Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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El malogrado profesor utilizaba la fábula para ilustrar las contingencias de la historia. Sin embargo, para un inspector jefe, todo lo que rodeaba un caso criminal tenía que ser cierto y lógico.

Eran casi las tres. El inspector jefe Chen se había saltado la comida, pero no tenía hambre. Oyó que llamaban a la puerta. -Adelante -dijo-.

Se sorprendió al ver al doctor Xia en la puerta con una bolsa de plástico grande en cada mano.

– Tengo los zapatos mojados -sacudió la cabeza para indicar que no tenía intención de entrar-. Le he traído un pato asado a la pekinesa del restaurante Yan Cloud. La última vez usted tuvo la amabilidad de invitarme. Como dice Confucio, «Es justo y correcto siempre responder a la amabilidad de los demás».

– Gracias, doctor Xia -se levantó-, pero un pato entero es demasiado para mí. Será mejor que se lo lleve a su familia.

– Tengo otro -levantó el segundo paquete con el pato envuelto en plástico-. A decir verdad, uno de mis pacientes es el chef del restaurante. Insistió en dármelos gratis. Aquí tiene una caja con salsa. Yo no sé preparar la cebolleta.

– También dice Confucio «No es correcto ni justo rechazar el regalo de un hombre mayor» -intentando imitar el estilo culto del doctor Xia-› de modo que tengo que aceptarlo. ¿Quiere tomar una taza de té en mi despacho?

No, gracias, no puedo quedarme.

El doctor Xia no se movió de la puerta, como indeciso, hasta que miró de reojo hacia el despacho grande, pero tengo que pedirle un favor.

– ¡Claro!, en lo que pueda ayudarle -se preguntaba por qué el doctor Xia escogería un momento como ése para pedirle un favor-.

– Quiero que me presente en el Partido. Sé muy bien que no soy un activista. Tengo que andar un largo camino antes de que pueda demostrar que soy un digno miembro. Aun así, soy un intelectual chino honrado, y con una conciencia elemental.

– ¿Cómo? ¿Es que no se ha enterado de las noticias de por aquí?

– No, no sé nada -el doctor Xia levantó la voz y sacudió una mano ajustándose las gafas de marco dorado-. Tampoco me importa. A decir verdad, no me importa nada. Oiga, usted es un miembro leal del Partido, es lo único que sé. Si usted no está cualificado, nadie más en este despacho lo está.

– No sé qué decir, doctor Xia.

– ¿Recuerda aquellos versos del general Yue Fei: «Me inclinaré ante el Cielo / cuando en la Tierra reine el orden»? Lograr que reine el orden en nuestra tierra, eso es lo que usted quiere, y es lo que yo quiero.

Con aquella dramática declaración, el doctor Xia alzó aún más la cabeza, como desafiando a un público invisible, y se alejó sin molestarse en mirar las caras asombradas en el despacho grande.

– Adiós, doctor Xia -dijo alguien al cabo de un momento-.

Chen cerró la puerta con una mano, sosteniendo el pato en la otra.

Sabía por qué el doctor Xia le había hecho esa visita inesperada. Era para demostrarle su apoyo. El anciano y noble médico, que tanto había sufrido durante la Revolución Cultural, estaba muy lejos de querer ingresar en el Partido. La visita, junto con la declaración ensayada y el pato asado, era una postura que el doctor Xia se sentía obligado a adoptar como honrado intelectual chino, con una «conciencia elemental», y aquello no era únicamente por él, entendió el inspector jefe Chen.

Puede que fuera una batalla perdida, pero vio que no estaba solo. El inspector Yu, Peiqin, el Viejo cazador, el Chino de ultramar Lu, Ruru, Wang Feng, Xiao Zhou y, ahora, el doctor Xia. Por respeto a ellos, no pensaba renunciar. Reanudó la lectura de la carpeta de Guan y se quedó tomando notas hasta varias horas después del final de la jornada. Luego comió un poco de pato asado. La piel dorada y crujiente le abrió el apetito. El doctor Xia había añadido, incluso, un par de crepes. El pato, envuelto en un crepe con una salsa especial y la cebolleta, tenía un sabor delicioso. Guardó lo que quedaba en la nevera.

