– ¿Y sabía algo? -preguntó Chen mientras sonreía a una pareja que pasó bailando a su lado a punto de chocar con ellos-.
– No demasiado, pero Ning conoció a Guan en una de esas fiestas en casa de Wu.
– Es una maravilla como baila -le comentó mientras miraba, alerta, por encima de su hombro-.
– Gracias -volvió a sonrojarse-.
Ahora bailaban un tema rápido. El cambio incesante de las luces daba a la escena un toque de irrealidad. Peiqin intuía los reparos de Chen para estrecharla.
– Y hay más…
– Es un paso excelente.
– ¡Oh! -ignoraba a qué se refería-. ¿Cuál es el próximo?
– Déjeme que piense…
Era difícil conversar. Chen cambiaba de tema cada vez que se acercaba alguien. En la pista de baile, las parejas chocaban constantemente unas con otras, y Peiqin no estaba segura de que Chen escuchase sus susurros con la música a todo volumen. Después, Chen la presentó al estadounidense que había llegado con él.
– Es usted muy bella -dijo el hombre en chino-.
– Gracias -respondió en inglés-.
Durante varios años había aprendido inglés en la escuela nocturna, a pesar de no asistir a clases con regularidad. Lo hacía sobre todo pensando en su hijo, no quería sentirse como una ignorante cuando Qinqin hiciera los deberes. Se alegró de ver que era capaz de intercambiar unas cuantas frases sencillas con su interlocutor estadounidense. El inspector jefe Chen también bailó con otra mujer. Ella entendía que todo aquello era necesario para Yu y para ella misma.
Cuando volvió a su mesa, la bebida ya no estaba fría. Sacudió la cabeza con un movimiento leve en dirección a Yu. Se preguntó si él se percataría de su gesto o si entendería su significado, y se apartó un mechón de pelo de la frente con el dorso de la mano. En el escenario apareció una chica dai para anunciar que había llegado el momento de cantar con el karaoke. Entre varios empleados, instalaron una pantalla grande y se proyectaron las imágenes de una pareja de jóvenes amantes dai que jugaban y cantaban en un río, y simultáneamente, en la parte inferior de la pantalla aparecía la letra. Peiqin no sabía qué hacer, ni cómo entregar el resto de la información al inspector jefe Chen. Vio que éste hablaba con una camarera. La escuchó atentamente y luego intercambió unas cuantas palabras con la pareja de estadounidenses. Los dos asintieron con la cabeza. A Peiqin le sorprendió ver que el señor Rosenthal se acercaba a su mesa, seguido de Chen, que oficiaba de intérprete.
– ¿Querría cantar karaoke con nosotros en un reservado?
– ¿Qué?
– El profesor Rosenthal cree que necesitamos una pareja para el karaoke -dijo Chen-. También opina que habla usted inglés maravillosamente.
– No, nunca he estado en una fiesta de karaoke, y sólo puedo decir un par de frases sencillas en inglés -respondió Peiqin-.
– No se preocupe, yo serviré de intérprete. Así podremos hablar tranquilos en el reservado.
– ¡Oh!, ya entiendo.
Peiqin se había fijado en varias casetas de bambú en un lado del salón. Creía que formaban parte de la decoración, y ahora se daba cuenta de que eran pequeñas salas privadas.
Entraron en una con una gruesa moqueta, un televisor y una videoconsola fijada en la pared. Había dos micrófonos en una mesa junto a una cesta de fruta, y al lado, sofás de cuero. El público podía seleccionar sus canciones en la pantalla grande tras abonar una cierta cantidad, aunque con tanta gente, tendrían que esperar demasiado. También había mucho ruido de fondo.
– Entre el reservado y el servicio, supongo que debe ser muy caro -dijo Peiqin-. ¿Usted tiene que pagar?
– Sí, es caro -respondió Chen-, pero es una actividad de la delegación, paga el gobierno.
– Para nosotros, es la primera vez -comentó la señora Rosenthal-. El karaoke es muy popular en Japón, según nos han contado, y aquí parece que también lo es.
– Está relacionado con nuestra cultura -le explicó Chen-. Sería muy atrevido cantar delante de otras personas sin música de fondo.
