las cosas, pero su ausencia sí.
No había noticias de Beijing, aunque Chen tampoco las esperaba. No debería haber escrito esa carta a Ling, y no pensaba escribir otra. Tampoco se planteaba llamar al número que ella le había dado. Por el momento, ni siquiera quería pensar en ello. Quizá lo más sensato fuera esperar, como decía ella. No moverse hasta «nuevo aviso». De hecho, no podía hacer nada, pues sabía que lo vigilaban los agentes de Seguridad Interior, dispuestos a asestar un golpe en cuanto él hiciera el más mínimo movimiento. Tampoco sucedió nada nuevo en el caso, aunque le sorprendió enterarse de que Wu Xiaoming había solicitado un visado para Estados Unidos.
Una vez más, las noticias venían del Chino de ultramar Lu, que las había obtenido de Peiqin y ésta del Viejo cazador, que tenía sus contactos en Beijing. El visado solicitado por Wu no era por negocios, sino un permiso personal. Una iniciativa extraña, sabiendo que su nombre figuraba en una lista para un cargo importante en China. Si quería escapar, Chen tenía que actuar con rapidez. Si viajaba al extranjero, no habría manera de capturarlo.
El Lexus blanco pertenecía a Wu. El Viejo cazador había identificado el número de la matrícula. En los últimos días, Chen se había puesto a trabajar en algo que no levantaría las sospechas de Seguridad Interior, una investigación sobre las normas relativas a los coches de los cuadros superiores. Un cargo superior como Wu Bing debía tener un coche para su uso exclusivo, con un chófer disponible las veinticuatro horas del día, pagado por el gobierno, pero los miembros de su familia no tenían derecho a usar el coche. Con Wu Bing en el hospital, no podía justificarse que la familia pidiese que el chófer los llevase de un lado a otro. Wu Xiaoming había solicitado conducirlo personalmente debido a la necesidad de visitar a su padre todos los días, pero ¿quién lo llevaba mientras Wu estaba en Beijing?
El Chino de ultramar no había conseguido identificar al conductor del coche. A pesar de haberlo intentado varias veces, tampoco había logrado ponerse en contacto con Ouyang en Guangzhou. No estaba en casa. Quizá él también estaba metido en un lío, al igual que Xie. Seguridad Interior era capaz de cualquier cosa.
La incertidumbre de la espera, sobre todo si se tenía en cuenta que Wu había solicitado un visado para Estados Unidos, se estaba haciendo insoportable para Chen. Tenía que hablar con el secretario del Partido Li. A pesar de su posición, Li tenía la costumbre de ir a la sala del calentador hacia las once y cuarto de la mañana a buscar agua para el té. Chen se presentó con un termo. Era un lugar donde la gente iba y venía. Su encuentro parecería natural. Había otras personas llenando los suyos. Li saludó a todos muy amablemente antes de llegar a Chen.
– ¿Cómo está usted, camarada inspector jefe Chen?
– Bien, aunque no estoy haciendo nada.
– Debería darse un respiro. Acaba de volver -Li se inclinó para coger su termo-¿Ha encontrado aquello de lo que hablamos la última vez? -añadió en voz baja-.
– ¿Qué?
– Cuando lo encuentre, venga a verme a mi despacho.
Li ya se había girado hacia la escalera, llevándose el termo y la última palabra. ¡El móvil! Era lo que Li le pidió la última vez que se vieron en su despacho. Chen tenía que encontrar el móvil del crimen. No tenía sentido ponerse a hablar de otra cosa en la sala del calentador. Dejando de lado la política, sólo podría retomarse la investigación si se descubría el móvil de Wu.
Chen volvió a repasar el caso. Si Wu hubiera querido separarse de Guan, ella no podría detenerlo. Ella era la tercera, la otra mujer, un personaje habitual en la ética familiar china. Se habría encontrado en una posición socialmente condenable. Además, dar a conocer una relación extramarital habría sido un suicidio político. Aunque hubiese estado tan desesperada como para revelar algo así, lo más probable era que no llegara muy lejos. Wu había tenido una relación con ella, pero quería ponerle fin. Y entonces, ¿qué? Como había dicho el secretario del Partido Li, en estos tiempos una aventura no se consideraría una falta política grave. Con el peso de su familia y de sus contactos, Wu se habría salido con la suya fácilmente. Ella no podría representar una amenaza real para Wu, ni siquiera en ese momento, cuando se hablaba de su ascenso. Por otro lado, Guan era una celebridad nacional, no una chica cualquiera de provincias. Wu tenía que saber que investigarían su desaparición y que podrían vincularlo con el caso, por muy secreta que hubiera sido la relación. Wu era demasiado inteligente como para no darse cuenta de eso. Bien, ¿por qué había corrido un riesgo tan grande? Por alguna razón, Guan tuvo que haber supuesto una amenaza mucho más seria para Wu, algo que el inspector jefe Chen no había descubierto todavía. Hasta que diese con ella, Chen sólo podía ocupar su tiempo leyendo los últimos documentos del Partido que llegaban a su despacho. Uno de ellos trataba del aumento de los índices de criminalidad en el país, así como la llamada del Comité Central a todos los miembros del Partido a que pasasen a la acción. También tenía que rellenar varios formularios para el próximo seminario del Instituto Central del Partido, aunque después de todo lo sucedido, dudaba de si podría asistir. Frustrado, buscó el libro de su padre. No lo había leído desde que lo compró. Sabía que era difícil. Lo hojeó hasta llegar a las últimas páginas, un epílogo en forma de breve fábula titulada Un chivo de la dinastía Jin.
«El emperador Yan, de la dinastía Jin, tenía muchas concubinas imperiales y un chivo preferido. Por la noche, dejaba que el chivo caminara delante de él por un laberinto de dormitorios. Cuando se detenía, el Emperador lo consideraba una señal del cielo para que pasara la noche en el dormitorio más próximo. Muy a menudo, el chivo se paraba ante la cortina de perlas de la habitación de la concubina número trescientos once. Ella, envuelta por nubes blancas, esperaba la lluvia, de modo que le dio un hijo que se convirtió en el emperador Xing, quien dejó que el país sucumbiera a los enemigos bárbaros llevado por sus ansias de tener un puerto marítimo. Era una historia larga y complicada, pero el secreto de la concubina número trescientos once era sencillo. Rociaba con sal el suelo frente a su puerta y el chivo se detenía para lamerla.»
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