* * *

Hacia las nueve salió del despacho. No tardó demasiado en llegar a la calle Nanjing. A esa hora parecía menos concurrida, aunque el cambio incesante de los anuncios luminosos le daba a la escena una nueva vitalidad. Al cabo de un rato, vio los grandes almacenes Número Uno. Un hombre de edad mediana que miraba uno de los escaparates de la tienda se alejó al oír los pasos de Chen, que se detuvo y se vio frente a un gran despliegue de la moda de verano, con su propio reflejo difuminado en el vidrio. Las luces iluminaban una fila de maniquíes con una asombrosa variedad de bañadores: tirantes delgados, escotes tulipán, combinaciones de dos piezas, bikinis y diseños blanquinegros. Bajo la luz artificial, los maniquíes de plástico parecían vivos.

– ¡Un palo de azúcar de baya de espino!

– ¿Qué? -Chen se había sobresaltado-.

– Azúcar de baya de espino, amarga y dulce. ¡Pruebe una!

Se le había acercado una vieja vendedora ambulante con una carretilla roja llena de palos con bayas de espino, recubiertos de azúcar glasé rojo, brillante, casi sensual. Era una escena que no solía verse en la calle Nanjing. Quizá porque era tarde, la vendedora había logrado colarse en el barrio. Chen le compró una. Tenía un gusto más bien amargo, diferente de las que le había comprado su madre. No tendría más de cinco o seis años, y ya le gustaban. Su madre, por aquel entonces muy joven, vestida con su falda qi naranja, con una sombrilla floreada en una mano y la mano de él en la otra…Todo había cambiado tan rápido. "¿Aquellos maniquíes del escaparate también envejecerían?", se interrogó Chen. ¡Qué pregunta más tonta! Más tonta que un inspector jefe con su impresionante uniforme chupando un palo de azúcar mientras caminaba sin rumbo fijo por la calle Nanjing. Sin embargo, estaba demostrado que los plásticos se desgastaban. Una flor de plástico rota en el alféizar de la ventana de una habitación de hotel en un camino apartado, la imagen lo había tocado, profunda e inexplicablemente, durante un viaje que hizo en sus años de universitario. Seguro que la habría dejado otro viajero. Ya no tenía brillo, ya no era bella…Ya no era políticamente atractiva… a ojos de otras personas. Los modelos, de plástico o de cualquier otro material, serían sustituidos.

Puede que Guan tuviera preocupaciones más prácticas, porque estaba en escena y era joven. Vivaz como era, podía admirar su reflejo en el espejo siempre cambiante de la política, si bien se habría dado cuenta de que sus encantos se desvanecían. El mito de los trabajadores modelo, aunque seguía vivo en los periódicos del Partido, no atraía a muchas personas. Los intelectuales cautivaban la atención de los medios de comunicación; os empresarios conseguían dinero; los que aprobaban el examen TOEFL, pasaportes; los HCS, posiciones; en cambio, una trabajadora modelo valía cada vez menos.

Guan sabía que no se podía invertir los flujos del tiempo y las mareas. Tal como iban las cosas, en pocos años, una trabajadora modelo no sería más que un chiste. No obstante, ella nunca se lo había tomado a risa. Era el sentido de su vida, y su vida no había sido fácil. Siempre sometida a la obligación de ser un modelo: pronunciar las palabras correctas, hacer lo adecuado y tomar las decisiones esperadas. Un modelo era una metáfora, y a la vez, todo lo contrario. Su vida adquiría valor en los momentos en que era admirada e imitada. Unos pasos a sus espaldas interrumpieron el hilo de sus pensamientos. Tuvo la impresión de que una chica ahogaba una risilla. El inspector jefe Chen era un personaje digno de ver, un agente de policía mirando el escaparate lleno de maniquíes sublimes apenas vestidas. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí parado. Echó un último vistazo y comenzó a alejarse.

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