– O quizá es que no cantamos nada bien -se excusó Peiqin, quien esperaba que Chen interpretara sus palabras-…, y con la música de fondo no se nota tanto.
– Sí, eso me parece mejor, porque yo no canto como una alondra, precisamente -bromeó la señora Rosenthal-.
Una camarera les trajo un programa con los temas, en inglés y en chino, con un número marcado debajo de cada título. Sólo tenían que pulsar en el mando a distancia. Chen escogió varias canciones para que los Rosenthal cantaran juntos. Cuando Peiqin y Chen se inclinaron para mirar la lista, fingiendo que hablaban sobre sus opciones, Peiqin consiguió por fin pasarle una copia de la cartilla de la gasolinera y de las cintas de la entrevista de Yu con Yang Shuhui, el empleado de la gasolinera, junto con las de Jiang y Ning. Chen escuchó atentamente el final de su relato, anotó algo en una servilleta y dijo:
– Pídale a Yu que no haga nada durante la conferencia. Yo me ocuparé de todo en cuanto acabe este trabajo.
– Yu quiere que actúe con mucha cautela.
– Eso haré -aseguró Chen-. No revelen esta información a nadie, ni siquiera al secretario del Partido Li.
– ¿Hay algo que pueda hacer entretanto? El Viejo cazador también quiere colaborar. Como agente de tráfico, ahora tiene de qué ocuparse, así que patrulla las calles en vez del mercado.
– No, no hagan nada ni usted ni el Viejo cazador. Es demasiado… peligroso -susurró Chen-. Además, usted ya ha hecho mucho. No sé cómo agradecérselo.
– No, no tiene por qué -respondió Peiqin-.
– Bueno, es probable que Lu vaya a menudo a su restaurante a probar los fideos.
– Tenemos muchos clientes regulares. Sabré cómo tratarlo.
Dejaron de hablar. El señor Rosenthal miraba su reloj y Chen anunció que una jornada muy intensa esperaba a sus huéspedes al día siguiente. Poco después, salieron de la sala privada. La gente comenzaba a abandonar el salón grande. Yu ya no estaba. Había llegado la hora. Quizá no era nada agradable para él ver que su mujer tenía tanto éxito con otros hombres, entre ellos su jefe y el viejo estadounidense. Peiqin se despidió del inspector jefe Chen y de los Rosenthal. Había sido una noche maravillosa para ella, si bien había echado de menos que Yu no hubiera bailado y cantado con ella. Un hombre pequeño se levantó de una mesa cerca de la entrada y siguió a Chen y a sus huéspedes cuando salieron del salón. Acaso sus sospechas eran exageradas, pero Peiqin se aseguró de que nadie la vigilaba antes de comenzar a buscar a Yu en la calle. La brisa de aquella noche de verano era agradable. Yu la esperaba bajo un cornejo en flor. Todavía llevaba puestas las gafas y fumaba un cigarrillo. A su lado había un coche negro. Sorprendida, vio cómo Shi Qong la saludaba desde el coche. Shi había sido una de sus compañeras en los años de Yunnan, y desde su regreso a Shanghai, trabajaba de chofer para una empresa petroquímica. No era el único coche que esperaba junto a la acera, ni tampoco era lujoso, un Dazhong, el producto de una empresa conjunta de un grupo de Shanghai y Volkswagen. Sin embargo, Peiqin lo consideró todo un detalle. Era el broche perfecto para aquella noche. Yu había dado muestras de mucho tacto al disponerlo así, tan romántico.
Nada hubiera sido más desagradable que subir a un autobús repleto de gente, en una noche de verano como esa, con su vestido prestado. La chica alta también salió y miró sonriendo a Yu con renovado interés, pero se alejó a grandes pasos al ver que éste le abría la puerta del coche a Peiqin.
– ¿Habéis pasado una noche maravillosa? -preguntó Shi-,
– Sí, gracias por tu coche.
– No hay de qué, lo he hecho con todo gusto. Tu marido dice que esta noche has tenido mucho éxito. No le ha quedado más remedio que esperar afuera.
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